Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Las/12

volver


Vivirse de risa

A raíz de la iniciativa de los herederos de Chaplin, Keaton, Costello y los hermanos Marx, entre otros, se están desarrollando investigaciones sobre el alcance curativo de la risa. Aquí se profundiza esa buena idea, y se especula sobre el día en que uno vaya al médico y le receten, por ejemplo, media hora de Peter Sellers antes de dormir.

Por Rodrigo Fresán

Hay algo un tanto contradictorio en la frase “morirse de risa”, en el aspecto positivo de reírse teñido por el manto oscuro de lo fúnebre. La sospecha de que algo no funciona del todo bien ahí por más que una vez me contaron la historia verdadera de alguien que, literalmente, se murió de risa. Le contaron un chiste. Un chiste muy bueno. Empezó a reírse. No pudo parar de reírse hasta que su corazón dijo basta. Murió feliz, supongo. Pero es una excepción que no merece el honor de crecer a regla inquebrantable. Poca gente muere de risa (la gente se muere de tantas otras cosas que poco y nada tienen que ver con la felicidad y su reflejo más automático) y son muchos los que viven para el placer de curvar los labios, mostrar los dientes, dejar escapar ese sonido que nos acerca a la sana simpleza del animal y nos aleja, por suerte, por un tiempo, de la enferma complejidad del hombre. La risa –una buena sesión de risa– nos hace sentir más limpios y vigorosos y bien dispuestos para lo que venga. No es casual que algunos cómicos –esos que de vez en cuando sintonizan a la perfección con el signo de los tiempos que nos ha tocado vivir y que se las arreglan para buscarle y encontrarle la gracia y, de paso, ayudarnos a que nos causen gracia también a nosotros– ganen tanto dinero ahora tal vez como revancha por el hecho de que tantas cabezas de bufones hayan rodado en nombre de las úlceras de los reyes de antaño.
La buena idea es que hay evidencia cada vez más concluyente de que reírse hace bien y que la risa cura. Esto ya había sido predicado por el novelista Robertson Davies en su novela The Cunning Man, por el psiquiatra Robert Coles en The Call of Stories –ambos anexando al concepto la sugerencia de que las historias bien contadas y el suspenso de saber cómo terminan funcionan como el mejor de los tónicos para pacientes terminales y terminados– y por el cineasta Woody Allen cuando, casi al final de Hannah y sus hermanas recuperaba la razón y la alegría y superaba crisis existenciales y religiosas al entrar por casualidad a un cine y exponerse a la benéfica radiación de una película de los Hermanos Marx llamada Sopa de Ganso.
La mejor idea todavía es que ahora la teoría ha dejado los territorios de lo teórico para ingresar en el campo de lo práctico. Un grupo de científicos de la Universidad de California en Los Angeles ha comenzado una investigación que les llevará cinco años y que, aseguran, acabará por determinar de una buena vez por todas el alcance de las propiedades curativas que desde siempre se le han atribuido a la risa.
La idea mucho mejor todavía es que los patrocinantes del proyecto Rx Laughter (lo que equivale a Receta Risa) no son otros que los descendientes de los más grandes nombres en la historia del humor. A ellos acudieron los investigadores y ahora Christopher y Josephine Chaplin (hijo de Charles), Ronald Fields (nieto de W. C.), Melissa Talmadge Cox (nieta de Buster Keaton), Chris Costello (hija de Lou) y Bill Marx (hijo de Harpo) han hecho causa común con los guionistas Madelyn Pugh Davies y Robert Carroll (responsables durante años del I Love Lucy protagonizado por la pelirroja Lucille Ball) y con el canal de cable Comedy Central para recaudar dólares.
El estudio se concentrará en el tratamiento de diversos tipos de cáncer (recetando risa en lugar de quimioterapia), pero se irá ampliando hacia otras enfermedades continuando la investigación en el campo de lo que desde hace ya más de una década se conoce como psiconeuroinmunología, algo así como el estudio del modo en el que las emociones influyen positiva o negativamente en el sistema de defensas inmunológicas de las personas. Los primeros conejillos de Indias serán niños porque –de acuerdo con los médicos– “se ríen más fácil y mejor y todo el tiempo tienen ganas de reírse”. A ver qué pasa. Ya ha sido probado que reírse cien veces al día es tan positivo para el corazón y sus alrededores como hacer ejercicios de remos durante diez minutos. El asunto está, claro, en encontrar cien motivos para reírse cien veces al día. Cosa que no es fácil y acaso acabe justificando a ese número de gente cada vez mayor que anda riéndose sola por la calle y explique el vigor poco común que suele caracterizar a esos locos de remate que no pueden parar de reírse.
Jonathan Miller –doctor y escritor– alguna vez afirmó que “el humor es una materia imprecisa e inasible que silba entre las grietas de la mente como una especie de gas físico y difícil de embotellar, mucho más valioso que el petróleo, mucho más difícil de extraer en el que siempre seguiremos creyendo”. Lenny Bruce –comediante y monologuista in extremis– confesó que “la única forma verdaderamente honesta del arte es la risa; imposible falsificarla”. De lo que se trata ahora –en tiempos en los que nos paseamos arriba y abajo de nuestro espiral genético– es de codificar ese reflejo honesto, de descubrir el método para refinar ese gas esquivo. Fascina pensar en el día en que el médico nos recete Laurel & Hardy dos veces al día y un Peter Sellers antes de dormirse. Sorprende imaginarnos contentos porque nos han mandado a la videofarmacia en busca de un Steve Martin en pastillas y asqueados porque tenemos que bajarnos varias cucharadas de jarabe de Jim Carrey. Intriga pensar en si las ganancias de los cómicos del futuro próximo serán fijadas previamente por su alto potencial curativo o si sus cotizaciones y contrataciones se verán afectadas por el hecho de que “bueno, lo suyo funciona bien para las hemorroides, pero para eso ya tengo a... uh... Jorge Corona”. Tal vez, entonces, los humoristas actúen en hospitales (había una gran escena con un Tom Hanks en la piel de un cómico estudiante de medicina haciendo lo que mejor sabía hacer en un sanatorio de la película Punchline, “La última carcajada”) y los doctores vayan en busca de nuevos remedios milagrosos a esos clubes nocturnos donde siempre es medianoche y hay un tipo frente a un micrófono contando una historia de esas que te hacen vivirte de risa y que, quién sabe, tal vez con los años les haga ganar el Premio Nobel de Medirrisa. La risa, esa defensa contra todo, ese puente que nos ayuda a cruzar el abismo y pensar que del otro lado las cosas siempre pueden ser un poco mejor. No es casual que durante los velorios todos nos acordemos de ese chiste perfecto que habíamos olvidado y que ahora se nos hace imprescindible contar y que nos cuenten.
Mientras tanto y hasta entonces ya hay tres centros de la Universidad de Los Angeles donde, en salas con camas chiquitas y risas dispuestas, se vuelve a proyectar a un hombre a bordo de una locomotora, a unos hermanos tratando de que todo el mundo entre en un camarote de barco, a un pobre tipo comiéndose sus zapatos.
Ahí nadie le tiene miedo a la oscuridad.
Pocas veces la oscuridad resultó tan luminosa.

arriba