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�EL ASTILLERO�, UNA BUENA ADAPTACION DE ONETTI DIRIGIDA POR DAVID LIPSZYC
Unos fantasmas movidos por el rencor

La tarea suponía más de un riesgo, pero el resultado compensa: apoyándose en un elenco que da el tono justo a una historia sombría y tensa, �El astillero� alcanza a retratar la atmósfera del enorme escritor uruguayo, sin recargar las tintas.

Ulises Dumont es el comisario de Santa María; Ricardo Bartís encarna a Larsen, protagonista de la novela. 


Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) Novela clave de los años 60, El astillero, de Juan Carlos Onetti, siempre ejerció una extraña, malsana, atracción sobre el cine argentino, recurrentemente obsesionado por traducirla en imágenes y, al mismo tiempo, consciente de las enormes dificultades de esa empresa, del carácter casi tabú que imponía la maestría del texto. El mérito del film dirigido por David Lipszyc quizá sea el de haberse animado a romper el maleficio, haber intentado por fin una adaptación, que fatalmente va a encontrar detractores acérrimos en los lectores más devotos de la novela. Pero que se preocupa menos por la fidelidad al original que por la posibilidad de explorar un estilo de puesta en escena y de trabajo con los actores. Para decirlo desde un comienzo: El astillero es sin duda un film que puede presentar problemas �de orden narrativo, de criterios de adaptación, de modos de actuación� pero problemas que precisamente lo hacen interesante, por la búsqueda y los riesgos asumidos.
�Vení, largáte, yo me voy a encargar de que todo salga bien�, dice la carta que lee Larsen (Ricardo Bartís) en el comienzo del film, cuando se decide a volver a Santa María, ese �pueblo inmundo�, en sus propias palabras, que alguna vez, cuando a él lo llamaban Juntacadáveres, lo expulsó impiadosamente por querer instalar allí un prostíbulo. Ahora Larsen vuelve con un plan que, como buen rufián, pretende tener por instrumento a las mujeres. A través de la sinuosa criada Josefina (Cristina Banegas), Larsen se lanza a seducir a Angélica Inés (Ingrid Pelicori), la hija boba del poderoso Jeremías Petrus (Norman Briski), el dueño de ese astillero que, a pesar de estar en ruinas, es codiciado por todos, en la medida en que sus restos son lo único que le queda al pueblo.
En la versión de Lipszyc, escrita en colaboración con Ricardo Piglia, la Santa María de Onetti �ese espacio ficcional que el escritor uruguayo convirtió en una suerte de Yoknapatawpha rioplatense� se ha transformado en un pueblo desolado, fantasmal, habitado apenas por unos pocos personajes que parecen espectros. En este sentido, el guión, la puesta en escena y hasta el sonido (con unas pocas cadencias del acordeón del Chango Spasiuk) prefieren, para ganar en concentración dramática, operar siempre por sustracción, con una marcada tendencia a la abstracción simbólica. Esta tendencia, por momentos, es más simbólica que abstracta, pero afortunadamente nunca retórica. Los diálogos de Piglia son en general lacónicos, ajustados, secos, como ese primer encuentro, pleno de tensión, entre Larsen y el comisario Medina (Ulises Dumont), en el que el film juega con una cierta estilización de film noir, una atmósfera que El astillero luego abandona paulatinamente para elegir en cambio cierto matiz de desesperado absurdo kafkiano.
Esa misma línea parece seguir la fotografía de Guillermo Behnisch, con los colores casi sepiados, un poco a la manera de cierto cine de Europa del Este, con tonos siempre enmohecidos, herrumbrosos, como los restos que Kunz y Gálvez, los empleados del astillero (Luis Machin, Alfredo Ramos),creen vender a espaldas del siniestro Petrus. Se puede intuir en este mundo decadente que plantea El astillero un espejo deformante del país, cuyos despojos podridos ahora sólo sirven como chatarra, pero el film en todo caso prefiere no cargar las tintas sobre esa lectura y se inclina más bien a insinuar una corrupción casi metafísica, existencial. 
El tipo de actuación que le pide El astillero a sus intérpretes puede llegar a resultar exageradamente crispado, teatral, pero no se puede negar una evidente unidad de estilo que suele ser infrecuente en los elencos de las películas nacionales. La habitual tendencia de Ricardo Bartís a ciertos excesos histriónicos está aquí más justificada, por ejemplo, que en Plata quemada, y encuentra una modulación similar en la histérica sexual que compone Ingrid Pelicori, con quien comparte más de una escena. Insólitamente más medido (para su standard) está Norman Briski, que en la piel de Petrus tiene pocos momentos pero verdaderamente inquietantes. Y es magnífico el aporte de Cristina Banegas como Josefina, que parece una insólita versión argentina de la legendaria Mrs. Danvers de la Rebeca de Hitchcock, moviéndose siempre sigilosa y pálida como un fantasma e impulsada, como el propio Larsen, por una única fuerza, el rencor.

