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el Kiosco de Página/12

Fragmentos del Libro de Samuel
Por Juan Sasturain

Samuel I, Ros.
Y el Señor crió a Walter fuerte, bueno, callado y humilde, y lo puso en el fondo del potrero, junto a todos los demás pero a él le dijo que esperara. Y Walter, mientras el resto corría detrás de la pelota, esperó. No sabía muy bien lo que el Señor le pedía pero esperó, quieto y firme en su lugar. Y cuando uno llegó con la pelota Walter se la quitó con elegancia y sin violencia, como si lo convenciera. Y se la dio a un compañero. Y se sintió bien. El Señor vio que lo que hacía Walter era bueno y se regocijó. Pero el humilde Walter no estaba tan convencido: "No siempre la felicidad estará en lo que hagas sino en lo que no dejes hacer" le explicó el Señor. Y aunque Walter entendía eso a medias el Señor vio que era cada vez mejor en lo suyo: no dejar que los otros pudieran. Sin embargo, lo vio tan lleno de virtudes que --porque lo amaba-- no quiso hacerlo perfecto sino dejarle siempre un margen, una limitación, que debiera superar para evitar la soberbia. Entonces le dijo: "Walter, no te la haré fácil: no serás diestro sino siniestro. Pero te bastará". Y Walter no entendía muy bien por qué, pero así fue, pues con su costado siniestro le bastaba para quitar y pasar la pelota y ser jugador de primera y seleccionado juvenil. Y estaba todo bien, siniestramente bien.

Samuel II, Sub.
Y entonces el Señor decidió ir un poco más lejos y le dijo: "Walter, tú eres Walter Luján pero dejarás de serlo, pues tu destino --te lo digo Yo, que sé de estas cosas-- no está asociado a los baratos (y Yo mismo me perdone) avatares mitológicos de los apéndices menos confiables del Tomo Segundo de mis Obras Completas sino a la letra grabada en la piedra del Antiguo. Serás Samuel de aquí en más, Walter Samuel, y agarrate fuerte, porque todo será extremo para ti y recorrerás el mundo y estarás hecho para grandes desafíos". Y aunque Walter no entendía muy bien la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento sí sabía que no era lo mismo Rosario que Malasia. Y aceptó y quiso ser Samuel a toda costa y asumió nombre y apellido y fue y vino siempre eximio en el quite y el siniestro cierre. Y el Señor vio que Samuel estaba listo y le dijo: "Dejarás todo --el barrio y La Lepra-- y bajarás a la Ciudad a mostrar humildemente lo que sabes. Y tu santuario será la Bombonera y convocarás a multitudes que te amarán, siempre callado y sereno y cuidadoso". Y Samuel aceptó su destino, bajó a la Ciudad y se instaló en el Fondo y clausuró su sector, y se dejó la barba candado. Y todo estaba bien, siniestramente bien.

Samuel III, Lib.
Y el Señor --al que no hay perfección que le venga bien-- decidió ir un poco más lejos aún y le dijo entonces a Samuel: "Ya sé que me contradigo, pero como soy infinito encierro en mí todas las posibilidades. Por eso, ahora te digo, hijo mío, que no sólo de la marca vive el hombre ni sólo con quite y pelotazo se gana la Gloria. Así, te digo ahora que no sólo has de impedir que otros hagan sino que ha llegado el momento de que seas tú el que convierta. Ve hacia arriba y adelante que yo estaré contigo en las alturas". Y Samuel obediente, callado y siniestramente decidido, empezó a ir. Y así llegó y convirtió en el torneo local y cada vez con más fe, iba y seguía yendo. Hasta que una oscura tarde en el Azteca, en las Alturas de México, en la hora final, cuando caía la ominosa sombra de la derrota inminente y el sueño de la Copa se desvanecía, Walter Samuel --que ya había ido mil veces-- fue por última vez, clamó al Señor y el Señor lo escuchó: "Salta, que yo estaré contigo en las alturas". Y Samuel saltó y puso el parietal siniestro y fue la mejor y más milagrosa parábola del Señor: gol y a la final. Y Samuel fue campeón de la Libertadores. Y todo estaba bien, siniestramente demasiado bien: sin saberlo, había llegado al techo, saturado los dones.

Samuel IV, Elim.
Pero el Señor no había dicho aún su última palabra. Y, pasado un tiempo, concedió a Samuel mayores recompensas, que él recibió con humildad, con callada sobriedad y tímida desconfianza: sin embargo, intuía que aquello ya era mucho. Así, el insospechable Samuel fue jugador de la Selección sin ruido y sin pedirlo demasiado. Y le fue bien, claro. Y no sólo eso, porque un día el Señor lo llamó con la voz finita que utiliza para dar sus noticias más ambiguas e imprevistas y le dijo: "Hijo mío, hay algo más reservado para ti: ahora irás a Roma". Y Samuel, como siempre, no cuestionó la voluntad del Señor pero sintió que algo había cambiado y que --sin saber demasiado de esas cosas-- volvía a estar en el ámbito del Segundo Tomo de las Obras Completas del Señor: Roma era la heredera capital del Nuevo Testamento. Tendría la oportunidad de comprobarlo.
Y así llegó la noche de las Eliminatorias, la última, esta semana en el Monumental. Fiesta anticipada y oportunidad de una nueva epifanía. Incluso todo volvía a repetirse: las circunstancias extremas, la necesidad de convertir, la presión última y la guillotina de la hora. Y Samuel, el mejor del fondo, fue al frente --"Ya has hecho lo tuyo defendiendo, ahora ve a definir" sintió en la nuca--, fue a buscar el gol. Y la Oportunidad llegó: no por arriba, como cuando el Señor lo levantaba; no por izquierda como siempre, siniestramente, había sido. Le vino diestra. Y en ese instante el elegido del Señor escuchó clarito la admonición del Maestro en su versión futbolera: "Que tu pierna izquierda no sepa nunca lo que hace tu pierna derecha..." Y Samuel, manso una vez más, obedeció. No supo, no pudo. No. Simplemente no. La culpa siniestra le pasaba la Cuenta.

REP

 

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