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el Kiosco de Página/12

FAMOSOS

Por Sandra Russo

Un nuevo proletariado protonotable asoma por la pantalla desvaída, obligada al entretenimiento con fórceps. Idos ya los tiempos en los que las celebridades mostraban sus casas en las revistas de actualidad y los pobres mostraban sus miserias en los talk shows, promete florecer ahora una nueva categoría suprahumana dada en llamar “los famosos”. Los talk shows este año se volvieron psicodramas, y las revistas de actualidad ya encuentran poca gente dispuesta a abrir las puertas del dormitorio. Los que lo hicieron, todavía no renovaron la decoración.
La fama es algo etéreo que muy pocos se dan el gusto de despreciar. Es etérea porque no se materializa: circula e ilumina a veces en su peor ángulo a quien la porta, como una linterna a pilas que se gastan. La época apadrina un tipo de fama fast que se consigue yendo a comer a alguno de los siete u ocho restaurantes en los que ya se sabe que están apostados los cuatro o cinco fotógrafos que “cubren la noche” y que una vez al año descubrirán algún chisme que valdrá, más que la pena, la foto que venderán a alguna agencia. Remedos o remiendos de una dolce vita que acá transcurrió en Mau Mau y cuyos héroes y heroínas eran básicamente gente sin nada más importante que hacer, pero que al menos optaba por un estilo de vida que inventaba para matar el tiempo. Ahora son pelotones enteros de “famosos” los que toman por asalto el esparcimiento ajeno, mostrándose indefectiblemente divertidos y azarosamente chispeantes, cuando no algo bebidos, para acumular millaje televisivo.
Programas como “Teleshow” o “Versus”, “El Rayo”, “Maldito lunes” o “Circomanía”, amén de los que se dedican al chimento, crean sus propios “famosos” a fuerza de interceptar a cualquier chico o chica que haya hecho alguna vez un bolo o haya posado alguna vez para alguna producción de moda. Con carreras artísticas inexplotadas o aún inexistentes, con trayectorias invisibles, con puestos de batalla sostenidos en los pasillos de los canales o apenas habiéndose dejado ver con alguien más conocido que ellos, los “famosos” rellenan la nueva fascinación con mecanismos que los propios programas inventan para alimentar no sólo la precaria fama de los “famosos” sino además su propio status de “programa de famosos”. Los mandan en tour a esquiar o a inaugurar un spa en Mendoza o al preestreno de alguna película. Los neopersonajes adhesivos a este nuevo engranaje generador de “famosos” son los noteros, que para hacer bien su papel deben exhibir, más que solvencia, camaradería confianzuda con la troupe de “famosos”: pegarles chicles en el pelo, derramarles champagne sobre la ropa, estamparles besos en el escote o compartir algún chiste privado forma parte del sketch de cada nota, en las que casi no hay preguntas. Los “famosos” no están ahí para decir nada, porque a nadie le interesa lo que puedan decir y porque además, si hablaran, vaya uno a saber qué dirían. El engranaje supone que la pantalla invertida en ellos está justificada si, por ejemplo, se tiran en grupo a una pileta o si cantan a coro o si hacen que se sorprenden cuando son aparentemente sorprendidos.
Actores y actrices de reparto, modelos desconocidas, noteros con facilidad de palabra hueca y eso sí, indefectible dominio de inglés. Desde el estudio, conductores apelando a palabras como “espectacular”, “infaltable”, “imperdible”, “como nunca” o “fabuloso” alientan a la hinchada a hincharse de vacío. La fama antes era puro cuento. Ahora es magia: nada por aquí, y nada por allá.

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