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el Kiosco de Página/12

BRONCES

Por Juan Sasturain

La mañana del domingo, tranquila y en casa, sin los muchachos, solos los dos. Ella, la mujer de Wilson, no había notado nada raro en los preparativos del viaje de los pibes que ya no lo eran. Cada tanto –como cumpliendo un precepto o respondiendo a un llamado de celo futbolero– los mellizos Pedro y Virgilio se iban un fin de semana a Montevideo a ver a Peñarol. Así de simple. Sacaban las camisetas del fondo del cajón, la bandera cada vez más deshilachada, y se iban derecho al Centenario como si siguieran viviendo a cinco cuadras y no tuvieran un río, el más ancho del mundo, de por medio. A veces la vieja protestaba por el gasto, pero ahora los dos repetidos grandulones laburaban y ella se había acostumbrado a ese ejercicio de fidelidad apasionada que Pedro y Virgilio renovaban cada vez con más entusiasmo que el pasaporte.
Una mañana de domingo tranquila, entonces, para tomar mate en el patio, ella y Wilson. Y sin embargo, hubo un detalle que desencadenó el desastre.
La mujer de Wilson salió de la cocina con el termo, el mate y la yerba en delicado equilibrio. En ese momento se cruzó el gato, ella vaciló y se le cayó la bombilla. Se agachó a recogerla. Fue ahí. Imperceptible, como un caminito de hormigas o menos que eso, corría un fino hilo de agua. Atravesaba el patio de norte a sur, pasaba frente a la puerta de la cocina viboreando entre las junturas del damero blanco y negro para terminar en la rejilla pegada al lavadero. Y ella lo descubrió.
Si Wilson, relajado, perdido en el suplemento deportivo, hubiera sospechado lo que se venía, algo hubiera hecho para disuadirla. Pero no sabía, no podía sospechar que sus hijos habían llegado tan lejos. Fue la gota –o el chorrito, en este caso– que desbordó el vaso, que puso en evidencia el desatino.
Así, con la inevitabilidad que acompaña a las verdaderas tragedias, la mujer de Wilson dejó el termo y los enseres del mate junto a su distraído marido, siguió el camino del agua en sentido inverso a la corriente y llegó al fondo del patio y de la cuestión: el hilo de agua fluía de ese lugar musgoso de la pared, entre las macetas, junto a la manguera enrollada e inútil, donde ahora había un corcho envuelto en trapos que maltapaba el caño. No lo pudo creer. Y ella, que jamás levantaba la voz ni soltaba un insulto dijo, contra el aire limpio y sereno de la mañana porteña:
–¿Quién fue el hijo de puta que sacó la canilla del patio?
Wilson levantó la mirada del suplemento deportivo y mientras improvisaba una poco convincente cara de poker, en un relámpago comprendió que todo estaba perdido.
–No sé qué... –insinuó, sin embargo.
Pero no pudo seguir.
–Fueron ellos –gritó ella.
Wilson sabía que la mirada de su mujer era demasiado para él. No podía mentirle. Y en el cruce de lealtades que se produjo en su espíritu en ese instante hubo una colisión, un choque del que el único muerto o malherido, lo supo, sería él.
–Wilson, no puedo creer que nuestros hijos hayan sido tan animales.
–Son chicos, vos sabés lo que significa para ellos...
–Qué chicos... Vos tenés la culpa, los enfermaste desde botijas para que ahora lleguen a esto.
Wilson asintió: –Tenés razón, pero calmate –suspiró–. Mañana compramos una nueva, de acero inoxidable. Es nada más que una canilla, un cachito de bronce. Si fueras hincha de Peñarol, entenderías lo que significa Bengoechea: hacerle un monumento es poco para todo lo que nos ha dado el profesor. Cinco campeonatos en los últimos años. La idea de la estatua de bronce...
–No lo puedo creer... –decía ella sin oírlo ya–. Juntar bronce para el monumento a un jugador de fútbol... Si al menos fuera Gardel...
–No entendés: Peñarol es así, vieja. Es lo más grande... –y Wilson bajó el diario, le explicó buscando un ejemplo extremo, como si fuera posible definir la pasión agradecida–. ¿Sabés que el pibe Winants, el ciclista que ganó la medalla de plata en los Juegos, dijo que si se hubiera sacado la de bronce la donaba para el monumento a Pablito Bengoechea..?
Y la mujer de Wilson, la madre de los mellizos Pedro y Virgilio, la que se secaba desde hace décadas la cara con toallas aurinegras, acostumbrada a convivir con la pasión futbolera, creyó en ese momento que había oído demasiado, tocado fondo. Se llevó la punta del delantal a los ojos y entró llorando a la cocina.
Wilson suspiró. Se venían horas, días difíciles.
Ella todavía no había registrado, a esa altura, lo de los herrajes de la cómoda vieja; estaba arrumbada en el cuartito del fondo y desde que sacaron una mesa y unas sillas para poblarle la pieza a la última prima que había llegado de Maldonado, nadie había ido al fondo a revolver los muebles. Y de la vieja araña del comedor, ni hablar. Podrían haber pasado años sin que su mujer se diera cuenta del crimen, pero ahora... La vetusta de doce luces había quedado anclada sobre el placar envuelta en el mismo papel de diario –un ejemplar de El País del día anterior a la mudanza, 4 de abril de 1994– con que había cruzado el charco. Siete años juntando tierra argentina para terminar así... En el fondo era una manera gloriosa de volver, de regresar a Montevideo. Claro que ése no era un argumento que se pudiera usar con la vieja, pensó Wilson.
En ese momento crecieron los gritos desde la cocina y comprendió ya era tarde para arreglar nada, ni siquiera para avisarles a los botijas que no dejaran la araña, que se quedaran unos días más en Montevideo, que no se tomaran el primer vomitivo aliscafo de la mañana del lunes para regresar al infierno tan temido.


REP

 

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