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ESTRENOS DE LA SEMANA

“SED DE MAL”, SEGUN LA VISION ORIGINAL DE ORSON WELLES
Una obra maestra incandescente

Cuarenta años después de haber sufrido todo tipo de mutilaciones por parte de la productora Universal, vuelve uno de los clásicos del director de �El ciudadano�, en una versión fiel a la concepción de su autor. Por su parte, �Todo vale� propone una filosa reflexión sobre el poder de la mentira.

Orson Welles, en la piel del siniestro detective Hank Quinlan.

Por Luciano Monteagudo

Allá por 1958, Sed de mal significó no sólo el regreso de Orson Welles a los estudios de Hollywood (después de más de diez años de ausencia) sino también su despedida definitiva de una ciudad que antes de El ciudadano lo recibió como a un rey y luego lo trató como a un mendigo. La película fue estrenada por la compañía Universal con quince minutos menos de los que Welles había previsto originalmente, con algunas retomas agregadas por otro realizador (Harry Keller) y con un montaje de imagen y sonido que no respondía a las indicaciones que el propio Welles había estipulado en un minucioso memorándum de 58 páginas que permaneció oculto durante décadas, hasta que el crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum lo exhumó en diversas publicaciones, hacia 1992. Fue a partir de este memo que se puso en marcha esta nueva versión de Touch of Evil, editada por el especialista Walter Mürch según las instrucciones de Welles y que le devuelve a la película su estatura de obra maestra indiscutible.
El acontecimiento que representa el relanzamiento internacional de Sed de mal excede el marco de lo que habitualmente se entiende por la “restauración” de un clásico (una práctica muy común en Estados Unidos y Europa, de la cual Buenos Aires sigue estando al margen, al punto que la representación local de la distribuidora United International Pictures resolvió no re-estrenar las nuevas versiones de Vértigo y La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock). En el caso de Touch of Evil parecería más justo hablar de “renacimiento” antes que de restauración o reconstrucción, porque efectivamente hay toda una vida nueva en el film de Welles, que hasta ahora había circulado no demasiado y en diferentes versiones mutiladas.
Lo primero que advertirá cualquier espectador con un conocimiento previo de la película será el auténtico esplendor que cobra ahora el célebre, virtuoso plano secuencia inicial, brutalmente interrumpido por los títulos y abrumado por la música altisonante de Henry Mancini en la versión del estudio. Este tour de force es crucial para el film, no sólo porque aquí Welles pone de manifiesto el placer que le deparaba volver a trabajar con todas las posibilidades técnicas que solamente podía disponer en Hollywood sino también porque –de una manera muy musical, como si se tratara de la exposición de un leitmotiv– el gran Orson es capaz de sintetizar el destino trágico, el fatum que arrastrará a todos y cada uno de los personajes de este film noir fuera de serie.
El propio Peter Bogdanovich, todo un exégeta de la obra de Welles, reconocía que –aún en la versión del estudio– era más fácil abandonarse al increíble fluir formal del film que seguir la complejidad de su trama, pero en todo caso esa trama ahora, en la nueva versión, se hace más transparente sin perder su complejidad intrínseca, que tiene sobre todo un carácter moral. ¿Qué otra cosa si no representa ese pueblo de frontera en el que transcurre todo el film que la frontera moral que los personajes no pueden dejar de cruzar? En el caso del detective Quinlan (quizás el mejor trabajo como actor de Orson Welles, con la sola excepción del Harry Limede El tercer hombre), la ruina física del hombre, su suciedad, su abandono, dice mucho acerca de sus otras ruindades y excesos. Pero aún así, y a pesar de que, por norma, prefiere ajusticiar él mismo a un sospechoso antes que someterlo a la Justicia, Quinlan es un monstruo fascinante, como tantos otros a los que Welles le puso su cuerpo, empezando por el todopoderoso Kane, por supuesto, y siguiendo por el sangriento Macbeth, el inescrutable Arkadin y el abominable Harry Lime. Esa fascinación tiene que ver con el costado inexorablemente humano de Quinlan, con ese ayer sufrido y heroico que admira su triste lugarteniente Menzies (Joseph Calleia), pero sobre todo con el amor vencido, final que siente por la prostituta Tanya (soberbia aparición de Marlene Dietrich), que no puede dejar de recordarle que él ya no tiene futuro sino sólo pasado.
Por el contrario, el mexicano Vargas (Charlton Heston) es un policía joven, recto, recién casado (con una Janet Leigh que, en la ahora extendida escena del motel, prefigura su destino en Psicosis, de Hitchcock) y con todo un camino por delante. Pero esa integridad de la que Vargas, con su gesto altivo, parece vanagloriarse, se verá comprometida cuando no le quede más remedio que revolcarse en el barro al que lo empuja una realidad regida por el crimen y la mendacidad, pero sobre todo por la traición.
Todos en Sed de mal parecen traicionar o traicionarse a sí mismos y se diría que allí está, esencialmente, el contenido trágico del film, uno de los más barrocos y sofisticados en toda la obra de Welles. Para quienes nunca lo vieron, será sin duda una revelación, a la altura de cualesquiera de los mejores films contemporáneos, y para quienes ya lo conocen es la oportunidad no sólo de encontrarse con el film que había soñado Welles sino también de ver su glorioso blanco y negro (la fotografía de Russell Metty es impresionante) tal como se debe, en la generosa pantalla de un cine y no en el cuadrado mezquino del televisor.

