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Adiós a Alec Guinness, el hombre de los mil rostros

Tenía 86 años y sufría de glaucoma. Fue uno de los mejores actores británicos de todos los tiempos, pero pese a sus papeles en �La guerra de las galaxias� y �Lawrence of Arabia� vivía alejado de la fama.

Por Fernando D’Addario
t.gif (862 bytes)  Su naturaleza esquiva al show business lo preservó, hasta los 86 años, de los escarceos que recorren el mundillo del espectáculo, pero ahora que murió, luego de lidiar contra una glaucoma implacable, en el condado de West Sussex (sudeste de Inglaterra), Sir Alec Guinness pasó a ser objeto de una idolatría que siempre lució adormecida, como si necesitara de un permiso especial para ponerse de manifiesto. Es que a pesar de haber sido uno de los grandes actores británicos de todos los tiempos, Guinness se distinguió de sus colegas por su falta de apego a la fama, esa clase de prescindencia que le debe menos a la paranoia que a la certeza de haber sido un tipo sencillo y con talento. Para colmo, estuvo casado 62 años con la misma mujer y eligió una inhóspita cabaña en la campiña inglesa para dejar pasar sus días. “Nada en mí es interesante”, solía decir, para espantar a periodistas y aduladores.
El actor cuya personalidad nadie pudo desentrañar, vivió la paradoja de haber sido catalogado como “el hombre de los mil rostros”.El mote, aunque no era de su agrado, se adecuaba a una carrera que estuvo signada por una desconcertante multiplicidad de roles. Su versatilidad llegó al límite de las posibilidades humanas en el film Kind Hearts and Coronets (1949), en el que se metió en la piel de ocho personajes, todos miembros de una misma familia y muchos de ellos desopilantes por diversos motivos. La historia oficial recordará, en cambio, al barbudo Obi Wan Kenobi de La guerra de las galaxias, un papel que Guinness dijo haber olvidado –con razón– a poco de terminado el rodaje, y su trabajo en Lawrence of Arabia. También fue el inefable profesor Markus en Ladykillers, y un atribulado coronel del ejército británico capturado por las tropas francesas en El puente sobre el río Kwai, papel que le valió un Oscar en 1957. Veintitrés años después obtendría otro, honorario, por el conjunto de su filmografía, igual que el Oso de Oro que le concedieron en el Festival de Berlín ‘98.
Prefería sin embargo el teatro, al que concebía como un territorio tomado por sus fantasías. Desde adolescente, ellas lo arrastraban por el circuito londinense, donde gastaba sus pocos peniques en obras teatrales que formaron su carácter actoral. El gran John Gielgud le aconsejó que se dedicara a otra cosa, aunque luego, más criterioso, le ofreció un papel en su producción de Hamlet, en los años ‘30. En 1946 tuvo su primer trabajo importante en el film Grandes esperanzas, dirigida por David Lean. Lo distinguía una comicidad seca, sin excesos, apta para el renacimiento que vivió la Inglaterra de posguerra, con aquellas versiones de Shakespeare montadas por Laurence Olivier y los dramas policiales y de espionaje realizados por Carol Reed. Luego, Hollywood importó su talento.
Tal vez su obstinado interés por buscar “mil rostros” arriba del escenario haya sido producto de las dudas respecto de su propia identidad. Se crió como hijo extramatrimonial de un director de banco, supo llevar tres apellidos diferentes, y conoció la precariedad de hoteles baratos, de donde huía sistemáticamente con su madre por temor a los acreedores. Su padrastro intentó matarlo dos veces, una de ellas apuntándole con un revólver en la cabeza. Sobrevivió físicamente, pero el episodio lo marcó para siempre, lo mismo que la poliomielitis de su hijo, cuya súbita curación lo llevó a abjurar de su ateísmo para entregarse con fervor a las filas del catolicismo. Un año después, en 1959, recibió de la reina IsabelII de Inglaterra el título de “Sir” por su contribución al teatro británico.
George Lucas, creador de La Guerra de las Galaxias, reconoció en él “a uno de los actores más talentosos y respetados de su generación”. Sus últimos trabajos fueron en Kafka (1991, de Steven Soderbergh), y Testigo mudo (1994, de Anthony Waller). Cuando a Guinness le pedían detalles sobre alguna película, contestaba con evasivas y luego se justificaba: “Una vez que están terminadas, las olvido. Algunas veces la gente me pregunta: ‘¿Por qué nunca te ves en tus cintas viejas?’. A lo que yo respondo: ‘Porque sé cómo terminan’”.

 

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