 


 

�ALMEJAS Y MEJILLONES�, DE MARCOS CARNEVALE
�Café fashion�, pero en cine

Por H. B.

�La mesa tiene mucho polvo�, le dice Antonio Gasalla al galán, subrayando la palabra polvo del mismo modo en que, cuando se comenta que �el mejillón tiene concha�, se recalca la concha. No le sobra sutileza a Almejas y mejillones, coproducción entre Patagonik Films, de Argentina, con Buena Vista España, que parece cruzar esa obsesión con el sexo estilo �Petardos� o �Café fashion�, con las presuntas provocaciones del cine del �destape� y la �movida� españoles. La dirige Marcos Carnevale, que viene de firmar los guiones de Esa maldita costilla y Papá es un ídolo. 
Todo transcurre en pleno verano en Canarias, con música de flamenco-rock y muchas camisas floreadas y torsos desnudos. Historia al uso, llena de cruces sexuales y cuestiones de género que en algún caso se practican y en otros se declaman, Almejas y mejillones empieza espantando al burgués con el lesbianismo militante de la protagonista, la condición de drag queen de Gasalla y la vuelta de tuerca de una posible operación de transexualidad (practicada por un especialista que se llama casi igual que un distribuidor de cine), para revertir prolijamente, en su resolución, todas esas insinuaciones. La lesbiana se quedará con el biólogo marino, éste seguirá siendo muy hombrecito y la drag queen sufrirá tanto como sufrían los homosexuales en cualquier melodrama conservador. 
No estar a la altura de las expectativas que el propio film genera no es, ni con mucho, la única decepción que genera Almejas y mejillones. Un buen surtido de tiempos muertos, falta de timing para la comedia, actuaciones gritadas o tan livianas como kilos de plomo e inconsecuencias del guión se alían, aquí, con efecto demoledor. Leticia Bredice, para cuyo lucimiento el film parecería enteramente pensado y construido, es Paula, argentina instalada en Tenerife, que arruga la nariz de sólo escuchar la palabra �hombre� y al comienzo de la película es presentada como fullera de temer. No pasará mucho tiempo antes de que abandone ambas pasiones. Gasalla es Fredy, que en el Morocco del lugar (aunque sus interiores correspondan al Morocco de acá) actúa sus muy buenas personificaciones de la Piaf y otras divas. Compinche de Paula y confidente del joven biólogo cuando éste amague con cambiar de sexo, en su boca están puestas las �partes serias� de Almejas y mejillones, enfatizadas siempre por unos primerísimos (y absolutamente incrustados) primeros planos. 
En medio de los énfasis y catálogos de tonos de Bredice, todos ellos al más alto volumen, es llamativo el modo en que el madrileño Jorge Sanz, formado en las comedias de Fernando Trueba, mantiene la sobriedad, la gracia y la apostura. En cuanto a la española Silke, de no elegir con más cuidado dónde se mete, corre peligro de echar a perder la condición de fenómeno cinematográfico nato que supo mostrar, hace no tanto tiempo, en una gran pequeña película llamada Hola, ¿estás sola?

