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EL NUEVO ENSAYO POLITICO DEL POLITOLOGO JOSE NUN
El libro de la democracia

�Democracia: ¿gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?� es un libro que analiza hasta dónde es posible una democracia en el país y su relación con la igualdad y los derechos sociales.

Problema: Los derechos civiles y sociales acompañan muy incompletamente a los derechos políticos de la ciudadanía, lo cual afecta seriamente a estos últimos.

Por José Nun

t.gif (862 bytes) Al comenzar nuestra exploración recurrí a Wittgenstein, quien no sólo hizo famosos los conceptos con estructura de parecido de familia sino también la idea de que habitualmente una palabra no tiene otro significado que aquel que se desprende de su uso. En este sentido, resulta indudable que, en la práctica, el término democracia se emplea hoy en América latina para designar casi exclusivamente al gobierno de los políticos. En apariencia, en ello residiría su mayor parecido con lo que ocurre en los casos que operan como paradigmáticos. Pero es un parecido doblemente engañoso.
Ante todo, porque aquí �en la mayoría de los lugares y para una mayoría de las personas� los derechos civiles y sociales acompañan muy parcial e incompletamente a los derechos políticos de la ciudadanía, lo cual a su vez afecta seriamente a estos últimos. No es casual que el fraude (antes, durante o después de las elecciones) sea hoy un tema recurrente en muchas partes, por más que se trata de sólo una de las manifestaciones de un problema bastante más general: por un lado, la escasa o nula autonomía de la que gozan vastas franjas de votantes y, por el otro, un desarrollo incompleto y a menudo distorsionado del Estado de derecho republicano.
Ello habla de la debilidad del proceso de institucionalización del gobierno representativo, que es lo que detectan los observadores que se valen de expresiones tales como �democracias (o ciudadanías) de baja intensidad�, lúcidamente introducidas por Edelberto Torres Rivas y por Guillermo O�Donnell, cuando comprueban toda la distancia que separa a estos regímenes de los liberalismos democráticos del Primer Mundo. Es que, salvo un par de excepciones relativas, estuvo lejos de haber en América latina liberalismos firmemente institucionalistas que luego se democratizaran; y las �fallas liberales� resultantes se han visto agravadas por las desigualdades y las exclusiones que hoy acotan visible y peligrosamente el número de ciudadanos plenos. A la vez, esto mismo impidió que se difundiera esa �bonanza compensatoria� a la que hice referencia en el caso de Alemania.
Vale decir que, en los hechos, no se cumple (o se cumple mal) el criterio de �ciudadanía inclusiva� que un analista de los casos paradigmáticos tan prestigioso como Robert Dahl le fija �al gobierno de un Estado para que sea democrático�. Conforme a este criterio, �a ningún adulto que resida permanentemente en el país y esté sujeto a sus leyes le pueden ser negados los derechos de que disfruten otros�, lo cual abarca todas las �libertades y oportunidades que puedan ser necesarias para el funcionamiento efectivo de las instituciones políticas de la democracia a gran escala�. Proposición de cuño marshalliano que evoca de inmediato esa idea que hoy circula tan exiguamente entre las elites latinoamericanas: la de la democracia como gobierno del pueblo.
Hay en esto algo de aquel �sofisma del calvo� del que se ocupó hace varios siglos Diógenes Laercio. Según su argumento, en rigor de verdad no se puede saber cuándo una persona se queda calva. A nadie le pasa esto porque se le caigan un pelo o dos o tres o cuatro. Sigui-
endo la lógica de este razonamiento, dice Diógenes, una persona no sería calva mientras tuviese siquiera un pelo en la cabeza. Y, sin embargo, en un momento dado (y reconocidamente impreciso) se comienza a hablar de su calvicie.
Pues bien: ¿cuántos �no ciudadanos� o �ciudadanos semiplenos� (unos y otros en condiciones legales de ser �ciudadanos plenos�) debe haber en una democracia representativa antes de que digamos que ésta se ha quedado calva, o sea, que ha dejado de serlo? El ejemplo permite entender mejor por qué la respuesta a una pregunta así depende de la política y no de la epistemología.
Se trata de saber, en efecto, cuáles son los grados de exclusión total o parcial que una sociedad está dispuesta a tolerar. Esto depende tanto de sus tradiciones y de su cultura política como de las características de los actores que la integran y de las relaciones de fuerza que existen entre ellos en un momento determinado.
Un sociólogo a quien ya cité, Ralf Dahrendorf, escribe en relación con los países industriales: �Si permitimos que se le niegue el acceso a nuestra comunidad cívica a, digamos, un 5% de la población, no deberíamos sorprendernos de que se difundan dudas en todo el tejido social acerca de la validez de nuestros valores�. ¿Qué decir, entonces, de países como los latinoamericanos donde, según los lugares, tal porcentaje es cinco, diez o quince veces mayor?
Coincidentemente, Dominique Schnapper, una investigadora francesa, afirma que �en las sociedades democráticas ricas, los procesos de exclusión social constituyen un escándalo� porque �ponen en cuestión los valores mismos en los que se fundan el orden social y la idea de justicia que preside su organización�. ¿Por qué deberían ser menos escandalosos en las �sociedades democráticas pobres�?
Repito: en esta materia, explícita o implícitamente, trazar el límite de lo que se considera o no aceptable es siempre uno de los objetivos principales de la lucha política. Por eso expliqué páginas atrás que tanto el Estado como la ciudadanía son construcciones y aludí igualmente al papel que �para bien o para mal� siempre han jugado en esto los intelectuales. Por eso también critiqué la pasividad de aquellos pensadores latinoamericanos que, en estos años, han preferido soslayar las reflexiones a la Dahrendorf y eligieron no preguntarse si acaso por esos parajes la democracia nació calva o se está quedando calva prematuramente. Es probable (y es de esperar) que esa pasividad comience a cambiar bajo el impulso de la propia gravedad de la situación.

