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ENTREVISTA AL POLEMICO CRITICO LITERARIO HAROLD BLOOM
“Tengo las mismas críticas que hacerle
a Shakespeare que a Dios”

El autor de �El canon occidental�, famoso por cuestionar los llamados �estudios culturales�, insiste en este reportaje exclusivo que se ha desplazado el interés por la auténtica literatura.

A los 70 años, Bloom se lanzó de lleno a llamar la atención del lector común antes que a deslumbrar a los claustros.

Por Juan Ignacio Boido

Hay una línea invisible que une a todos los Harold Bloom de este mundo. Los busca aunque no quieran, los alza de la oscuridad de los claustros universitarios y los expone a los flashes y los brillos de los medios. Una vez ahí, todos juntos, enhebrados, sin la menor distinción de las diversas raíces ideológicas en las que se nutrieron, pasan a conformar una nueva categoría de intelectual: una suerte de eslabón perdido entre el ratón de biblioteca y el hombre común y silvestre. Para algunos, el asunto no es demasiado problemático. Umberto Eco, por ejemplo, después de que la película con Sean Connery convirtiera a El nombre de la rosa en un best seller y a él en el primer y probablemente último semiólogo célebre de la historia, supo aprovechar los espacios en blanco que le ofrecían los diarios para afinar la puntería y lograr pequeñas joyitas periodísticas donde recurre a las armas de la semiología para decodificar los cambios tecnológicos y culturales que azotan al mundo. A otros, esa exposición no les cayó tan de arriba, sino que parece el producto de una estrategia.
En casi todos los casos, el método es siempre más o menos el mismo: “simplificar” los tecnicismos de su especialidad para acceder a una cantidad de lectores que nunca conseguirían de otro modo. Es lo que hace Vivianne Forrester con la economía, Fernando Savater con la filosofía y el yugoslavo Slavoj Zizek (aunque apelando a una dosis de ironía ausente en los otros) con el lacanismo y el marxismo. A un tercer grupo de intelectuales, esa exposición los convierte en lo que son: la exposición de ese conocimiento prácticamente se convierte en su figura pública. Alcanza con citar los caudalosos libros de historia de Paul Johnson o el despliegue de saber filológico del que hace alarde Mariano Grondona. En estos casos, el conocimiento arrasa. El que sabe parece decir: “Yo sé, y como sé, tengo razón”. El método, aunque sea difícil de creer, pasa por sumamente didáctico.
El caso de Harold Bloom es por lo menos curioso. Empezó muy cerca del extremo donde se ubica Eco y desde entonces avanza lanzado hacia el extremo opuesto, aunque todavía le falta un trecho por recorrer. La publicación de cada libro nuevo permite seguir este desplazamiento. En 1961 se dio a conocer con La compañía visionaria, una serie de ensayos sobre el romanticismo inglés encarnado en Blake, Keats, Wordsworth y Byron. Libros como La angustia de las influencias (1973) y Poesía y represión (de 1976, que Adriana Hidalgo reedita por estos días), le garantizaron, hasta bien entrada la década del 80, una relativa repercusión dentro del ámbito universitario. El primer desplazamiento hacia la celebridad vino en 1990, cuando publicó El libro de J., en el que aventuraba como hipótesis que la Biblia habría sido escrita por una mujer.
El canon occidental (1994) lo puso en el centro de todos los blancos: el padrecito de la literatura occidental, según Bloom, era Shakespeare. Y punto.
La mitad de la academia, encabezada por los departamentos de estudios multiculturales, se le fue encima. Bloom resistió los cargos mediante el método más eficaz: ignorándolos. La misma estrategia a la que recurrió cuando se despachó con Shakespeare: The Invention of the Human, un ladrillo de 1500 páginas, todavía sin traducción al castellano, en el que recorre obra por obra a su escritor de cabecera. Ahora acaba de publicar un libro igual de provocativo y magnánimo: Cómo leer y por qué (que por estos días llega a las librerías argentinas editado por Norma). Aunque el mismo Bloom considere el libro como “menor” dentro de su obra, en rigor de verdad es un nuevo desplazamiento sobre la línea que une a todos los Bloom del mundo. Pero esta vez, la cosa huele más a paso al costado que nueva embestida. Desde el otro lado de la línea, en Yale, donde vive dando clases, Harold Bloom escucha hablar de su nuevo libro y, con el convencimiento que lo caracteriza, resume el punto que le viene ganando aliados y enemigos en cada idioma al que se traduce su obra: “Mi profesión fue destruida”, dice en la entrevista con Página/12. “Ya no se enseña Shakespeare, Milton, Cervantes y ni hablar de los griegos. Usted entra a estudiar literatura y aprende teoría y quizá hasta pueda asistir a un curso sobre poesía lesbo-esquimal. Simplemente creo que ésa no es la manera de formar lectores.”
A los 70 años, Bloom parece haber dejado de prestar atención al impacto que pueda causar en los claustros y se lanza de lleno al lector común, que puede hojear su libro en una librería y encontrar la forma de entrarles a esos dos tomos de Turgueniev que tiene en casa porque se los dejó la abuela. O a cualquiera de los autores que conforman el mapa literario que abarca Qué leer y cómo: de Shakespeare, Keats y Milton a Nabokov, Melville y Pynchon, de Cervantes, Stendhal y Dickens a Maupassant, Ibsen y Faulkner, todos abordados en introducciones coloquiales, donde los pone en contacto con otros autores, a la manera de un librero que, después de medir el efecto de un libro en alguien, se aventura a recomendarle otro. O bien Bloom da por perdida la batalla o esto es sólo un cambio de estrategia. Para eso, habrá que esperar al próximo.
