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ENTREVISTA AL MUSICO ESPAÑOL ISMAEL SERRANO
“Yo canto sólo como terapia”

 

El cantautor, afín al ideario de los 70, y con buena llegada en las adolescentes, no quiere que �se hable de una juventud idiotizada�.

 

Por Fernando D’Addario

t.gif (862 bytes)  Ismael Serrano nació en la zona sur de Madrid, más precisamente en Vallecas, un barrio proletario con tradición combativa. Padre periodista, madre funcionaria pública, estudios de astrofísica (“es lo más romántico de las ciencias físicas, porque permite ahondar en los límites de la realidad”, dice, aunque reconoce un par de minutos más tarde, en la entrevista con Página/12: “aprendí más en la cafetería que en el aula”) dieron como resultado un artista difícil de definir, un poco progre, un poco ingenuo, a veces racionalista y otras, sujeto fervorosamente a los sueños. Y siempre “setentista”, pero atado a la paradoja de generar más adhesiones entre adolescentes románticas que entre jóvenes afines a su ideario político. Ismael tuvo un hit hace tres años, “Papá cuéntame otra vez”, grabado en su primer disco, Atrapados en azul, y desde entonces quedó instalado como un cantautor sensible, que deja convivir en su mundo la admiración por la iconografía progresista (subcomandante Marcos, las Madres, Cortázar, los Mapuches, etc.) y la realidad de estar jaqueado por un mercado discográfico voraz. “Un artista no tiene porqué ser un idiota, aunque te tratan de una manera en que tranquilamente puedes llegar a serlo”, reconoce el cantante.
Serrano estuvo en Buenos Aires presentando su último CD, Los paraísos desiertos, un trabajo en el que, además de revisitar la tradición cantautora mediterránea (con obvias referencias a Serrat), se anima a ensayar algunos acercamientos a lo afro (en la canción “La mujer más vieja del mundo”), a lo latino (“La casa encantada”), y hasta un levísimo toque jazzero (“Una historia de Alvite”). Pero más allá de las mezclas, de los cambios y del inevitable sabor confesional, Serrano asegura que canta “sólo como terapia, porque le tengo un miedo patológico a la soledad. No canto para cambiar el mundo, porque no soy tan vanidoso ni tan pretencioso como para pensar que una canción mía ni de otro músico puede llegar a hacer una revolución. Pero si puedo conseguir que del otro lado del océano, en Buenos Aires, haya un chaval que escuche un tema y sienta que comparte mis ilusiones, mis dudas, mis temores, con eso ya estoy hecho”.
–¿Siguen reivindicando el término “cantautor”?
–No me desagrada que digan que soy un cantautor. Si Serrat, Aute, Silvio, Woody Woothrie y Tracy Chapman lo son, cómo me va a molestar a mí que me pongan allí.
–Usted representa un ideario que tuvo mucha fuerza en los 70. ¿Qué lo diferencia de los cantautores característicos de esos tiempos, como Serrat y Silvio Rodríguez?
–A nuestra generación, que también puede englobar a Pablo Guerra, a Rosana, a la gente que escribe sus canciones, la diferencia el desencanto. Pero también, después del desencanto, trabajamos sobre una forma diferente de la esperanza. El fenómeno de los okupas, por ejemplo, no viene solo: trae aparejado la necesidad de crear centros culturales, y de generar modelos de autogestión. Además, nosotros hemos crecido escuchando a U2 y, en mi caso, a El Ultimo de la Fila y Radio Futura, y todo eso nos nutre sin que hayamos perdido el compromiso.
–De todos modos, su caso parece una rareza en estos tiempos en que se habla de una juventud desmovilizada...
–Estoy hasta los cojones de que los sociólogos que dicen entender la realidad actual hablen de una juventud idiotizada, responsabilizándola de la frivolidad y del pasatismo que gobierna a la sociedad. La juventud es muy heterogénea, no hay que olvidarse de las marchas anticapitalistas en Seattle y en Washington, llenas de jóvenes que no creen ni en los partidos políticos ni en las instituciones y que sin embargo tampoco creen esa mentira del pensamiento único o de que la historia ha terminado. Claro que también, así como hay jóvenes que tienen inquietudes, tienes enfrente a mucha gente que pasa de todo, individualista, a la que no le importa nada.
–¿No lo asusta que quizás muchos de los que consumen sus discos por algún hit aislado, pertenezcan a esa “raza” de los individualistas?
–Me sorprendería, pero de cualquier modo uno no puede hablar de su público como de un patrimonio. No tengo claro quién me escucha, y muchas veces uno canta para el que no lo escucha. Igual, comprar un disco de un cantautor denota también algún tipo de sensibilidad, aunque no haya absoluta concordancia ideológica. El chaval que se pone la remera del Che sin saber bien porqué, también está mostrando algo, que lo diferencia de la sensibilidad del que se pone la remera con la svástica aún sin haber leído Mein Kampf.
–La naturalidad con la que usted aborda ahora otros ritmos, africanos, o latinos, ¿no es una consecuencia positiva de la globalización musical?
–Claro, es lo mejor que nos deja este fenómeno que parece borrar todas las fronteras. En la música está bien superar las fronteras, porque ayuda al mestizaje cultural.
–¿Se corre el riesgo de que, como en otros órdenes, se uniformice la oferta musical y ese mestizaje se convierta en una hibridación?
–El riesgo existe, por supuesto, porque el mercado facilita determinadas pautas de consumo. El antídoto contra eso depende en este caso del artista, que es quien debe abrirse a otras culturas sin perder la propia, sin olvidarse de dónde viene. Ni la hibridación ni el purismo absoluto conducen a algo positivo.
–Con diferentes matices, tanto Sabina como usted en este disco, tienen predilección por los perdedores. ¿Esos personajes son artísticamente más interesantes?
–De lo que se trata es de dignificar al perdedor, que, como decía Benedetti, tiene una dignidad que el vencedor nunca podría alcanzar. De todos modos, en este disco tengo una visión menos épica de la derrota. Preferí bucear en luchas más anónimas, domésticas, derrotas cotidianas, batallas que terminan convirtiendo a los perdedores en especie de héroes, porque la derrota siempre es relativa.

 

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