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OPINION
Una cuestión de talle
Por James Neilson


Si a la Iglesia se le ocurriera designar a algún santo el patrono del crecimiento económico, el país no tardaría en poblarse de altares erigidos en su honor porque casi todos concuerdan en que el gran problema nacional, acaso el único, consiste en que el producto bruto apenas se modificó en el 2000 y, según los augures profesionales, aumentará muy poco en el curso de 2001. En opinión del Gobierno y de una multitud de otros, sobre todo los economistas formados en universidades norteamericanas, el malestar, desánimo, bronca o lo que fuera se esfumaría pronto si creciéramos a una tasa del tres o cuatro por ciento anual, lo cual, después de una década o dos, podría ayudar a reducir el desempleo al 13,2 por ciento, y, lo cual es más urgente, permitiría a la Alianza salvar el pellejo en las elecciones previstas para octubre. Están delirando, claro está. La verdad es que, para la inmensa mayoría, las estadísticas macroeconómicas que se barajan importan muy poco. Lo mismo que aquellos numerólogos de las Naciones Unidas cuyo índice de desarrollo humano antepone Canadá a Estados Unidos, un país que es decididamente más rico en términos de ingreso per cápita, entienden muy bien que crecimiento no es sinónimo de bienestar, que de gozar la Argentina de un boom realmente fenomenal los beneficiados con toda probabilidad se limitarían a los integrantes de la minoría acomodada.
La calidad de vida de una comunidad determinada tiene que ver no sólo con la magnitud del producto bruto sino también con su reparto, con el acceso a servicios sociales eficientes y con el vigor cultural. Hoy en día, la Argentina se parece a una persona de ingresos modestos pero adecuados que es horriblemente panzudo y por lo tanto no puede disfrutar de nada salvo, quizá, de los partidos de fútbol que le suministra la tele. No la ayudará mucho ganar más peso porque todo cuanto logrará adquirir irá a parar en los lugares equivocados, razón por la cual le convendría someterse a un régimen destinado a cambiar radicalmente tanto la distribución como el uso de lo que ya tiene y lo que podría conseguir en los próximos años. ¿Por qué no lo hace? Porque sabe que le resultaría tremendamente difícil �a los obesos no les gustan los esfuerzos�, razón por la cual políticos y pensadores se han puesto a hablar de �crecimien-to� como si se tratara de una droga milagrosa que curaría absolutamente todos los males, aunque la experiencia debería haberles enseñado que de por sí su valor curativo es mínimo y que, en ocasiones, puede servir para agravar aún más las enfermedades ya existentes.


 

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