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Fisuras del poder

Pilar Calveiro nos recuerda que olvidar la resistencia de las víctimas es pensar que puede haber un poder total que es una ilusión del Estado,
algo imposible precisamente porque los sujetos son activos y siempre están buscando y encontrando las formas de escapar. Y que entre los sobrevivientes de los campos de concentración hubo muchas mujeres, seres especialmente entrenados culturalmente para invertir las desventajas y hacerlas jugar a favor aun en circunstancias límites

Por María Moreno

Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta en el arte de encontrar resquicios y de disparar sobre el poder con dos armas de altísima capacidad de fuego: la risa y la burla”. Con esta dedicatoria comienza Poder y desaparición (los campos de concentración en Argentina), de Pilar Calveiro, un libro cuya radical importancia quizás no ha sido aún del todo reconocida en la Argentina. Editado por Colihue, la única editorial que aceptó el desafío en un tiempo en donde la historia parece pasar sólo por el lecho de los héroes para instalarse en el mercado, o por los ideales para instalarse en la nostalgia, es quizás el que con más justicia se merece el acápite que patrocina la colección en que fue incluido y que se llama Puñaladas, ensayos de punta: “Libros para incidir. Relámpago de ideas sobre un cuerpo, deseo de abrir fisuras en el debate argentino”. Pilar Calveiro, sin embargo, no tramó sólo ideas sobre un cuerpo, sufrió en el propio los efectos del secuestro, la tortura y la desaparición –incluso la fractura múltiple en un intento de fuga– luego de que el 7 de mayo de 1977 fuera llevada por un comando de Aeronáutica al centro de detención Mansión Seré. Liberada un año y medio más tarde en la ESMA, estudió politicología en México, recogió testimonios de sobrevivientes y, luego de las vacilaciones propias de vincular su pasado como militante, su sobrevivencia a los campos de concentración, su presente de exiliada y su condición de académica, llegó el momento de despejar en acción intelectual esa certeza de Hannah Arendt –figura que cita en el libro– de que “cualquiera que hable o escriba acerca de los campos de concentración es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado por dudas con respecto a su verdadera sinceridad, como si hubiera confundido una pesadilla con la realidad”. En Poder y desaparición Pilar Calveiro realiza casi una taxonomía del poder desaparecedor, persuadida de que describir y detallar sus efectos jamás podrían ser confundido con una justificación sino que cumplen una función políticamente eficaz: la de materializar ese poder, es decir ponerle límites que le quiten su carácter omnipresente y por eso al mismo tiempo invisible. El análisis de Calveiro renuncia a las lógicas binarias –que ella encuentra propias del autoritarismo– sobre todo la que divide la experiencia de los campos en la de héroes y traidores “no sólo porque es injusta sino porque es insuficiente. No da cuenta de todas esas cosas que ocurren no digo en el medio –no hay dos extremos y en el medio algo de la gama del gris–, lo que hay es otras cosas que no entran en esa lógica y que implican un análisis más complejo”. Para Calveiro los desaparecidos son personas que simultáneamente pudieron resistir, someterse, confrontarse, haciendo todo eso a la vez. Y, si en Poder y desaparición no hay especiales marcas de género, pueden sospecharse desde la elección inicial de los testimoniantes que agrega a la extensa documentación existente y a los antecedentes internacionales dejados, entre otros, por Bruno Betelheim, Tzvetan Todorov y Hannna Arendt. “Me centré en cuatro: Graciela Geuna (Ejército), Martín Gras (Armada), Luis Tamburrini (Aeronáutica) y Ana María Careaga (Policía). Elegí uno por fuerza para evidenciar las similitudes del plan general. También tomé dos hombres y dos mujeres porque hombres y mujeres tienen maneras diferentes de testimoniar. Los hombres tienden mucho más a la precisión en cuanto a los nombres, los lugares, son como más objetivos entre comillas. En cambio algunos de los testimonios de las mujeres además de dar información entran de lleno en la vivencia. En ese sentido el testimonio de Ana María Careaga, como el de Graciela Geuna, son joyas porque siempre están yendo y viniendo de la información que dan a una valoración cualitativa de esa información. A mí me encantó la forma en que Graciela Geuna describe a sus captores. No sólo menciona la edad, los rasgos físicos sino que siempre habla de otros rasgos personales, si son exaltados, si son cobardes, inteligentes, crueles o estúpidos. Siempre habla de personas, con rasgos específicos. El de Martín Gras es muy lúcido como análisis político y el de Tamburrini es muy claro para explicar la situación interna de ellos en el momento en que se produce la fuga, como acto desesperado.
–Esa experiencia que contás de Blanca Buda desdoblándose y viéndose desde afuera en plena tortura suena a algo de un orden esotérico, lo que algunas prácticas espirituales han intentado mediante un largo camino.
–Para mí es una experiencia real, de la que yo no tendría la menor duda. Ahí tenés un ejemplo de cómo las mujeres suelen hacer un relato diferente. Y ese relato va mucho más allá de la información de quiénes la estaban torturando o en qué circunstancias, sino que habla de lo que le ocurrió a ella como experiencia personal. En esa dimensión de lo vivencial hay mucho por trabajar.

