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el Kiosco de Página/12

Tradiciones
Por Juan Gelman

El teatro del absurdo, hijo del francés Jarry, no renació en Europa en 1950 con el estreno de La cantante calva de Ionesco. Unos 30 años antes lo había ya recuperado Daniil Karms en una URSS exenta de stalinismo, donde la libertad artística imperante favorecía en todos los campos experimentaciones y expresiones de índole muy diversa. Véase este diálogo de una escena imaginada por Karms:
Pushkin: �¡Qué diablos! ¡Parece que tropecé con Gogol!
Gogol (levantándose): �¡Qué abominación tan vil! ¡Otra vez usted! ¡Usted no para ni un ratito! (Camina, choca con Pushkin y cae) ¡Parece que tropecé con Pushkin!
Esos dos grandes de la literatura rusa del siglo XIX se admiraban mutuamente; el joven Gogol solía aceptar los consejos de Pushkin, 10 años mayor, y hasta elaboró dos temas sugeridos por aquél que concretó en sendas obras maestras: El revisor y Almas muertas. Pero en la escena de los topetazos, Karms confronta con ironía dos tradiciones mayores de la narrativa rusa. La primera �que los historiadores soviéticos del rubro adjudicaron groseramente a Pushkin� fue seguida por autores de la minoría culta y occidentalizada de los círculos zaristas, con fines morales y de ilustración además de artísticos, y reconoce en sus filas a creadores como Tolstoi, Goncharov y Turguenev, de escritura directa y engañosamente sencilla. La otra tradición, la de Gogol, insiste en las representaciones exageradas y aun fantásticas de la realidad social con el fin de subrayar sus incoherencias e injusticias, mezcla estilos y cosmovisiones y las ofrece al lector no desde un autor omnisapiente, sino por la mirada de gente común, dones nadie, antihéroes que son víctimas inocentes de las intrigas y las trampas del mundo. Los escritores de la primera tradición siempre han sido mejor comprendidos �y más fáciles de traducir� en Occidente, incluidos tanto perpetradores del realismo socialista como los principales disidentes del régimen soviético, que en general la adoptaron. La otra tradición se dibuja con menos claridad para el lector occidental. A esta última perteneció el dramaturgo Nikolai Erdman.
Saltó a la fama en la década del 20 con su primera obra, La garantía, que lo ubicó conspicuamente en la poblada vanguardia teatral soviética de entonces. Pero el absurdo campea sobre todo en su pieza más renombrada, El suicida, cuyo protagonista es un ser corriente y anodino que emerge al interés público porque declara su intención de suicidarse y es empujado a hacerlo por diferentes personas y grupos que buscan explotar ese acto desesperado con propósitos políticos o para beneficio personal. Las situaciones y los diálogos �equiparables, algunos, a los de un Harold Pinter o un Beckett� son desopilantes y construyen una afilada crítica a aspectos de la construcción del socialismo en un solo país.
El stalinismo calificó a El suicida de �decadente�, prohibió su representación en 1932 y envió a Erdman por tres años a la cárcel. Las circunstancias de su arresto no dejan de ser irónicas: tuvo lugar en un balneario del mar Negro donde el dramaturgo terminaba el libreto de Los alegres compañeros, la comedia musical más popular de la era staliniana, junto con Vladimir Mass, quien siguió haciéndole compañía en la prisión. El suicida tuvo que esperar hasta 1976 para subir a escena en un teatro de... Londres. En la URSS aún estaba prohibida.
Liberado, Erdman volvió a Moscú, pero nunca recobró el antiguo esplendor de su ejercicio crítico. Desde 1937 hasta su muerte en 1970, septuagenario ya, fue escritor por encargo, autor de guiones cinematográficos, adaptaciones de los clásicos para la escena y la pantalla, libretos de operetas y espectáculos cómicos. Hasta le concedieron �esto ya es sarcasmo� un Premio Stalin por el guión del film Gente valerosa, que respetaba estrictamente los muros del realismo socialista. Estos episodios de su vida también tienen un sabor a absurdo, no exactamente el de Beckett, sino el que nace del encontronazo entre intenciones elevadas y hechos patéticos. Por lo demás, este mismo sello marca la tradición de la comedia rusa y es notorio en Chéjov.
La suerte del ex convicto fue comparativamente benigna bajo Stalin. Karms murió de hambre, olvidado y abandonado por sus carceleros, a comienzos de la Guerra Mundial II. En 1938 fue clausurado el Teatro Realista que conducía Nikolai Ojlopkov �tal vez el más importante de los directores rusos de vanguardia� porque ponía obras �demasiado intelectuales y formalistas�. Por razones parecidas le impusieron a Alexander Tairov, animador del Teatro de Cámara de Moscú, un comité de vigilancia encargado de corregirle �desviaciones�. Hábil, ese innovador que fue Tairov supo cada tanto intercalar producciones experimentales entre obras de la más pura cepa realista y �socialista�.
En 1934, Vsevolod Meyerhold, fuerza poderosa de la renovación del teatro soviético, es criticado por sus concepciones transformadoras y acusado de ser �un obseso de las vagas abstracciones del arte decadente�. La policía política lo detuvo finalmente en 1938. Semanas después su mujer, la actriz Zinaida Raij, fue hallada en su departamento brutalmente asesinada. Nada se supo de Meyerhold hasta 1958, cuando en la Gran Enciclopedia Soviética apareció por primera vez su biografía, que lo da por fallecido en 1942. Esa fecha fue luego reemplazada por la de 1940. Hasta muerto le quitaron dos años de vida.


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