Por Claudio Uriarte
Ninguna práctica estética musical lleva más directamente a ese oxímoron emocional denominado �vergüenza ajena� como el intento de �dignificar� o �elevar� los géneros populares por medio de su cruce con lo clásico, o de divulgar lo clásico maquillándolo de popular: Plácido Domingo cantando tangos �en el primer caso�, o Emerson, Lake & Palmer ensayando su propia versión de Cuadros de una exposición de Mussorgsky �en el segundo�. Por lo general, el resultado final de estos setentistas equivalentes musicales del keynesianismo, la acción afirmativa y las cuotas raciales y sexuales para estimular la movilidad social y el progreso de las minorías suele obrar en detrimento de ambos géneros: lo popular suena envarado, solemne y fuera de lugar cuando detrás de la voz desgarrada del Camarón de la Isla se escucha la sedosa tersura de las cuerdas orquestales de Londres; lo clásico suena truncado cuando los compases iniciales de la Quinta Sinfonía de Beethoven se quedan sin desarrollo y son seguidos por una divagación pop sin mayor relación con lo que ha venido antes.
Es un síntoma: operaciones como éstas son caras al medio pelo intelectual, esa clase media de las esencias que se siente más cómoda si la música que le gusta tiene el decorado del Colón, o si la música del Colón es �bajada� a una instrumentación más popular y comprensible: la polifonía de Bach por los desaguaderos electrónicos del sintetizador de Wendy Carlos, por ejemplo, o por las voces democráticamente humanas de los Swingle Singers. Pero el producto final es paradójico, porque la operación de movilidad social intentada queda estancada en una especie de purgatorio kitsch: ni lo clásico redime al infierno ni lo popular asciende a los cielos, por la simple razón de que infierno y paraíso no existen, y cada género vive y gana sólo dentro de sus códigos.
Por eso, este disco hizo temer lo peor. Teniendo en cuenta que Rick Wakeman había integrado protagónicamente el llamado �rock sinfónico�, podía esperarse uno de esos travestismos pretenciosos y fetichistas que creen poder contagiarse de la trascendencia de la alta música copiando sus fachadas exteriores, como la instrumentación y cierta noción de solemnidad. Pero no: Retorno al centro de la Tierra no es una mediopelada pretenciosa sino un éxito dentro de su propio código; la Sinfónica y el Coro de Cámara de Londres se integran con fluidez al entramado de teclados, guitarras eléctricas, percusión y solistas pop de la partitura, sin que orquesta ni coro parezcan un intento de �dignificar� un material musical inferior sino partes integrantes en pleno derecho del proyecto compositivo en cuestión. El resultado final es el equivalente musical de un libro de cuentos para chicos �ya que hay incluso un narrador�, o de una buena película de aventuras �el estilo de cuyas bandas sonoras (especialmente las de Vangelis) ciertamente evoca�. Un mérito a tener en cuenta, en un momento en que autores pop metidos a clásicos, como Paul McCartney, se limitan a sugerir melodías que otros orquestan (o sea componen), es que en este caso Wakeman es el autor real de la partitura orquestal (además del guión, basado en Jules Verne). El eficaz grupo que secunda al tecladista está conformado por Fraser Thorneycroft Smith en guitarra (salvo en los solos de �Never Is A Long, Long Time�, una de las partes de la obra, a cargo del ex Yes Trevor Rabin), Phil Williams en bajo y Simon Hanson en batería. El narrador es Patrick Stewart, la orquesta está conducida por David Snell y el coro por Guy Prothercoe.
Esta remake orquestal de la vieja obra de Wakeman recién editada por EMI tiene algo dulce y mágico que lo emparienta con el mundo de la infancia. Es un disco ideal para regalárselo a un hijo de cinco años. Lo que no implica desmerecerlo: Wakeman es al mundo de la música lo que Harry Potter al de la literatura, lo que no es poco decir. Atacarlo desde lo clásico es tan poco pertinente como hacerlo desde el rock, porque Wakeman no intenta ninguno de los dos géneros, y también porque es debatible que el rockdetente estéticamente un estatuto superior al pop, ese ubicuo y anónimo canto del mundo donde vive y triunfa esta forma populista de narración musical.
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