Mujeres son
las nuestras

–Existe un párrafo en Poder y desaparición en donde se describe el arquetipo que las Fuerzas Armadas tenían de las guerrilleras: “Las mujeres ostentaban una constante libertad sexual, eran malas amas de casa, malas madres, malas esposas y particularmente crueles. En la relación de pareja eran dominantes y tendían a involucrarse con hombres menores que ellas para manipularlos.”
–Yo diría que, en términos generales, para ellos la “subversión” era “peligrosa” no solamente en términos políticos. Lo que llamaban sedición tenía que ver con la ruptura de valores morales, familiares, religiosos. La subversión era algo que iba más allá de lo político. Yo creo que aun en su visión muy elemental tenían razón. Efectivamente nuestra generación se había planteado algo más que el problema del poder del Estado o de cuál era el sistema político con el que se debía regir la sociedad; se planteaba también otras formas de abordar la relación familiar, la relación de pareja, la paternidad y la maternidad, la religiosidad; toda esa serie de cuestionamientos que se dieron a fines de la década de los sesenta y que modificaban el lugar de la mujer en la sociedad. Entonces la visión que los militares tenían de las mujeres estaba muy ligada a esto; las veían como doblemente subversivas, tanto del orden político, como del orden familiar. Habían roto con el lugar que les tocaba de madres y esposas para lanzarse, “seguramente”, al sexo desenfrenado. En mi primer testimonio ante la Conadep, yo contaba que en Aeronáutica, durante la tortura, simultáneamente me preguntaban cosas tan disímiles y absurdas como cuál era la dirección adonde vivía Firmenich y a cuántas orgías había asistido.
–Es notable cómo ellos visualizaban juntas a todas las “subversiones”, mientras que en las prácticas había fricciones entre las “vanguardias” políticas, estéticas y sexuales.
–Nosotros inicialmente, es decir a fines de los sesenta, estábamos en esa búsqueda mucho más integral de la que te hablaba antes, pero en la medida en que la lucha se fue haciendo cada vez menos política y más militar, en que las organizaciones adoptaron una estructura más aparatista e institucionalizada, se incrementó el peso de una moral clase mediera catolicona, de la que venía gran parte de los cuadros dirigentes de distintas organizaciones, y se perdió mucho de lo que había sido ese primer interés.
–¿Existieron debates en torno de la cuestión de género?
–Más que debates existieron cambios que hoy pueden parecer poco significativos, de una transformación corta, pequeña, de una visión muy escasa, pero que en su momento fueron importantes. Creo que lo que se dio entre las mujeres fue una incorporación a las prácticas hasta entonces propias de los hombres, entre ellas una incorporación muy significativa a la militancia política en general y a la militancia armada en particular. Este fue un momento de la lucha de las mujeres. Se trató más de ocupar un terreno hasta entonces prácticamente vedado que de defender las particularidades de lo femenino. Por otra parte, se pensaba que la situación de desigualdad de la mujer se resolvería mágicamente una vez instaurada una nueva sociedad, de manera que se postergaba este debate como secundario con respecto de la transformación social y política.
–¿Cómo eran miradas por los varones, aquellas de las que se decía “mujeres son las nuestras, las demás están de muestra”.
–Había un reclamo muy fuerte hacia las mujeres para que actuáramos en términos de una igualdad entre comillas –es decir, la demanda de igualdad en condiciones desiguales–, un reclamo de que hiciéramos lo mismo que los hombres, que nosotras tendíamos a aceptar como válido.
Y creo que nosotras nos planteamos como desafío esto: ser capaces de asumir las mismas responsabilidades que los varones. Sin embargo, había muchas desigualdades, evidentes y sutiles, como una forma de organización y de prácticas políticas básicamente masculinas, pensadas por hombres, para hombres, más accesibles, desde lo culturalmente establecido para los hombres que para las mujeres. Por ejemplo, era muy difícil conciliar la militancia con la maternidad, que aunque mucho más compartida con los hombres seguía siendo, de todos modos, fundamentalmente femenina. En términos organizacionales, la Conducción Nacional de Montoneros fue, salvo la honrosa excepción de Inés Carazo, ocupada por hombres. Sin embargo, hubo cierto sentido de igualdad entre los géneros, de reconocimiento de la paridad del otro como un interlocutor válido y como compañero o compañera de una ruta en la que se ponía en juego nada menos que la vida.

