Por Fernando DAddario
En la ovación que el
público del Gran Rex le prodigó a Ibrahim Ferrer, Omara
Portuondo y Rubén González al término del concierto
se podía entrever algo más que reconocimiento objetivo a
un trabajo interpretativo impecable: se vislumbraba, también, esa
clase de gratitud que se le dispensa al abuelito piola y que fluctúa
oscilando hacia uno u otro lugar, según los casos entre
la admiración y la piedad. En ese aplauso sincero, despojado de
minucias valorativas, estaba alojado el agradecimiento a esos viejitos
entrañables, por el solo hecho de estar allí. Les agradecían
la certeza de saberse exitosos a la edad en que ya no se espera el éxito,
y el sueño realizado de estar terminando la vida con el leit motiv
que le dio sustento y justificación: la música.
Esa sensación de autohomenaje montado con extras de fidelidad incondicional
(la gente) sobrevoló las dos horas y pico de recital, cada vez
que los aplausos, merecidos, premiaban más una actitud (un paso
de baile a los 80 años, una pose sensual en una señora de
70, etcétera) que la exquisitez rítmica de un chachachá
o un son montuno. Una secuencia de escenas podría sintetizar el
espíritu de cariño misericordioso que invadió el
Gran Rex: Rubén González apareció en el escenario
llevado del hombro por el presentador oficial de la orquesta, quien literalmente
lo sentó frente al piano, le levantó su brazo derecho para
que saludara al público y, después de haber tocado cinco
temas, le avisó al oído que su set había finalizado,
lo tomó del brazo y se lo llevó. Las paredes del teatro
temblaban por los aplausos. Y ese hombrecito que lucía apagado,
ajeno -física y mentalmente a la locura provocada por el
Buena Vista, sólo había podido conectarse con la realidad
(su realidad) cuando tocó al piano sus guajiras, con un swing único
y sorprendente. Una big band de virtuosos le ofrecía algo así
como una apoyatura logística, que consistía en adornar la
sencillez interpretativa de González. Cachaíto López
(contrabajo) y Luis Guajiro Mirabal (trompeta), ambos presentes en la
película de Wim Wenders, obtuvieron su merecida ración proporcional
de cariño.
El recital se sostuvo por la variedad estilística de los intérpretes
estrella, a pesar (o gracias a) de la homogeneidad del soporte sonoro:
el sobrio arsenal contrapuntístico de González, la pose
de madonna brava de Portuondo, que le dio un plus de fuerza a canciones
de por sí ganadoras, como Veinte años (que aún
estando incluida en el disco original de Buena Vista Social Club, no pudo
ser coreada con fidelidad por el público) y Quizás,
quizás; y la pícara ingenuidad de Ferrer, el más
piola y querible de todos, que con solo revisitar algunas
de sus páginas más bonitas (El cuarto de Tula,
Qué bueno baila usted y la conmovedora Dos gardenias,
esta última con González) y desplegar sus tics de hombre
del oriente cubano, garantizaba el disfrute generalizado. Cada uno con
sus características: un músico refinado, formado en el tráfico
de influencias con el jazz (González), una mujer que sabe aprovechar
su pasado como bailarina y cantante en el cabaret Tropicana (Portuondo)
y un guajiro encantador (Ferrer), tamizados todos ellos por el efecto
envolvente del producto Buena Vista, vendido con moñito
y todo.
Habrá que ver hasta cuánto puede esta troupe seguir desplegando
sus talentos sin saturar los oídos siempre volubles del público.
Sería de esperar que fuese el azar biológico el que marcara
el alcance temporal de este fenómeno atípico. Mientras,
la generación (musicalmente) olvidada continuará disfrutando
de este reconocimiento tardío, y la nueva legión de cubanófilos
(sin banderas del Che Guevara ni devoción salsera made inMiami)
seguirá encontrando en Buenos Aires o en Madrid, o en México,
o en Helsinki la transcripción más fiel de una Cuba
luminosa, parte de un pasado que sigue volviendo.
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