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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

SOCIEDAD Y DICTADURA
“Formas y grados de la complicidad”

Raquel Angel y Alberto Guilis

¿Qué imagen de sí misma ha construido la sociedad argentina en relación con la dictadura? ¿Cómo se cruzan los datos de nuestra biografía con el horror de lo acontecido tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976? Existe la creencia de que ya todo ha sido dicho, de que nada queda por saber acerca de los mecanismos que sirvieron a la tarea de exterminio: secuestros, torturas, campos de concentración, desapariciones, robo de niños, cuerpos arrojados al mar. Episodios y fenómenos que abrieron en la Argentina (como ya había ocurrido en la Alemania nazi) un espacio para la irrupción del Mal absoluto quedaron reducidos, por vía de la manipulación massmediática, a mercancía para el consumo de gentes bienpensantes.
La tragedia convertida en espectáculo ayudó a que el ciudadano común hiciera catarsis. Apenas un sobresalto del espíritu, una angustia momentánea seguida de alivio. Después de todo, “eso” les había ocurrido a otros. Nada tenían que ver los relatos televisados con la cotidianidad del que miraba. La saturación informativa, el bombardeo de las imágenes, la nula reflexión sobre lo que se estaba mostrando permitieron desplazamientos y obturaciones de aquello que, al quedar como lo indecible de la historia, liberaba el presente de los recuerdos de un pasado minado de acechanzas.
No fue ésta la única vía hacia el “inocentamiento” social, rasgo visible ya en los primeros años de la post-dictadura. La “teoría de los dos demonios”, el juicio reducido a sólo nueve militares y las posteriores leyes de impunidad alimentaron, en el imaginario colectivo, la ilusión de ajenidad respecto del pasado.
Una operatoria que podría definirse como usos del olvido (o, más bien, políticas de la memoria) mediante la cual gran parte de la sociedad pudo pensarse desde un “afuera” de lo acontecido. En El exilio de la palabra, Ricardo Forster reflexiona acerca de estos desplazamientos y tomas de distancia. “El olvido se olvida cuando la industria cultural hace de lo acontecido un territorio del saqueo y la impudicia (...) Barrer el tiempo, mutilar las voces, obturar lo no dicho o lo indecible, llenar todos los espacios hasta cubrir el vacío, golpear incesantemente con imágenes y sonidos lo intolerable del silencio... eso es, podríamos decir, nuestra forma contemporánea de reproducir, como vivencia cotidiana y rutinaria, el mal que los hombres no han dejado de hacer a otros hombres.”
Mostrar los bordes del horror, pero seguir silenciando aquello que lo hizo posible. De eso se trata. Desplegar el catálogo de los crímenes atroces, contar los detalles, describir los vuelos de la muerte, el modo en que se torturaba y mataba y sufría en los campos de la dictadura. Montar el espectáculo del horror como algo distante, lejano e irreal. Algo que haga innecesario preguntarse qué factores políticos, sociales y culturales contribuyeron a generar las condiciones para que ese horror se produjera, algo que vuelva inútil interrogar lo no visible de la historia; allí donde cada grieta señala la huella de lo que deliberadamente se oculta...
Brutal ironía de un tiempo marcado por el exceso de información y palabrerío, como apunta Nicolás Casullo en Modernidad y cultura crítica. “¿Por qué nuestras palabras no dicen la memoria? ¿Por qué la memoria dejóde estar en las palabras? ¿Por qué la historia, que contiene la inédita bestialidad de los asesinatos masivos, no pudo ser hablada por nosotros en su insoportable dolor, en su iluminante infelicidad, en su trágica verdad?”
En La crítica política y los descentramientos de la memoria, Sergio Caletti intenta desanudar lo que está en el basamento de la tragedia argentina. “La cuestión es atender qué figura de sí misma construye la sociedad en sus olvidos, cuál es el modo específico en el que esa sociedad se concibe y se define, en relación con una memoria edificada sobre una red de olvidos”, advierte.