Cautivas en acción
–Hubo un gran número de sobrevivientes mujeres, ¿eso les da un plus de sospecha?
–Yo creo que la situación de desventaja que las mujeres tienen en cualquier esquema machista puede invertirse y jugar a favor en determinadas circunstancias. En algunos casos, se puede considerar que ocurrió esto en las circunstancias de secuestro.
–Quizás por su saber sobre la subjetividad y su cultura de “tretas del débil”.
–De hecho hay una sobrerrepresentación de mujeres en el universo de los sobrevivientes. Yo creo que en algunos casos pudo haber ventajas relativas para las mujeres, en las que confluyeron muchísimos elementos. Uno de ellos es que la propia visión masculina las puede percibir como “monstruos mayores”, como se mencionó antes, pero también como menos peligrosas, como enemigo menor, como más débiles, como menos responsables de sus actos. También, en este sentido, abundó la idea de que las mujeres habían sido puestas en riesgo por la “irresponsabilidad” de sus maridos, de la que los militares podrían aparecer como “salvadores”, en contados casos, muy específicos. Por otra parte, todos los ejércitos han tratado de adueñarse de las mujeres de los vencidos y entonces, el hecho de preservar a aquellas que casualmente fueran esposas o compañeras de dirigentes políticos es también una forma de apropiación de sus vidas y, en algún sentido indirecto, en el imaginario, una forma de poder sobre los hombres, los otros hombres que teóricamente poseían a esas mujeres. Creo que eso también puede haber jugado como un elemento importante. Pero tampoco se puede soslayar que, si el hombre está socialmente preparado para actuar de una manera mucho más frontal, la mujer conoce mejor lo que podríamos llamar resistencia. Sabe cómo moverse lateralmente, rodeando los fenómenos, manejándose de manera subterránea, indirecta y esto le permitió, en algunos casos, actuar con más habilidad en la situación de secuestro, buscando resquicios y encontrándolos, cuando la suerte la acompañó. Si no me equivoco, se registró algo parecido en los campos de concentración nazis.
–¿Cuáles eran los indicios de “recuperación” en el caso de las mujeres?
–Ellos habían creado un estereotipo que les permitiera odiar y eliminar al otro porque así se procede en cualquier proyecto autoritario de exterminio. Ahora, lo que va a pasar en la convivencia con los prisioneros es que los sujetos con que ellos se encuentran no corresponden con este estereotipo. Y esas mujeres que ellos habían construido como crueles, frías, malas madres y peores esposas, tampoco coincidían con las que tenían enfrente. En el caso de la Armada –porque la Aeronáutica no se planteó ninguna recuperación, sino el simple exterminio– lo que los marinos llamaban recuperación, con toda la ambivalencia de esta figura, tenía que ver con que una mujer recuperara las conductas y los roles tradicionales. En alguna medida, asumirse como el convencional objeto de complacencia, es decir, no agresiva, arreglada físicamente, cuidada, dedicada a la atención de otros, en particular de la familia y, sobre todo, centrada en los hijos.
