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panorama politico
Por J. M. Pasquini Durán

CORAJE

Custodiada por 47 mil policías, la pomposa Cumbre del Milenio en la sede neoyorquina de Naciones Unidas reunió a 130 jefes gubernamentales para una maratón retórica en la que cada uno recorrió en cinco minutos el repertorio habitual de sus argumentos particulares. Aparte del valor que tenga para cada participante la oportunidad de los recíprocos contactos personales, desde el saliente Bill Clinton hasta el permanente Fidel Castro, ninguno desbordó los previsibles límites de sus discursos convencionales, por lo que vale sospechar que las consecuencias prácticas serán mínimas o nulas. Por lo menos, para las abismales angustias de un mundo que soporta que la mitad de los niños del mundo sufra desnutrición y que haya 55 mil nuevos pobres por día mientras la riqueza se quintuplicó en los últimos treinta años para beneficio exclusivo de la quinta parte de la población planetaria, que dispone del 80 por ciento de los recursos. La voluntad política sigue sin alcanzar la estatura de la globalización económica, que decide sobre la suerte de las naciones y las personas mediante la primitiva regla de doblegar al débil con la ley del más fuerte. 
Vaya consuelo el mal de muchos. Peor aún si, como en Argentina, la política no sólo vuela bajo sino que en algunos tramos se arrastra. �El Senado debería recordar que su gloria es la gloria de su pueblo�, declaró ayer Estanislao Karlic, titular de la Conferencia Episcopal, horas antes de anunciar las ocho confesiones sobre las culpas de su iglesia, después de pedirles a los legisladores un �examen de conciencia�. El recordatorio y la solicitud de examen, por ahora, no fueron recibidos por los destinatarios. La mayoría del Senado está desperdiciando la oportunidad de elevarse en gloria y, en vez de examinar su conciencia, trata de zafar del apuro con el menor costo. Si es posible, algunos quieren exprimir del bochorno algún rédito político personal. 
Sumergidos por completo en el microclima artificial de los viejos hábitos partidarios, piensan que la indignación pública dejará de arder apenas la distraiga un nuevo escándalo en otra parte. Con desenfado, el ex presidente Carlos Menem expuso en voz alta el sentimiento de tantos políticos que viven sus tareas con espíritu de corporación medieval. �Lo que habría que eliminar es la vicepresidencia de la Nación, por inútil�, explicó entre risas, satisfecho de disparar contra una de sus pesadillas inolvidables, el Chacho Alvarez. No piensan diferente los radicales que preparan una cena de desagravio para Raúl Galván, el riojano que se asoció con Eduardo Menem y Jorge Yoma en una parodia de renuncia ante la Legislatura provincial que, como era de esperar, los ratificó sin darles tiempo a cumplir con el protocolo mínimo. Los desagraviantes de Galván tampoco van a esperar el fallo judicial, si las autoridades de la UCR no les enfrían el entusiasmo. ¿Los detendrán? Quién sabe, porque aquí hay más sustancia en juego que la investigación sobre coimas, una entre tantas sospechadas, puesto que se refiere a la calidad misma de la política. 
Es un interrogante que cabe también para la opinión ciudadana, no sólo para sus representantes. No hay dudas sobre el juicio y la condena sociales a la corrupción política, pero estos son sentimientos que existían desde antes del actual caso de soborno. Es cierto, además, que en la actualidad existe una hipersensibilidad sobre el enriquecimiento ilícito, debido a que hay tantos millones de compatriotas sufriendo incontables desdichas. El delito de cohecho es, por definición, un agravio al honor público y al esfuerzo de tantos, pero, en estas condiciones, es además una arrogante injusticia y una frivolidad perversa. También es cierto que la corrupción generalizada es una derivación maligna del vaciamiento de la política por el capitalismo salvaje. El �pensamiento único� o �modelo� generan prácticas viciosas que cubren un amplio arco enterritorios e ideologías, que va desde un legislador municipal de cualquiera de los tres partidos más votados en Argentina hasta el primer ministro liberal de Japón o el democristiano Helmut Kohl que dirigió la reunificación alemana, en una lista muy larga. Otra vez, mal de muchos es consuelo de tontos.