Lo intocado de la barbarie
Preguntas, reflexiones, huecos en la conciencia colectiva, en el lenguaje, en la escritura, en los relatos, en las biografías. Todo remite a un debate que ha sido soslayado en la Argentina, un punto neurálgico, un interrogante que implica interpelar el pasado allí donde el pasado se resiste: ¿cuál fue el grado de implicación de la sociedad argentina con la dictadura? ¿Qué formas asumió la complicidad? ¿Dónde trazar la frontera que separa la pasividad provocada por el terror y el silencio que deviene consentimiento?
Zona aún intocada de la barbarie, la cuestión del colaboracionismo civil con el terrorismo de Estado, arriesga convertirse en el tema tabú de la historia argentina. Indagar en esa zona de penumbra demandaría la puesta en cuestión del propio yo que pregunta. Dicho de otro modo: pondría a los sujetos tras su propia huella. Habría que responder, entre otras cosas, a qué manipulaciones se prestó la conducta de cada cual, qué se dijo, qué se decidió callar u omitir en los años más crueles de la represión; de qué modo se hizo el juego al discurso y a los mandatos del poder. Requisitoria que dejaría al descubierto el vaciamiento ético que operó el terrorismo de Estado en el conjunto de la sociedad, las tachaduras, los borramientos, los silencios, las formas discursivas de la justificación.

Tráficos de indulgencia
La responsabilidad colectiva frente a un genocidio es, sobre todo desde Auschwitz, uno de los temas de más difícil abordaje. La refutación más frecuente apunta a señalar un peligro: que por la vía de la culpabilización masiva se diluyan las culpas de los ejecutores y planificadores del crimen. “Si todos son culpables, queda la sensación de que nadie lo es. Y eso vuelve imposible el juicio y el castigo”, se argumenta.
El dilema es falso, ya que no toma en cuenta uno de los datos claves del problema: la distinción entre culpabilidad legal y responsabilidad moral. “Si uno se coloca en el terreno de la Justicia, se deben entonces separar los agentes de los crímenes y los testigos pasivos, responsables hasta el extremo de no prestar ayuda a nadie en peligro, pero que no tienen que rendir cuentas ante ningún tribunal”, escribió Tzvetan Todorov, en Frente al límite, una dolorosa indagación sobre el modo en que la “banalidad del Mal” se internaliza en los sujetos.
Ya antes, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Karl Jaspers había hecho parecida distinción en su ensayo sobre La culpabilidad alemana. A la coartada colectiva del “nosotros no sabíamos”, suerte de autoabsolución con que el pueblo alemán trató de deslindarse de la barbarie nazi, Jaspers opuso tres niveles fundamentales de culpa: la criminal, la política y la moral.
Ciertos aspectos de su análisis muestran una tensión del pensamiento que, en relación con el tema, muy pocos se atrevieron después a profundizar. Luego de establecer la culpa “positivamente determinable” de los ejecutores políticos, los dirigentes y los propagandistas del régimen nazi (a quienes llama “activos”), Jaspers enfoca su mirada hacia el hombre común. Y lanza reflexiones inquietantes: “cada uno de nosotros es culpable por no haber hecho nada. La culpa de la pasividad es distinta. La impotencia disculpa; no se exige moralmente llegar hasta la muerte efectiva. Ya Platón consideraba natural, en tiempos de desgracia, ocultarse y sobrevivir a las situaciones desesperadas. Pero la pasividad sabe de su culpa moral por cada fracaso que reside en la negligencia, por no haber emprendido todas las acciones posibles para proteger a los amenazados, para aliviar la injusticia, para oponerse. En ese sometimiento propio de la impotencia quedaba siempre margen para una actividad que, aun cuando entrañara algún peligro, era efectiva si se desarrollaba con precaución. No haber aprovechado la ocasión por miedo es algo que cada individuo tiene que reconocer como su culpa moral: la ceguera para con la desgracia de los demás y la insensibilidad ante el desastre que estaba aconteciendo”.
Jaspers se encarga, así, de desmontar uno de los argumentos más trasegados en la historia de los genocidios: aquel que busca justificar la inacción como efecto del terror. Más adelante trata de separar la paja del trigo, pero termina apuntando en la misma dirección: “Es verdad que entre nuestra población muchos estaban indignados y muchos profundamente conmovidos por un espanto en el que se intuía el desastre venidero. Pero aún muchos más continuaron sin incomodarse en su actividad, su vida social y sus diversiones, como si nada hubiera pasado. Esto constituye culpa moral”, concluye.