Lo aparente y lo real

Si la primera razón por la cual es engañoso aquel parecido de familia inmediato con los casos paradigmáticos (me refiero a la común aceptación de la democracia como el gobierno de los políticos) concierne a su carácter más aparente que real, la segunda tiene que ver con el efecto de ocultamiento que produce respecto de un parecido mucho más profundo. Y es que nuestros regímenes democráticos son claros herederos de la visión del gobierno representativo que consagró la Constitución de los Estados Unidos, la cual buscó en forma deliberada que la economía quedara a salvo de los cambios políticos.
Esto significa que, librado a sí mismo, el mecanismo del que habla Schumpeter es parte de un engranaje que funciona con mucha eficacia para perpetuar (y no para modificar sustantivamente) el orden establecido. Como consecuencia de la guerra y/o de una crisis económica de grandes proporciones es ciertamente posible que este orden se desestabilice, que aumente la manera apreciable de campo de acción del gobierno y que fuerzas transformadoras puedan ganar espacio (esto es lo que ocurrió en los países industriales durante los �treinta años gloriosos� de la posguerra). De lo contrario, no sólo las tácticas de presión de los grandes intereses sino también las divisiones y los contrapesos institucionales que han resguardado a la economía se encarga de reducir fuertemente los márgenes de maniobra de la política. (En casi todas partes, la resistencia al cambio que es típica de la estructura de los sistemas impositivos brinda un buen ejemplo de lo que sostengo, cualquiera sea el partido que llegue al poder).
Lo cual quiere decir que cuando se afianzan regímenes sociales de acumulación concentrados y excluyentes, como en general sucede hoy en América latina, la democracia representativa �entendida sólo como un mecanismo� tiende naturalmente a reproducirlos, más allá de las buenas o malas intenciones de quienes resulten electos. Se comprende así en toda su dimensión la validez de aquella enseñanza de la física que mencioné, aunque con un agregado importante: en este caso, el propio mecanismo contribuye a que se mantengan las condiciones que hacen que funcione de unmodo distinto a lo que sucede en otros lugares. Por ello acostumbran ser tan magros los resultados de las reformas republicanas que se emprenden en procura de un mejor funcionamiento de las instituciones: por un lado, chocan rápidamente con sus límites, y, por el otro, no actúan sobre lo principal.
Para seguir con la metáfora, aquí el parecido de familia profundo que menciono es responsable de que sean cada día más tenues los parecidos de familia ostensibles respecto de los casos paradigmáticos de democracias capitalistas consolidadas. En realidad, ha ocurrido una curiosa inversión de los términos, de la cual sería bueno tomar conciencia y a la que paso a referirme.

La disyuntiva de Black

Tal como ya señalé, es imposible que exista una correspondencia exacta entre una idea y sus manifestaciones históricas concretas del mismo modo que tampoco la hay entre una teoría científica y su interpretación empírica. Por eso en los años treinta el filósofo Max Black planteó una disyuntiva célebre. ¿Los contornos de una naranja o de una pelota de tenis son copias imperfectas de una forma ideal que es conocida por la geometría pura o, al revés, la geometría de las esferas provee una versión simplificada e imperfecta de las relaciones propias de una cierta clase de objetos físicos a la cual pertenecen la naranja o la pelota de tenis?
Dicho de otra manera: ¿a quién hay que culpar por la falta de correspondencia? ¿Al mundo o a la teoría? ¿A las manifestaciones históricas concretas o a la idea?
En su análisis de la democracia, Schumpeter y sus seguidores no han abrigado dudas: debe culparse a la idea. Según ellos, ésta probó ser menos rica, menos realista y menos eficaz que las manifestaciones históricas concretas que ha tenido la democracia liberal en los países capitalistas avanzados. En cambio, Marshall y muchos otros críticos de tales manifestaciones concretas han operado con el supuesto inverso, esforzándose por corregir las desviaciones de una práctica que en las sociedades de clase ha tendido constantemente a alejarse de la visión de la democracia como autogobierno colectivo.

 

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