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Sobre la izquierda y las utopías

En �Tras el búho de Minerva�, el nuevo libro que publica esta semana, el politólogo y sociólogo Atilio Borón aborda nada menos que la contradicción entre democracia y capitalismo. En este fragmento, una discusión sobre cómo resistir el avance de �La máquina de crear pobres� del neoliberalismo y seguir pensando la utopía.

Por Atilio Borón

Es preciso recordar y evitar ser abrumados por la ideología dominante: nada en la historia autoriza a pensar que el neoliberalismo como fórmula económico-política de gobierno ha alcanzado una hegemonía total y definitiva. Sumergidos bajo su influencia, e impresionados por la súbita “conversión” de numerosos intelectuales –otrora críticos vehementes del capitalismo– a su credo, grandes segmentos de nuestras sociedades parecen resignados a pensar que el mundo será, de aquí en más, neoliberal hasta el fin de los tiempos. Aunque tardíamente, los mercados se habrían “cobrado su revancha” por tantas décadas de desprecio u hostilidad a manos de socialistas autoritarios (al estilo soviético), o de gobiernos cuya vacilante adhesión a las leyes del mercado terminó por arrojarlos a los brazos del keynesianismo, con su funesta secuela de intervencionismo estatal y hostigamiento a los mercados.
Sin embargo, los tiempos del neoliberalismo serán mucho más cortos de lo que se supone. Su “gran promesa” ha quedado penosamente desvirtuada por los hechos. Los datos presentados a lo largo de este libro son suficientemente elocuentes y demuestran que tanto en los capitalismos desarrollados como en la periferia la reestructuración neoliberal se hizo a expensas de los pobres y de las clases explotadas. La propiedad de los medios de producción no se “democratizó”; las desigualdades económicas y sociales no se atenuaron y la prosperidad no alcanzó a derramarse hacia abajo, como aseguraba reconfortantemente la trickle down theory.
La realidad es que las sociedades que el neoliberalismo construyó a lo largo de estos años son peores que las que las precedieron: más divididas y más injustas, y los hombres y mujeres viven bajo renovadas amenazas económicas, laborales, sociales y ecológicas. Claro está que entre el fracaso de un modelo y su reemplazo efectivo por otro hay un paso, a veces muy grande y demorado. Es más, entre ambos media un estado de toma de conciencia que aún no se ha verificado en la mayoría de las sociedades capitalistas, todavía deslumbradas con las ilusiones alimentadas por los medios de comunicación de masas controlados por capitalistas. Esa toma de conciencia, por otro lado, requiere para su concreción de la existencia de una promesa política que sea socialmente percibida como una alternativa al statu quo. El grave problema que caracteriza a nuestra época es que mientras el neoliberalismo exhibe evidentes síntomas de agotamiento, el modelo de reemplazo todavía no aparece en el horizonte de las sociedades contemporáneas. En su momento Antonio Gramsci se refirió a situaciones análogas, y a los peligros que ellas encierran, cuando llamó la atención sobre “lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no acaba de nacer”.
En este lúgubre interludio, advertía Gramsci, pueden ocurrir toda clase de fenómenos aberrantes y las patologías sociales y políticas pueden alcanzar dimensiones insospechadas. Un simple repaso de los temas de nuestro tiempo confirma la validez de este pronóstico: explosión de fundamentalismos, vigoroso resurgimiento del racismo (incluyendo la tenebrosa “limpieza étnica”), extensión de la “narcopolítica” y la corrupción, diseminación incontrolada de armas y componentes nucleares, “golpes de mercado” y auge de la especulación financiera a escala planetaria, etc. ¿Por cuánto tiempo habrá de prolongarse esta agonía? No lo sabemos. Lo que sí sabemos, y nos revitaliza en nuestras luchas, es que “históricamente, el momento de viraje de una ola es siempre una sorpresa” y que el neoliberalismo puede sucumbir mucho antes de lo esperado.
Haciendo gala de su talento de historiador, Perry Anderson planteó que las fuerzas progresistas debían extraer tres lecciones de las vicisitudes históricas del neoliberalismo. La primera aconsejaba no tener ningún temor a estar absolutamente a contracorriente del consenso político de nuestra época. Hayek y sus cófrades tuvieron el mérito de mantener sus creencias cuando el saber convencional los trataba como excéntricos o locos, y no se arredraron ante la “impopularidad” de sus posturas. Debemos hacer lomismo, pero evitando un peligro que muchas expresiones de la izquierda no supieron sortear: el autoenclaustramiento sectario, que impide al discurso crítico trascender los límites de la capilla y salir a disputar la hegemonía burguesa en la sociedad civil. La más radical oposición al neoliberalismo será inoperante si no se revisan antiguas y muy arraigadas concepciones de la izquierda en materia de lenguaje, estrategia comunicacional, inserción en las luchas sociales y en el debate ideológico-político dominante, actualización de los proyectos políticos y formas organizacionales, etc. En síntesis: estar a contracorriente no necesariamente significa “darle la espalda” a la sociedad o aislarse de ella. Volveremos sobre esto más adelante, en el capítulo siete.