La imbricación con el Mal absoluto
Plantear la responsabilidad colectiva en relación con los genocidios lleva inevitablemente a la formulación de preguntas peligrosas, preguntas contaminadas, en el mejor sentido del término, por la obsesión dedescubrir en la palabras y las cosas la marca de aquella pesadilla de civilización y barbarie que desvelaba a Benjamin.
En Notas sobre perdón y olvido, Alejandro Kaufman medita sobre un tema perturbador: el modo en que afecta a diferentes sociedades la imbricación con el Mal absoluto, entendido como una fisura insoluble en la continuidad histórica, en el tejido social y en la tradición de una cultura. Cuando el mal se ha irradiado en todas las direcciones (caso de Alemania, pero también, en un grado menor, de Francia y de la Argentina), las sociedades “quedan heridas de muerte durante décadas y generaciones”. Kaufman no vacila en la definición. Se trata, dice, de “sociedades culpables, en las que los crímenes requirieron desde la participación directa hasta el consentimiento mudo de millones de personas”.
El colaboracionismo con los crímenes de Estado: he aquí un tema que incomoda, un atentado a las certezas tranquilizadoras, un sobresalto para las “almas bellas”. Que seguirán invocando la mística de los pueblos “que jamás se equivocan”, sin advertir que el pasaje de la razón épica a la razón instrumental (tecnocracia capitalista y sometimiento de la naturaleza) terminó convirtiendo el sueño de la Modernidad en la catástrofe de la historia.

Una historia “desaparecida”
Las suturas del pasado a través de los usos del olvido vuelven imposible el desciframiento del presente, allí donde el pasado no cesa de resurgir. Desde el campo intelectual queda una deuda: instalar el debate acerca de los modos de la complicidad en la Argentina y, por esa vía, construir interrogantes fundamentales sobre las relaciones sociales, la dominación, los sujetos. La falta de palabra y de reflexión crítica en relación al colaboracionismo compone una parte de la historia que se ha hecho “desaparecer”, una historia ausente, un “no-relato explícito” que, por el deliberado intento de ignorar datos, correspondencias y lenguajes, termina siendo, también, una forma de dar cuenta de aquello que hizo posible el genocidio.
Como señala Casullo, “pareciera haber quedado `inadvertidamente’ cancelado un pensar por las preguntas que importan, por las respuestas últimas, por nuestro propio decir entre las ruinas de las palabras”. Para el autor de Modernidad y cultura crítica, la crisis de un lenguaje reflexivo se expresa en “la incapacidad de recobrar la palabra para un pensar-historiar lo acontecido”, en relación con ciertos temas cruciales. Entre ellos: “la complicidad ideológica con la represión de gran parte de la sociedad argentina”, el “cierre de la historia que pretenden los poderes oficiales” y, también, “el burocratismo político, que solemnizó el tema en efemérides, para tapiar su vasta galería de indiferencia, colaboracionismo y definitiva muerte ética de la política civil en la Argentina durante la dictadura”.
Se trata de hacer consciente, en el campo de la crítica y la cultura política, aquello que la historia se ha encargado de demostrar: ningún genocidio puede consumarse sin el consentimiento de las grandes mayorías. Pasó en la Alemania nazi, en la Francia ocupada por las tropas de Hitler, en la Argentina del terrorismo de Estado.
Acerca de las causas que empujan a las masas a dar su apoyo a las políticas genocidas reflexionaron medularmente los filósofos de la Escuela de Frankfurt, especialmente Theodor Adorno, Max Horkheimer y Walter Benjamin. Sus escritos y ensayos son referencia obligatoria si se pretende abordar, desde una perspectiva abarcadora, la complejidad del fenómeno.

