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el Kiosco de Página/12

Bifurcaciones
Por Juan Gelman

Eran hermanos y los dos, grandes escritores. El mayor, Heinrich Mann, le llevaba cuatro años a Thomas y aunque éste no tardó en superarlo en número de lectores y consideración de la crítica, nunca dejó de sentirse el menor. La lectura de la correspondencia entre ambos muestra la irritación de Thomas ante la fertilidad temprana y rápida de Heinrich, a la que criticaba desde la ética y la estética. Hubo otros desencuentros. Al menor le molestaba que el mayor fuera políticamente incorrecto para los círculos de la alta burguesía alemana en los que Thomas se instaló luego de su casamiento. Sin poder evitar que en algún lugar lo tocara el desdén de Heinrich por todo conformismo social. Finalmente, en los días juveniles y de iniciación los dos ironizaban sobre “todo eso”.
Heinrich describía acerbamente la decadencia de la alta sociedad en El país de Jauja (1900), o retrataba sin piedad a un docente tiránico de provincia en Professor Unrat (1905) –literalmente: “El profesor Mierda”-, novela en que se basó El ángel azul, esa película memorable de Josef von Sternberg donde la actuación extraordinaria de Emil Jannings consigue a veces opacar las piernas de Marlene Dietrich. En tanto, Thomas exploraba las contradicciones artista/sociedad, o espíritu/vida, en los relatos de El pequeño Herr Friedemann (1898), o añoraba las virtudes de la vieja burguesía en Los Buddenbrooks (1900) y Tonio Kröger (1903). Entre ellos imperaba lo que Thomas llamó, en frase cargada de sobreentendidos, “el no enteramente simple problema de nuestra relación”.
El estallido de la Guerra Mundial I cuajó sus diferencias personales, literarias y conceptuales en una dura confrontación. Thomas padece un ataque de nacionalismo reaccionario y agresivo, hace campaña contra todo lo “occidental”, “iluminado” y “democrático”, atentatorio de “la identidad alemana” para él, acusa a Heinrich –que denunciaba sistemáticamente el autoritarismo y los fines bélicos del kaiser Guillermo II– de desleal a la patria y publica en 1918 un libro de ensayos, Reflexiones de un apolítico, que se inscriben en la tradición del “conservadorismo revolucionario” del siglo XIX. Sus preconizadores –Paul Anton de Lagarde, H. S. Chamberlain, entre otros– establecieron el principio de “la superioridad de la raza germánica” que Hitler retomaría con variantes.
En 1922 los hermanos se vuelven a acercar. Thomas apoya a la muy liberal República de Weimar que siguió al kaiser y el asesinato del canciller Walther Rathenau a manos de nacionalistas fanáticos lo conduce a una firme oposición al fascismo que cocinaba la entraña de la reacción alemana. En 1930 pronuncia en Berlín un valiente discurso bregando por un frente común de la burguesía culta y la clase obrera contra el nacional-socialismo en ascenso. En 1933 debe exiliarse. Heinrich también.
La importancia de este giro del autor de La montaña mágica se manifestó en toda su latitud no tanto cuando se produjo, sino más bien después de la caída del nazismo, cuando no pocos funcionarios, académicos e intelectuales que habían tolerado y aun apoyado el acceso de Hitler al poder alegaban que habían sido ferozmente engañados por el Führer y que sólo advirtieron sus funestas intenciones tarde ya. La vida de Thomas Mann los desmentía rotundamente: si este hombre tan públicamente comprometido con la ideología nacionalista había percibido en 1923 la brecha entre el conservadorismo alemán tradicional y la extrema derecha emergente, y sacado las conclusiones del caso, muchos otros de la misma raíz ideológica podrían haberlo hecho diez años antes de que Hitler concentrara el poder absoluto. La posición de Thomas Mann lo convirtió en testigo de tales complicidades y tal vez ésa haya sido la razón de la hostilidad que al terminar la guerra le propinaron no pocos compatriotas. Y no únicamente los de Alemania Occidental. Consciente del apoyo popular de que gozó el nazismo, sus opiniones en la materia fueron así descriptas por BertoltBrecht: “El Nobel Thomas Mann dando a los norteamericanos y a los ingleses el derecho de castigar a toda la población alemana por los crímenes del régimen de Hitler”.
Thomas nunca admitió que Heinrich estaba –con antelación– en lo cierto al criticar el autoritarismo junker: pretendió que había cambiado el mundo y no él. Tampoco reconocía que su lectura del nazismo como una psicopatología social y un desencadenamiento del irracionalismo colectivo, que era la de Freud, había sido anticipada ya por Heinrich en 1914 en su diagnosis de la mentalidad alemana de la época. El hermano mayor escribió entonces al menor una carta preguntándose qué sentimientos humanos iban a sobrevivir “después de las cosas más horribles y finales que todavía nos esperan”. No era una pregunta vana. Ni en 1914, ni ahora.


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