 


 

Una road movie argentina, pensada para los jóvenes

�El camino�, de Javier Olivera, ilusiona con un comienzo de gran pureza narrativa, dentro de un género escasamente transitado por el cine local.

Antonella Costa confirma las dotes que había mostrado en �Garage Olimpo�, con otra buena actuación.

Por Horacio Bernades

Planteadas casi exclusivamente en términos visuales, sin diálogos ni mayores explicaciones, las primeras imágenes de El camino resultan infrecuentes para un film argentino. Infrecuente es el modo en que se pasa de lo general a lo particular, mediante una sucesión de acercamientos separados por fundidos encadenados, hasta dar con un adolescente que parecería arrinconado, prisionero en su propia habitación. Siempre sin palabrerío de por medio, el muchacho descubre de modo casual, en un cajón de la habitación de su madre, un recorte cuidadosamente guardado. El texto de ese recorte no se da a conocer por completo al espectador, sino por partes. Intercalados con acercamientos al rostro conturbado del muchacho, en esos planos la emoción se comunica no tanto a través del gesto como de la forma en que están presentados. 
Un comienzo de gran pureza cinematográfica, que alimenta expectativas sobre lo que vendrá. La escena siguiente, con una discusión entre madre e hijo que parece sacada de cualquier programa de televisión, está advirtiendo ya que conviene no exagerar las expectativas. Cuando El camino eche a andar su historia, aquellas ilusiones del comienzo se irán resquebrajando, tanto como el interés de la historia. Película �de encargo� producida por Héctor Olivera y dirigida por su hijo Javier y apuntada directamente hacia el target joven, El camino es una road movie en la que aquel adolescente del comienzo, Manuel (el debutante Ezequiel Rodríguez) va en búsqueda del padre, cuyo verdadero rumbo e identidad habían sido cuidadosamente ocultados por mamá. Para ello cruzará, primero en moto, luego en un auto desvencijado, finalmente como sea, las rutas argentinas hasta el fin. Pero como �el tiempo es circular y todo vuelve a su origen� (así enseña un indio mapuche, tan sabio como aquel chamán de The Doors), ese fin será un nuevo principio. 
En el trayecto habrá tiempo para el boy-meets-girl, una persecución de thriller alla americana, un grupo de motoqueros con líder místico y un �Conozca la Argentina�, con bellos paisajes de pampa y lagos al fondo. Intento de producto de consumo que muestra la hilacha, técnicamente El camino exhibe una pulida fotografía de Christian Cottet, impecable sonido y muy buena música del talentoso Axel Krygier (incluyendo un tema del grupo Turf) y actores identificados con el �cine de jóvenes�: de Pizza, birra, faso llegó Héctor Anglada; de Mala época y Mundo Grúa, Daniel Valenzuela; de Historias breves y un montón más, Roly Serrano). Ciertos toques de color del comienzo (sobre todo, una divertida cantante frustrada, a cargo de Lola Berthet) dan lugar a estereotipos tan truchos como el policía-villano que persigue a la pareja durante media película y jamás logra darles alcance. 
Hasta que se llega a esa especie de comunidad perfecta que parecen representar el sabio indio y su gente, con la corrección antropológica imponiendo definitivamente su forzada ley, antes de incontables falsos finales en el camino. El protagonista es impresentable. Antonella Costa,casi milagrosa. Dueña de una presencia cinematográfica en estado puro, la muy joven protagonista de Garage Olimpo confirma que ella es una de las grandes esperanzas del próximo cine argentino. Aunque, ya se sabe y El camino lo confirma, tratándose de cine argentino nunca es bueno hacerse demasiadas ilusiones.

 

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