El fracaso de la Modernidad
Aunque no alcanzó a ver todo el despliegue de la barbarie nazi (se suicidó en 1940), Benjamin pudo anticipar la catástrofe que se avecinaba cuando vislumbró en el capitalismo los signos del mal: la fetichización de la mercancía, la fascinación por el consumo, la mercantilización de las relaciones sociales, el declive del intelecto, la búsqueda del bienestar individual exacerbada por los medios de comunicación y la industria cultural, el vaciamiento ético, el quiebre de la solidaridad. Benjamin descifró en la trama de su época que el capitalismo –forma productiva de la Modernidad– representaba el “infierno secularizado”. Ricardo Forster tensa el análisis benjaminiano al conjeturar que el rasgo más perverso del infierno en la Modernidad quizá sea su posibilidad de sustraerse a la percepción directa de los hombres que lo padecen, ocultándose en el hechizo que produce el reino de las mercancías y el consumo. “Al contaminar todas las esferas de la vida, el infierno se borra de la conciencia de los hombres, se convierte en vivencia cotidiana, es decir, indiscernible como experiencia del mal. De ese modo se preparan las condiciones para la aparición, en el siglo XX, del idiotismo moral que está en las bases de las políticas genocidas”.
Dos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando ya la catástrofe anunciada por Benjamin se había consumado en los campos de exterminio nazis, Adorno y Horkheimer desarrollaron, en Dialéctica del Iluminismo, su crítica a la razón instrumental. Allí aportaron las claves que permiten entender por qué caminos lo que se planteó como el gran sueño de la Modernidad –el progreso civilizatorio a través del desarrollo industrial y tecnológico– iba a culminar en Auschwitz. Es decir, en el quiebre de la civilización.
En Alemania, tres generaciones vienen reflexionando sobre la responsabilidad social ante la Shoah. La ya célebre “querella de los historiadores”, que inauguró Jürgen Habermas hace más de una década, sigue abriendo camino a la confrontación de ideas, al debate y a los aportes teóricos, en relación con el tema. En Francia, al día siguiente de la Liberación, el campo intelectual fue sacudido por un debate volcánico, en el que se enfrentaron los partidarios de la justicia (que implicaba el castigo a los colaboradores) con los de la “caridad” (que posibilitaba el perdón). De un lado, Albert Camus; del otro François Mauriac.
La investigación de las diversas formas de colaboracionismo con los nazis en que se vio implicada la sociedad francesa (profesores, periodistas, escritores, empresarios, jueces, abogados, intelectuales, artistas) empezó, aun antes de finalizar la guerra, con la llamada “depuración”, tema desangelado de Hiroshima, mon amour, aquel inolvidable film de Marguerite Duras. Aún hoy la controversia acerca de la conducta del mundo intelectual, durante la ocupación, sigue partiendo aguas entre los hombres de la cultura.
En la Argentina, por el contrario, la historia parece haber quedado congelada. No sólo se evade la polémica ante cualquier tipo de disidencia con los relatos oficialmente consagrados, sino que persiste, en general, la falta de un pensamiento crítico capaz de articular el pasado, de reconstruir la historia, de terminar con los “bolsones de silencio” que impiden, para decirlo con Benjamin, “adueñarse del recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro (...) aquel en que los vencidos de la historia captan, en una iluminación repentina, que el sentido de su pasado les va a ser robado”. No se ha planteado, en fin, la gran pregunta que dejan tras de sí los genocidios: ¿cómo fue posible que eso sucediera?
“Distracción” del campo intelectual, en sentido amplio. Pero, también, algunas excepciones –artículos y ensayos– que constituyen una valiosa aproximación al tema.
Por ejemplo, en La crítica política y los descentramientos de la memoria, Sergio Caletti reflexiona sobre los dos relatos “socialmenteproducidos” en los años posteriores a la dictadura (“teoría de los dos demonios” y “teoría de las víctimas inocentes”) y puntualiza, como rasgo común, que ambos despejan el camino para que la sociedad “se autoexcluya”, es decir, se ponga al margen de los hechos. “Las interpretaciones que prevalecen en la extensa superficie social configuran, desde este punto de vista, una pieza narrativa más de aquel discurso general del `yo no sabía nada’ que, durante largos años, causara en tantos sobrevivientes un desasosiego apenas menor que el genocidio mismo”. Para este autor, la explicación de lo que fue una conducta generalizada en la etapa postdictadura remite, en forma directa, a un tema que no ha sido saldado: “la complicidad que sostuvo una porción muy amplia de la sociedad argentina con la dictadura militar”.