 


 

“EL TERCER MILAGRO”, DE AGNIESZKA HOLLAND
La fe como materia de un thriller

Por H. B.

Una asociación inicial con el eminente Andrzej Wajda (los guiones de Sin anestesia, Danton y Los poseídos) y un par de dramas de fondo bélico, no carentes de interés (Cosecha amarga, 1986, y Europa, Europa, 1990), dieron, años atrás, cierto aura de prestigio a la realizadora polaca Agnieszka Holland. Quien observara con más atención habría visto asomar, entre las dos últimas, un thriller político más bien elemental (Complot contra la libertad, 1988), anticipo de que la carrera de la Holland tal vez no siguiera un curso ascendente. Tras varios híbridos de qualité que la fueron arrimando de Europa a Estados Unidos (Eclipse total, El jardín secreto, Washington Square), el milagro de su resurrección no se produjo, y en su lugar llega la producción estadounidense El tercer milagro, que no ingresa en la categoría de bochorno, pero por momentos la roza.
Si Complot contra la libertad narraba el martirio de un cura polaco, disidente ejemplar frente al régimen comunista, en El tercer milagro Holland vuelve a poner en el centro la cuestión religiosa, pero ahora desde otra perspectiva. Producida por el mismísimo Francis Coppola, la cosa empieza como una versión seria del pastiche de terror Estigma. Una niña de un barrio humilde de Chicago habría sanado de una grave enfermedad cutánea gracias a las lágrimas de sangre vertidas por la imagen de una santa. Cierta mujer de origen centroeuropeo, dedicada a obras de caridad (Barbara Sukowa, que aparece aquí sólo en formato de video), sería la responsable del inexplicable acontecimiento. Apodado el asesino de milagros por su habilidad en desenmascarar supercherías, el padre Frank Shore (Ed Harris) es sin duda el hombre ideal para investigar el asunto.
El guión de El tercer milagro imbrica, con eficacia durante su primera mitad, un drama de conciencia (el hombre de Dios que duda de su fe) en el contexto de un thriller sobrenatural. Holland intercala dos series de flashbacks en medio del relato. Una de ellas narra el bombardeo de una aldea eslovaca durante la Segunda Guerra, crucial para la resolución del enigma. La otra, el episodio que dio origen a la crisis de fe del padre Shore. La realizadora demuestra en esos tramos que puede filmar con fineza, y logra mantener tensa la cuerda que va de la revelación al escepticismo. La aparición de la rubia Anne Heche, aquí pálida, pragmática y pelirroja, introduce una buena dosis de soltura, pero lleva en sí el primer germen de descomposición del film, en tanto el papel que el guión le destina es el de enamorar al párroco, porque sí no más.
Angustiado, Ed Harris parece más un boxeador furioso que el sujeto de dudas metafísicas. Todo terminará de irse al demonio (si se permite el término) cuando llegue el malo de la película, un arzobispo alemán encarnado por Armin Mueller-Stahl, que remacha con un verdadero tumulto gesticulador su papel de dignatario reaccionario. A esa altura, el misterio de la primera parte del film quedó sumido ya en una típica confrontación entre buenos y malos, en el marco de un tribunal de fe que reproduce todas y cada una de las fórmulas del film de juicio alla Hollywood. Al espectador no le queda más que cinchar por el padre Shore, que de asesino de milagros pasó, por obra y gracia del guión, a fanático santificador.