La cuestión central radica en la capacidad de cada sociedad para expulsar a los corruptos, de enjuiciarlos y condenarlos y de remover los modos de hacer política, desde el financiamiento clandestino de los partidos hasta el control independiente de los poderes republicanos, que hacen más fáciles las transacciones ilegales. Esta es una oportunidad para convertir el bochorno de un cuerpo legislativo en el primer paso decente para modificar los métodos y las normas, con décadas de antigüedad, arrancándolos de raíz. La tarea es demasiado grande para dejarla en manos de las corporaciones políticas o de jueces sospechados por motivos valederos. Hay demasiada impunidad acumulada en esos niveles para confiarles la guardia de las virtudes públicas. Encima, al igual que los militares en su momento, los senadores están mostrándose incapaces para depurar sus propias filas con la determinación que la situación demanda. Si hasta hoy no han sido capaces de contestar la simple pregunta: ¿Quién cobró y quién pagó?, y no ha sido por escasez de tiempo sino por falta de coraje cívico, con las debidas excepciones. 
Han ido más lejos todavía y en tren de renovar complicidades han mostrado su desaprensión por la calidad de su principal producto, las leyes que organizan la convivencia de esta sociedad. Para pretextar inocencia, Ramón Ortega declaró que votaron la reforma laboral a sabiendas de que era un híbrido inútil, con el único propósito de sacarse de encima la mayor responsabilidad por el desempleo. En pocas horas, esta semana los senadores aprobaron la ley de la emergencia financiera y la que castiga la evasión fiscal, cajoneadas durante meses con fútiles pretextos, con la evidente intención de calmar al gobierno y sin ningún interés verdadero por su utilidad social. El sueño de un pacto de impunidad recíproca sobrevuela esa diligencia apresurada. Con la colaboración de diputados, aprobaron una reglamentación sobre los propios fueros, apurados por la necesidad de cumplir con el trámite judicial pero sin que ninguno pierda la poltrona hasta que alguien pueda llegar a la plena prueba. Algo tuvieron que ceder antes de perderlo todo. Para juzgar sus alcances, sin repentinos entusiasmos, hay que ponerlo al trasluz de los tribunales que tienen que aprovechar esas nuevas reglas, pero son los mismos en los que confiaba el menemismo cada vez que defendía a sus conmilitones, los mismos que restituyeron la banca a Eduardo Angeloz por falta de pruebas suficientes. En algún momento, el propio Menem declaró a las obras de Yacyretá como el monumento nacional a la corrupción y, sin embargo, ¿cuántos administradores de esa gestión han sido enjuiciados y condenados?
Para destejer la ceñida trama que protege a los truhanes es preciso que los ciudadanos se involucren en el esfuerzo y presionen, como puedan, para que sus representantes o emisarios de todo nivel sientan el acoso de la honradez. �Tenemos el deber de acordarnos ante Ti de todo lo que duele�, dijeron los obispos en sus confesiones de anoche y el mensaje es válido aun para los que no creen. La buena memoria no sirve si no sirve para alimentar la acción. A diez años del asesinato de su niña, los padres de María Soledad Morales continúan reclamando el castigo para los encubridores y tienen razón, no sólo porque merecen justicia sino porque detrás del crimen quedó impune una cierta concepción del poder, aberrante y corruptora, que quiso ignorar el sentimiento nacional de repudio. ¿Olvidó a Cabezas? ¿A los muertos de la AMIA? ¿A los bebés nacidos en cautiverio? ¿A los 90.000 millones de dólares fugados al exterior o a los 25.000 millones que se evaden del fisco? ¿Al 40 por ciento de los trabajadores en negro? Pensándolo bien, cada uno podrá descubrir que esos hechos, aislados en apariencia, aI igual que tanto más �que duele�, forman parte de una masa viscosa donde se mezclan la corrupción, la impunidad, la impotencia institucional y, en definitiva, la desigualdad ante la ley que condena a los desvalidos y ampara a los poderosos. Los que tratan de reducir esto a manipulaciones mediáticas, a maniobras internas en un partido o en una alianza, a las ambiciones personales de los que aprovechan la desgracia ajena para llevar agua al propio molino, para justificar su descompromiso, su pasividad o su indiferencia, están coimeando sus conciencias con un puñado de argumentos mezquinos y de razones mediocres. La decadencia nunca termina si nadie la detiene.


 

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