Las grandes maniobras
Cuando Jaspers, en su distinción de los distintos niveles de culpa, habla de la responsabilidad política, se refiere al tipo de gobierno que una sociedad tolera o promueve. En el caso de Hitler, al que alude, se sabe que fue la votación masiva del pueblo alemán la que permitió el ascenso del régimen nazi. Si bien el caso argentino no puede ser mecánicamente identificado con el de Alemania –acá no hubo elecciones, sino golpe de Estado, por ejemplo– existió en nuestro país una responsabilidad política inexcusable de la mayoría de los partidos en la implantación y el sostenimiento del régimen genocida. Lo mismo puede decirse del papel jugado por amplios sectores del poder económico, judicial y eclesiástico; de la prensa, de las corporaciones sindicales, del mundo de la cultura, el deporte y el espectáculo. En lo que atañe a la responsabilidad moral (siguiendo con las categorías de Jaspers), también fue verificable que, frente a quienes resistieron, poniendo el cuerpo, en algunos casos, o tratando de no perder el alma, en otros, hubo una abrumadora mayoría que se hizo cargo, indirectamente, de la racionalidad discursiva que la dictadura puso en marcha y aun, directamente, de los objetivos que persiguió.
¿Cómo pueden entenderse, si no, fenómenos de adhesión masiva como los que configuraron el Mundial de Fútbol de 1978, el Mundial Juvenil de 1979 o la guerra de Malvinas? ¿Qué “idiotismo moral”, como diría Benjamin, fue necesario para amasar el delirio y la sangre, los festejos en medio de campos de concentración? ¿Cómo dar cuenta de esos millones que invadían las calles, los estadios, las plazas, agitando banderas, gritando “¡Argentina!,” vivando dictadores?
Quizá haga falta recordar que la manipulación de masas a través del deporte ha sido siempre un recurso de los gobiernos dictatoriales. En la Argentina de los años ‘30 fue funcional al régimen de Uriburu. En la Italia fascista, el Mundial de Fútbol de 1934 ayudó a consolidar el gobierno de Mussolini. En Alemania nazi, las Olimpíadas de Munich, en 1936, lograron que se exaltara hasta el paroxismo la figura de Hitler.
En la Argentina del terrorismo de Estado, el fervoroso apoyo colectivo al Mundial del ‘78 sirvió ampliamente a los objetivos de la dictadura: limpiar su imagen ante el mundo y lograr la “unión nacional”. La batalla contra quienes –adentro y afuera del país– denunciaban las torturas, los secuestros, las violaciones, los campos de concentración y la denominada “muerte argentina” –es decir, el método de la desaparición– se iba a ganar en los estadios de fútbol.
En el libro La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, se cuenta que, durante el Mundial del ‘78, un grupo de prisioneros de la ESMA (entre los cuales estaba Graciela Daleo) fue sacado del centro de torturas y trasladado, en una caravana de automóviles, para que vieran “el fervor popular”, como diría el “Tigre” Acosta a los secuestrados. “El fervor eramucho mayor que todo lo que Graciela hubiera podido imaginar (...) Tanta gente en la calle, tanto entusiasmo patriótico. En ese momento, en todo el país, millones de personas daban los mismos gritos, revoleaban banderas, se besaban, eran felices, se felicitaban, estaban orgullosos de ser argentinos”, relatan Anguita y Caparrós. Al contemplar aquel carnaval rocambolesco, Graciela Daleo se desplomó, llorando en silencio. “Era difícil sentirse más sola”, contaría después.
Varios años más tarde, la “recuperación” de Malvinas, en nombre de la “soberanía del pueblo argentino” iba a poner en juego, nuevamente, el viejo recurso de los dictadores: la apelación al nacionalismo y la captación, por esa vía, de la voluntad de las masas. Igual que en el Mundial, las multitudes ganaron las calles, en un vértigo triunfalista que todo lo avasallaba, especialmente la capacidad de reflexionar y discriminar. Si antes se aplaudían los goles, ahora se celebraban los fuegos de metralla, las bombas, las bajas en las filas enemigas. Una operación perfecta: la Patria por encima de todo, como un más allá de la memoria, de los cuerpos vejados, torturados, “arrojados de la vida”. ¿Qué artilugio de la razón podría explicar el aval otorgado a un régimen genocida para que emprendiera la guerra de Malvinas o cualquier otra guerra? ¿Acaso la apelación a “las legítimas reivindicaciones nacionales” era suficiente para borrar la mancha del origen, para no ver que el terror impune del “comienzo” ya tenía inscripto su “final”?
En su libro De la guerra sucia a la guerra limpia, León Rozitchner analiza el significado profundo de ese pasaje. “Los militares intentaron elevar a la ‘representación’ política los asesinatos y los desaparecidos. Para ello tuvieron que desarrollar también una representación equivalente: la ‘representación de la guerra de Malvinas’ (...) Para enaltecer su cobardía y ocultarla, a la masacre interior impune y frente a un enemigo desarmado la llamaron también ‘guerra’. Y con esa ilusión pasaron de la guerra ‘sucia’ interior a la guerra `limpia’ exterior.”
Suponer que quienes habían perpetrado el exterminio de miles de opositores políticos, entregando la riqueza y la soberanía de un país por vía de un modelo económico atado al poder financiero internacional, que esos mismos militares genocidas podían, de pronto, transformarse en paladines de los “justos reclamos de un pueblo”, fue parte de la trágica confusión –por llamarla de algún modo– que atravesó a gran parte de la sociedad argentina.
¿Qué efectos tuvo en el imaginario colectivo ese pasaje –analizado por Rozitchner– de la guerra “sucia” a la guerra “limpia”? Quizá puedan arriesgarse algunas hipótesis. Mediante la guerra que se proclamaba “limpia” se podían separar los crímenes anteriores –los de la guerra “sucia”– de esa “gesta gloriosa” de recuperación de la soberanía; aunque ambos –los crímenes y la recuperación– fueran obras del mismo autor. De este modo, quedaba desdibujado el verdadero carácter de la dictadura. Lavada en el concepto de Patria sería posible construir una memoria alrededor de lo que sí se podía recordar. La cruzada “soberana” aportaría héroes, celebraciones, efemérides, banderas. Y también muertos. Muertos “legítimos” que ayudarían a tapar la inconveniente memoria de esos otros muertos –los desaparecidos–, los que debían ser negados para no enfrentarse, como sociedad, con las propia miserias, los silencios, el consentimiento. “Al inscribir los nuevos muertos en la guerra de Malvinas, como si se tratara de una guerra por la conquista de una porción de nuestra soberanía, elevaremos el dolor de estas nuevas madres al nivel político: los hijos verdaderos de la patria son los que han muerto, mandados una vez más por los militares, por la Nación. Serán los muertos legítimos, estos que los militares pueden confesar”, dirá Rozitchner.La derrota de Malvinas echó por tierra este tráfico de olvidos y memorias, impidió olvidar aquello que era imposible dejar de recordar, acumuló muertos sobre muertos, complicidad sobre complicidad.