 


 

Hubo un tiempo que fue hermoso

 

Por Horacio Bernades

Aunque haya leído Huckleberry Finn más de una docena de veces, Karchy Jonas, que anhela ser escritor algún día, deberá vivir su propia iniciación, descubrir el mundo y hacerse adulto. Es justamente a partir de la novela de Mark Twain que la cultura estadounidense adopta, una y otra vez, el relato de iniciación como módulo ideal para narrar una caída de la inocencia que, con frecuencia, va más allá de la de un personaje individual. Karchy Jonas es el Huck de Todo vale, y atraviesa la adolescencia a comienzos de los ‘60, justo cuando los Estados Unidos en su conjunto están por sufrir uno de los más brutales atentados a su inocencia, un día de noviembre de 1963, en la ciudad de Dallas.
Realizada hace tres años y de tardío estreno en la Argentina, Todo vale (el título original, Telling Lies in America, suena más pertinente) es un proyecto personal de Joe Eszterhas, que se hizo famoso por ser el primer guionista en cobrar un millón de dólares (por Bajos instintos) y de allí en más intentó repetir la fórmula del éxito, fracasando en películas como Jade y sobre todo la inenarrable Showgirls. En plena caída, Eszterhas debía encontrarse, sin duda, a punto de caramelo para escribir Todo vale, que tiene claros componentes autobiográficos y que el guionista produjo de su propio peculio. La acción transcurre en Cleveland, Ohio, en 1961. “A esta ciudad se la conoce como a mistake on the lake, un error sobre el lago”, comenta un viajero recién arribado.
Si algo falla en la ciudad, será justamente él quien se encargue de sacarle el jugo. Billy Magic trabaja de disc-jockey y viene huyendo de algo o de alguien. La clase de tipo que viene con sonrisa puesta y derrocha triunfo por cada poro, Billy Magic anda en Cadillac, luce sacos rojos de seda y trata a las chicas de “muñeca”. Kevin Bacon parece el actor perfecto para que detrás de tanto brillo se adivine el toque de lo siniestro. A Karchy Jonas le llevará casi toda la película darse cuenta, pero se entiende. Refugiado en América junto con su padre, Karchy es húngaro y todo en él remite a una rubia inocencia. Brad Renfro, el chico de El cliente, aparece también como una elección justa para el papel.
Inmigrante humilde a quien su padre (Maximilian Schell, algo envarado) quiere ver escalar en la escala social, Karchy es una rara avis en el ambiente exclusivísimo de un high-school local, y será el elegido por Billy Magic. Hombre de confianza o presa ideal para sus chanchullos, es cuestión que constituye el nudo mismo de Todo vale. Fotografiada en un medio tono ligeramente sombrío que le sienta como un guante, el realizador Guy Ferland narra su historia en clave asordinada, sin exagerar con la reconstrucción de época y eludiendo con convicción grandes gestos dramáticos. Entre inevitables jopos y gomina, Todo vale hace del disc-jockey (como en American Graffiti y Calles de fuego, otros films que comparten la misma época) una figura crucial. Lo que en verdad eran, en plena explosión del rock and roll y rhythm’n’blues.
Pero Billy Magic es también adecuada representación del mercantilismo naciente, cuando los derechos de autor podían volver a alguien rico de la noche a la mañana y cundían enjuagues por izquierda entre sellosdiscográficos y figurones de la radio. Acierta Eszterhas en ciertas elecciones cruciales. Que la palabra truth (verdad) sea la que más problemas de pronunciación le da al chico húngaro, es un hallazgo. Que logre pronunciarla justo en el momento en que opta por la mentira, y que lo haga en el marco de esa representación de la democracia que es todo tribunal, constituye sin duda un remate redondo. Que sea la figura del prócer máximo de la nación la que sintetice finalmente un ambiguo juego de pares entre verdad y mentira, honestidad y engaño, le da a la historia una amplia proyección. Tiende al simplismo, en cambio, la oposición entre dos figuras paternas (uno demasiado malo, el otro excesivamente bueno), como opción de hierro para el muchacho, que elegirá de allí en más un camino obviamente rectilíneo.

 

 

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