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OPINION
En la Plaza
Por J.M. Pasquini Durán

Allí estaban, en la Plaza de las historias nacionales, los fragmentos de otras tantas tragedias que la Nochebuena había reunido en un mismo espacio público, pero ensimismado cada uno en su propia zona. Sólo los chicos, que habían reemplazado a las palomas, corrían de aquí para allá haciendo eco con sus voces ingenuas a las explosiones de los petardos y acompañando con los ojos desvelados a las cañitas voladoras que, cada tanto, estallaban en el aire para inaugurar cielos de estrellas fugaces. Al fondo, un caserón vacío, con balcones iluminados para nadie, que resplandecía en las paredes pintadas del color rosado que eligió Menem, tan diferente del que usó Sarmiento alguna vez, según dicen, en un acto de fusión reconciliadora entre blancos y rojos, unitarios y federales. Igual que una enredadera oscura, sin flores, en la base de la fachada estaba adherido un pesebre de escenografía, tan enorme como inútil porque carecía de fieles, o sea, de sentido. Los policías que custodiaban la Casa Rosada y al pesebre también le daban la espalda, más atentos a lo que sucedía enfrente, sobre la Plaza.
En una franja angosta, entre la vereda y la pirámide, acampaban los familiares de los ayunantes condenados, sin derecho a la apelación, por el asalto al cuartel de La Tablada. Llegaron el lunes 18, dispuestos a la vigilia, después de que el presidente Fernando de la Rúa anunció su impotencia o su desinterés para encontrarle un final a esa historia de once años de antigüedad, o vaya a saber cuántos si se considera el itinerario completo de violencias y desencuentros que marcó la vida de ese puñado de hombres y mujeres que desde hace casi cuatro meses desafían a la muerte. Apenas iluminada por los resplandores linderos, en esa zona la Nochebuena es de gestos adustos, aunque hay bastantes jóvenes que acompañan y esperanza adolorida. La brisa, tibia y ligera, agita los carteles que subrayan el acompañamiento, entre ellos los de HIJOS y de la CTA. Unos metros más acá, la policía desplegó enormes vallas de metal, de casi tres metros de altura, que seccionan en transversal el rectángulo de la Plaza, de una vereda a la otra. 
A continuación sucede otro acto de solidaridad. Es la cena que organizó la CGT de Moyano y Palacios, donde se reparten pollos y panes, rociados con gaseosas en vasos de cartón, para varios centenares de personas. 
Algunas pudieron acomodarse en las mesas tendidas al pie de un escenario donde retumban parlantes que difunden las obras de músicos, cantantes y recitadores criollos. Otras, solas o en grupo, se esparcieron por bancos, céspedes y bordes de la fuente, lo que hace difícil el recuento de los asistentes. Tal vez, fueron alrededor de cuatrocientas personas, menos en todo caso de lo que calculaban los anfitriones, porque media hora después de la media noche llegó el anuncio: �Con todo respeto, los que quieran llevarse un pollo para mañana, incluso pan dulce, por favor pasen a buscarlos porque quedó suficiente para todos�. 
A lo mejor por el bullicio estridente de los altoparlantes, pero se habla poco, las risas son escasas y los aplausos más disciplinados que espontáneos. En los rostros y en los cuerpos de la mayoría pueden intuirse las huellas de muchos días difíciles, incluso crueles, y parece como si hubieran perdido la costumbre de las alegrías. Un par de minutos antes de la medianoche, Moyano, Palacios y media docena de acompañantes ocupan el escenario. El jefe de los camioneros implora a Dios por tiempos mejores y �para que ilumine a los gobernantes�, con un par de oraciones antes del brindis. Todos, de pie, a continuación entonan el Himno Nacional. Sentado sobre el césped, solo, un hombre de pelo blanco con el rostro sepultado entre las manos, solloza en silencio, mientras otro más joven, también solo, con el rostro curtido por el sol y las fatigas, empuja un carrito de supermercado, repleto de bolsas de plástico cuyos contenidos no se dejan ver, mientras grita para sí mismo: �Moyano es nuestro padre�. 
En la Catedral, otros padres simbólicos están iniciando la misa del Gallo, con escasa asistencia de fieles, quizá porque la misa de Nochebuena ya ocurrió, a las 22, con la presencia de Jorge Bergoglio, el arzobispo de Buenos Aires. Al ingresar al templo, sobre un lateral, también hay un pesebre que recuerda el nacimiento legendario de un niño pobre. Salvo por las explosiones de los petardos y las alarmas de los autos que se activan con los estallidos, en los alrededores de la Plaza de Mayo todo es silencio y quietud. La solidaridad reconforta los corazones, sin duda, pero esta Nochebuena, en este territorio de tantas historias maravillosas y terribles, volvió a grabarse en piedra otra convicción: sólo la justicia entre los hombres puede alimentar las dichas. 


 

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