Un fresco bruegheliano
En su Pequeño recordatorio para un país sin memoria, Osvaldo Bayer da cuenta del modo en que lo siniestro marcó toda esa época. A la manera de Karl Kraus, su texto avanza por la historia, preciso e implacable como un bisturí. Junta al asesino con su crimen, nombra a los señores de la muerte, desnuda sus múltiples rostros. Pero se detiene allí donde otros prefieren pasar de largo, ese lugar donde los gestos, las palabras, los silencios, las conductas, van dibujando el mapa de las complicidades sociales. Todo un memorial del involucramiento: las saturnales futboleras, la “plata dulce”, los viajes a Miami, el “déme dos”, el hedonismo consumista de la clase media, los argentinos “derechos y humanos”, el patrioterismo ante la guerra de Malvinas, los soldados enviados a la muerte, los intelectuales sirvientes del poder, el “por algo será” como legitimación del genocidio. “Un gran fresco bruegheliano de los rostros y las almas de toda una sociedad argentina convicta de filicidio y despojo, de oportunismo y aprovechada superficialidad. Los rostros y las almas y las voces de quienes acompañaron el crimen, se callaron o lanzaron una cohetería fraseológica para no perder, pero que en el fondo no hicieron otra cosa que servir de coartadas al régimen criminal”, resume Bayer. Su Recordatorio, leído en el Coloquio de Maryland (EE.UU.) que, en diciembre de 1984, reunió a un grupo de intelectuales argentinos, trazó una divisoria de aguas entre las concepciones del campo cultural respecto de las marcas dejadas por la dictadura. Saúl Sosnowski, organizador del encuentro (del que participaron, entre otros, León Rozitchner, Tomás Eloy Martínez, Noé Jitrik, Tulio Halperín Donghi, Beatriz Sarlo, José Pablo Feinmann, Liliana Hecker, Luis Gregorich, Kive Staiff y Juan Carlos Martini), relataría después: “El clima fue tenso ya, antes de la inauguración. Se perfilaban estrategias de enfrentamiento y distensión; acusaciones por denuncias y silencios, por permanencias y desplazamientos geográficos (...) El recordatorio implacable, las equívocas actuaciones y los gestos ambivalentes, el tono mordaz y el gesto sardónico, la mirada violenta y la postura azorada, marcaron diversas instancias del encuentro”. Sin embargo, lamentaría Sosnowski, en los años que siguieron a esa reunión “no hubo, no se pudo o no se quiso hacer” un análisis riguroso de lo acaecido en el campo intelectual. “Más bien parecía que se anhelara que el `tema’ –como tantos otros– cubriera una fugaz trayectoria y `desapareciera’ entre las constelaciones retóricas de las tareas por realizar `para una plena reconstrucción nacional’. No parecía haber tiempo para reflexionar.”
En pocos meses, ya había caducado el interés por los temas centrales que se habían planteado en Maryland: el apoyo al golpe militar de una visible franja de la sociedad, la subversión de los valores éticos como efecto del terror, los clamores desenfrenados durante el Mundial del ‘78, el exilio frente a la permanencia dentro de las fronteras, la posibilidades, opciones o necesidades vitales de “salir” o “quedarse”, la manipulación a que se sometieron amplios sectores sociales en el caso de la guerra de Malvinas, las consignas abyectas, la denigración de las Madres de Plaza de Mayo, que oponían sus legítimas redes de resistencia contra las perversiones del poder. Lo preocupante no era la transitoriedad de las modas, sino el hecho de que “hablar de las sinuosas fracturas” que sufrió el país se convirtiera en “materia de rápida digestión y descarte”.