–¿Encontró algún buen argumento en las críticas que se le hicieron a sus libros?
–No me preocupan las críticas que se le hagan a mis libros. Usted debe entender que soy una persona muy combatida por haber proclamado la destrucción total de lo que considero mi profesión. El estudio de la literatura fue reemplazado por lo que se dio en llamar estudios culturales. Que en la práctica es, bueno, lo políticamente correcto. Así que estando la crítica en manos de quienes la practican, mal puedo preocuparme por lo que dicen de mis libros. El feminismo, en sus aspectos económicos y sociales, consiguió logros notables. Contra lo que me opuse y me opondré es a la sustitución de los estándares estéticos por unos políticos.
–¿Considera que estos estudios culturales marcaron de alguna manera la literatura que se escribe hoy en día?
–Digamos que influye en la mala literatura. Y que casi destruyen a una extraordinaria escritora como Tony Morrison. Sus primeros trabajos, hasta El libro de Salomón, son realmente maravillosos. Pero luego del impacto del multiculturalismo, la corrección política y los estudios culturales sus novelas recientes –Beloved, Paradise– me costó mucho trabajo leer y son realmente pobres. Tengo miedo de pensar que ya está arruinada por este nacionalismo afroamericano.
–¿Encontró autores nuevos que satisfagan los parámetros que aplica para juzgar los clásicos?
–Phillip Roth, Don DeLillo, Thomas Pynchon y Cormac McCarthy son cuatro novelistas extraordinarios trabajando en este momento en Estados Unidos. Y hay muy buenos poetas, como John Ashberry en Estados Unidos y una poeta canadiense llamada Ann Carson.
–¿Y qué hay de la camada de escritores ingleses liderada por Rushdie, McEwan, Amis y Barnes?
–De todos ellos leí un libro de A. S. Byatt, The Matisse Stories, que me parece tiene cierto valor. Pero francamente no estoy demasiado impresionado por estos nuevos novelistas ingleses, con excepción de Peter Ackroyd. En cambio sí por un irlandés llamado John Banville. Rushdie comenzó como un escritor muy interesante, pero es muy inconstante y creo que todavía no escribió su libro. Y debo confesar que me parece imposible sobrevaluar a un escritor más de lo que se sobrevalúa a Martin Amis.
–Borges, de quien usted es un admirador confeso, dijo alguna vez sentirse en el final de un larguísimo período literario.
–Borges, como Beckett y Calvino, intuyeron que algo estaba terminando. Y retrospectivamente eso parece todavía más cierto. No creo que se haya quebrado o que haya culminado definitivamente la tradición cultural occidental, porque sí hay una línea que une a Joyce y Proust con Pynchon y García Márquez. Aunque sí nos encontramos en un período de transición. Y, de alguna manera, la situación es mejor en el mundo de habla hispana y portuguesa. Lo que vendrá es un misterio. Por mi parte, no quiero otra teocracia, porque ni siquiera responderá a su significado cristiano sino que será una teocracia tecnológica. A mí particularmente no me gusta pensar que de acá a veinte años el libro será reemplazado por el e-book y que la gente leerá prácticamente todo en una pantalla, pero si ésa es la única manera de que los más jóvenes lean, bienvenido sea. Habrá que ver cómo modifica la tecnología el largo y la complejidad de las nuevas novelas.
–Hablando de largo, en su libro usted pone a Proust como el clásico, por encima de cualquier otro escritor del siglo XX...
–Sin duda, es el más grande. La construcción de sus personajes, su caudal narrativo y su prosa lo ubican entre los más grandes de todos los tiempos. Y clausura de manera monumental la novela clásica que comienza con este libro que estoy releyendo porque mañana tengo que dar clases: El Quijote. Ese arco que va de Cervantes a Proust encuentra su réquiem en los trabajos de Beckett y Borges y unos pocos más. Así como Cervantes reemplazó los grandes libros con la picaresca, lo que vendrá deberá conmocionar a la literatura de ese modo. Por ahora, se intuye una impostura irónica con respecto de la novela clásica. A veces pienso que este suceso vendrá por el lado de la poesía, ya que no necesita de muchos lectores para existir. Basta con pensar el efecto que tuvieron en la literatura poetas como Browning, Emily Dickinson, Walt Whitman o Pablo Neruda, gente que en su época nunca alcanzó la cantidad de lectores que tuvieron sus novelistas contemporáneos.
–En su libro dice que le resulta imposible enseñar Muerte en Venecia a sus alumnos hoy en día.
–Es algo que tiene que ver con la ironía. La corrección política impide su desarrollo. La ironía consiste en decir una cosa diciendo lo contrario. Mann es un escritor altamente irónico y, por lo tanto, muy difícil de comprender para chicos formados en esta corrección, donde todo debe ser dicho con absoluta literalidad para no ser malinterpretado.
–Usted considera a la literatura como una construcción religiosa. Es decir: en la mente de los lectores, Shakespeare, Stendhal o Flaubert pueden ocupar el mismo lugar que Dios.
–Hace muchos años, un alumno que asistía a uno de mis seminarios se me acercó para preguntarme si yo no estaba exagerando un poco y consideraba a Shakespeare como Dios. Lo único que pude contestarle es que, si observo sus personajes, tengo las mismas críticas que hacerle a Shakespeare que a Dios.

 

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