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El santo equilibrio

Por Alfredo Grieco y Bavio

Un imposible camino medio entre reacción y revolución parece haber sido la apuesta de Juan Pablo II al beatificar a dos pontífices considerados contradictorios, el ultramontano Pío IX y el conciliador Juan XXIII. Pero los obstáculos que Pío IX puso al ecumenismo siguen en pie, a pesar de los esfuerzos que cien años más tarde hicieron Juan XXIII y Paulo VI por superarlos. El entero pontificado de Pío Nono quedó marcado por su cerrado rechazo a las transformaciones que trajo el revolucionario año 1848. El Papa se encerró en el Vaticano, donde recibía la muestras de reverencia de los soberanos católicos (incluyendo regalos del argentino Juan Manuel de Rosas). Desde su encierro, fortaleció su poder espiritual, como contrapartida por el temporal que había perdido junto con el reino de Roma en los procesos que llevaron a la unificación italiana. Este fortalecimiento culminó con la doctrina infalibilista. En el Concilio Vaticano I reunido en 1870, Pío IX hizo proclamar el dogma de la infalibilidad papal. Desde entonces, la mayoría de los protestantes ve como imposible el acercamiento al catolicismo y los jerarcas ortodoxos, como el ruso Alexi II, se resisten a entrevistarse personalmente con el Papa de Roma. Moscú sigue siendo en el mundo uno de los puntos no visitados aún por el Papa.
En una aseveración famosa, o por lo menos rotunda, Simone de Beauvoir sostenía que cuando alguien dice que no es de izquierda ni de derecha, es de derecha. Y a pesar de los numerosos gestos de acercamiento a la modernidad multiplicados, el catolicismo polaco de Karol Wojtyla sigue más próximo al fortalecimiento de la autoridad tradicional de la Iglesia y a su intromisión en las decisiones de las sociedades que a limitar la libertad religiosa al derecho de cada cual de practicar la religión que elija. O de no practicar ninguna.


 

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