Usos de la memoria como políticas de olvido
Lo ocurrido en los años trágicos del terrorismo de Estado configura una cadena de episodios que comprometieron, de un modo u otro, a casi toda la sociedad. Sin embargo, muy pocos parecen hacerse cargo de ese compromiso. “Trabajados por el olvido, significamos nuestra existencia”, reflexiona Jacques Hassoun en Los contrabandistas de la memoria. Dicho de otro modo, hay un presente que se construye a partir de aquello que deliberadamente se obtura en el recuerdo. Ese presente, con sus cancelaciones, sus espacios en blanco, sus zonas difusas, sólo permite ver, en el pasado, aquello que no lo contradice. Esos momentos que dejarían al desnudo nuestras propias distracciones ante el poder, esas acciones, omisiones, negligencias, que podrían distorsionar la imagen que los espejos nos devuelven.
“Los sobrevivientes nos sentíamos culpables. No podíamos dejar de preguntarnos qué cosas habíamos dejado de hacer para impedir que avanzara el autoritarismo, y cómo había transcurrido entonces nuestra vida.” Desde una mirada introspectiva, el dramaturgo Roberto Cossa pone en juego la moral de la palabra allí donde está ausente la palabra de la moral. Ese relato, en registro confesional, quiebra la ley de la omertá en el campo intelectual, abriendo, quizá sin proponérselo, todo un camino de reflexión acerca de los usos de la memoria.
Inevitable pensar en Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, quien habló de la “ceguera voluntaria”, una práctica extendida entre la mayoría silenciosa alemana, que consistía en “intentar saber lo menos posible y, por esta razón, no hacer preguntas”. Los elementos de información “fueron sofocados por el temor, el deseo de ganancia, por la ceguera y la estupidez voluntarias”, escribe en Los hundidos y los salvados. Pero no encuentra otra palabra para describir su propia actitud la víspera de su arresto en Italia. “Si se quería sacar algún provecho de la juventud que aún bullía en nuestras venas, no nos quedaba otro recurso que la ceguera voluntaria. Nuestra ignorancia nos permitía vivir.” Qué parecidas suenan estas palabras a aquellas de Todorov. “¿Busqué saber? Estaba demasiado feliz con mis pequeños privilegios para arriesgarme a perderlos simpatizando con las víctimas del régimen”, escribió.
Usos de la memoria, decíamos. Roberto Cossa y una elección ejemplificadora: no caer en la tentación de la inocencia, ese subtexto que aparece en los discursos sociales cuando se plantea la necesidad de reconstruir la memoria. Lo paradójico de este reclamo, hoy generalizado, es que al reducir el tema a sus casos límite, a sus aspectos tribunalicios o a sus aspectos delincuenciales, se vuelve imposible. En la reflexión de Caletti, “la sociedad se significa a sí misma como una sociedad de inocentes ciudadanos dedicados a sus labores que, sorprendida por bandas de forajidos, intenta 20 años después reestablecer principios generales y elementales de justicia y de institucionalidad ante aquellos vejámenes”.
La memoria, así reconstruida, no sería más que otra versión de la “teoría de los dos demonios”, ese cielo protector de los ciudadanos honestos. Ni culpas morales ni responsabilidades políticas. Sólo culpas penales, jurídicamente cuantificables, clasificadas, ordenadas y especificadas por el respectivo código.
Desde el punto de vista penal, Videla es culpable por haber planificado y ordenado el crimen. Pero, como apunta Kaufman, el inmenso cortejo que hizo posibles las órdenes de Videla no es enunciable en términos penales. De este modo, “la verdadera magnitud del mal, del que es tan responsable Videla como jueces, empresarios, dirigentes políticos, eclesiásticos, profesores... se torna irrepresentable. Es imposible encarar ninguna cuestión que merezca llamarse ética o moral sin poner en evidencia el fondo monstruoso que mora en la sombra”.Los otros testigos