Segundo, el neoliberalismo fue ideológicamente intransigente y no aceptó ninguna dilución de sus principios. Fueron su “dureza” y su radicalidad las que hicieron posible su sobrevivencia en un clima ideológico-político sumamente hostil a sus propuestas. El compromiso y la moderación sólo hubieran servido para desdibujar por completo los perfiles distintivos de su proyecto, condenándolo a la inoperancia. La izquierda debe tomar nota de esta lección, siendo consciente de que la reafirmación de los principios socialistas no nos exime de la obligación de elaborar una agenda concreta y realista de políticas e iniciativas susceptibles de ser asumidas por gobiernos posneoliberales. Hayek y los suyos tuvieron estas recetas disponibles cuando el keynesianismo daba muestras de agotamiento. Nosotros todavía no las tenemos, pero nada autoriza a pensar que los obstáculos sean insuperables. En los años precedentes fueron muchos los que dijeron que la burguesía había hallado en John M. Keynes “el Marx burgués”. Parafraseando esos dichos podría decirse que las fuerzas populares y todo el arco social condenado por los experimentos neoliberales están a la espera de la aparición del “Keynes marxista”, capaz de sintetizar la crítica al capitalismo de Karl Marx con un programa completo de política económica capaz de sacar a nuestras sociedades del marasmo en que se encuentran. La sola exposición de las lacras y la miseria producidas por el capitalismo no bastará para hallar una salida “por izquierda” a la crisis actual.
Tercera lección, no aceptar ninguna institución establecida como inmutable. La práctica histórica demostró que lo que parecía una “locura” en los años cincuenta –crear 40 millones de desocupados en la OCDE, reconcentrar ingresos, desmantelar programas sociales, privatizar el acero y el petróleo, el agua y la electricidad, las escuelas, los hospitales y hasta las cárceles– pudo ser posible y a un bajísimo costo político para los gobiernos que se empeñaron en dicha empresa. La “locura” de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar el control social de los principales procesos productivos, profundizar la democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y “utópica” que la que, en su momento, encarnó la propuesta neoliberal de Hayek y Friedman. Su triunfo demuestra la “insoportable levedad” de las instituciones aparentemente más consolidadas y de las correlaciones de fuerza supuestamente más estables y arraigadas. ¿O es que habremos de creer que, con el triunfo de la democracia liberal y el capitalismo de libre mercado, la historia ha efectivamente llegado a su fin?
Debemos, en consecuencia, ser conscientes de que un proyecto socialista, pensado de cara al siglo XXI, también es posible y que no es más utópico que el que prohijaron los neoliberales en los años de la posguerra. Ellos perseveraron y triunfaron. Si la izquierda persevera y tiene la audacia de someter a revisión sus premisas y sus teorías, su agenda y su proyecto político –tal cual lo hicieran Marx y Engels desde 1845 en adelante– también ella podrá saborear las mieles del triunfo y el más noble sueño de la humanidad podrá comenzar a cumplirse antes de lo sospechado. Una curiosa coincidencia nos permite rematar este argumento acerca del “realismo” de las utopías. Curiosa, porque se produce entre dos intelectuales que difícilmente podrían estar más enfrentados entre sí: Marx Weber y Rosa Luxemburg. Recordemos que el primero, con su habitual mezcla de desprecio e irritación por los socialistas, llegó al extremo de afirmar, según lo atestigua uno de sus más importantes estudiosos, que “Liebknecht debía estar en un manicomio y Rosa Luxemburg, en un zoológico”. En 1919, y en dura lucha contra el pesimismo y la desilusión que cundían en una Alemania derrotada y desmoralizada, Max Weber tuvo ocasión de reflexionar, probablemente sin advertirlo, sobre el papel de las utopías. Como sabemos, si había un tema muy ajeno a sus premisas epistemológicas –fundadas sobre una rígida separación entre el universo del ser y el de los valores– era precisamente la cuestión de las utopías.
Sin embargo, en La política como vocación escribió unas líneas notables en donde reconocía que “en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez” y exhortaba al mismo tiempo a soportar con audacia y lucidez la destrucción de todas las esperanzas –y, diríamos nosotros, de todas las utopías–, porque, de lo contrario, “seremos incapaces de realizar incluso aquello que hoy es posible”. Una reflexión no menos aguda había formulado –pocos meses antes, y en el mismo país– Rosa Luxemburg. En vísperas de su detención y posterior asesinato, y avizorando con su penetrante mirada el ominoso futuro que se cernía sobre Alemania y la joven república soviética, la revolucionaria polaca decía que, “cuanto más negra es la noche, más brillan las estrellas”. Lejos de extinguirse, la necesidad del socialismo se acentúa ante la densa oscuridad que el predominio del capitalismo salvaje arroja sobre nuestras sociedades. Palabras hermanadas aquellas, de dos brillantísimos intelectuales que en grados diversos coincidieron, sin embargo, en no renunciar a sus esperanzas y en negarse a capitular –Weber ante “la jaula de hierro” de la racionalidad formal del mundo moderno, Rosa ante el capitalismo y todas sus secuelas–. Sus palabras sugieren una actitud fundamental que no deberían abandonar quienes no se resignen ante un orden social intrínseca e insanablemente injusto como el capitalismo y que, pese a todo, siguen creyendo que todavía es posible construir una sociedad mejor.

 

 

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