Los siguientes testimonios forman parte del documental Los vecinos del horror. Allí se incluyen entrevistas realizadas a personas que, durante la dictadura, vivieron en las inmediaciones de algunos campos de concentración (El Olimpo, Automotores Orletti, Pozo de Banfield, Pozo de Quilmes y otros), separadas, a veces, apenas por una medianera o un baldío. El film fue uno de los trabajos presentados durante el coloquio “El pasado hoy: más que memoria”, que se realizó en la Facultad de Derecho de la UBA, en 1996.

–Nosotros no sabíamos nada, nunca vimos nada.
–¿A qué distancia vivían ustedes del campo?
–A media cuadra, más o menos.
–¿Y nunca se imaginaron lo que allí pasaba? ¿No vieron nada raro?
–Bueno, algunas noches se escuchaban gritos, o había movimientos de coches que entraban y salían. Pero, le repito, nosotros no sabíamos nada.

–En la época de la dictadura, a mí, gracias a Dios, nunca me pasó nada. Los militares requisaban los colectivos, pedían los documentos, siempre andaban haciendo preguntas. Era en esa época, cuando estaba el Pozo de Banfield. Pero nosotros no sabíamos nada. Ni por la vereda podíamos pasar.
–¿Ustedes se imaginaban que eso era un centro de detención?
–Bueno, a las tres o cuatro de la mañana venían esas camionetas grandes. Nosotros veíamos que bajaban gente y la metían adentro. A veces se sentían gritos, voces fuertes (...) Una vez se escaparon cinco presos y a pocas cuadras los mataron a todos.
–¿Cómo era el barrio en esa época?
–Para mí, era bueno, porque ahora, con la cuestión de los ladrones, de los borrachos, de todos esos drogadictos que andan por ahí, uno no puede estar tranquilo. Antes era mejor.
–Pero estaba el Pozo de Banfield...
–Sí, pero a mí nunca me hicieron nada. Yo trabajaba y si mataron gente, por algo los mataron, alguna cosa tienen que haber hecho.

–Movimiento no se veía y eso que yo solía pasar por acá a las tres o a las cuatro de la mañana. Pero todo esto lo tapiaron, cerraron todas las ventanas.
–¿Nunca escuchó lo que pasaba adentro?
–Una sola vez sentí a uno que se quejaba. Decía: basta, basta, no me peguen más.
–¿Y usted qué se imaginó?
–Pensé que sería algún ratero al que estaban golpeando. Pero nunca me imaginé que esto era un centro de tortura tan criminal.

Final con preguntas
Usos de la memoria. Pero también, como descifra Roland Barthes, aquello que el lenguaje “obliga a decir”. Queda al desnudo, entonces, todo el dispositivo de silenciamiento y negación, de mediaciones y transacciones que demandó la convivencia con lo siniestro en la Argentina de la dictadura. Mecanismos y estrategias destinados a dar por no sabido aquello que se sabía, a dar por olvidado aquello que no olvida ni se olvida.
Durante el proceso de Nuremberg, uno de los reos, Ernst Janning, ministro de Justicia durante el régimen nazi, develó el acoso de suspropios fantasmas. “¿No sabíamos? ¿Cómo que no sabíamos? ¿Acaso no escuchábamos las sirenas, los pedidos de ayuda, los gritos en la noche? ¿Eramos ciegos, sordos, mudos? Quizá no conociéramos los detalles pero si no sabíamos era porque no queríamos saber.”
En Nuremberg, Janning juzgó en sí mismo al resto de los alemanes que hicieron posible la existencia de los campos de exterminio. Como aquel guardián de Treblinka del que habla Todorov. “Yo no quería ver nada. Sí, creo que muchos hacían como yo. Era eso lo mejor que podía hacerse, usted sabe, hacerse el muerto.” Pero era así como se “hacían”, también, los muertos. En Alemania, y en la Argentina.

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

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