–¿Las violaciones eran un plus dentro de la experiencia del campo o tenían una resonancia especial?
–La violación estaba comprendida dentro de la experiencia de la tortura. Era una parte más de ese procedimiento de múltiples vejaciones del cuerpo, que se practicaba por oficio en la mayor parte de los campos de concentración. Tal vez donde menos registro hay de esta práctica es en la Escuela Mecánica de la Armada.
–¿Había fuerzas que ya fuera por convicciones religiosas o por cualquier otro motivo “respetaban” en ese sentido?
–Hubo diferentes maneras de entender la tortura. En Escuela Mecánica tenía que ver con un procedimiento más aséptico, como técnico, de obtención de información. Ahí la práctica habitual no era la violación, lo cual no quiere decir que no haya existido en ningún caso. En Aeronáutica, en cambio, la tortura era de tipo inquisitorial, se aplicaba como “castigo ejemplar”, aunque no se persiguiera ninguna información. En esta modalidad, la violación era la práctica habitual. De la mano de la tortura venían la violación o la vejación. De mujeres y hombres.
–Vos mencionás que en los campos suelen armarse algo así como “parejas” de presos, de amigos que se sostenían uno al otro.
–Bruno Betelheim vio en los campos de concentración nazis que se formaban estas duplas y efectivamente pude observarlo en la experiencia que me tocó vivir. Yo creo que tiene que ver con una situación de gran hostilidad del medio y de desconfianza generalizada, en donde es necesario descansar en otro. Y ese otro en que se confía, ya sea porque lo conocías desde antes o porque por algún gesto te ha dado pruebas o indicios de que podés confiar en él, tiene un peso extraordinario. Es tu amarre a tu propio ser y a tu propia afectividad. Un otro en el que podés descansar, con el que podés expresar los temores que tenés y lo que realmente pensás. Es un espejo que te permite recuperar tu propia identidad. Este otro espejo ha sido fundamental para la sobrevivencia de la gente, para la posibilidad de mantenerse entero.
Porque el campo es un lugar de simulación donde hay que esconder todo lo que hay de resistente, de genuino. Lo único que se puede mostrar es lo que el campo de concentración permite o alienta. Y ese otro es el que te da la posibilidad de reflejar la otra parte tuya que permanentemente tenés que estar escondiendo. Para mí ese otro fue Lila.

Reparar lo irreparable
Poder y desaparición es sólo una parte de un libro mayor cuyos dos primeros capítulos reflexionan, uno sobre el sistema político, los partidos y las Fuerzas Armadas y el otro sobre la guerrilla. Aún esperan ser publicados en este país cuya capital cicatriza a medias en monumentos y reparaciones económicas que han levantado airados debates. La ex militante responsable que hay en Pilar Calveiro le impide analizar las maneras en que se ha reciclado el poder desaparecedor en un lugar adonde hoy se encuentra de visita, sin embargo en algunos modos de “sanación” tiene una posición tomada.
–¿Cuál es tu opinión en el tema del cobro de las indemnizaciones?
–Yo estoy absolutamente de acuerdo con cobrarlas. Nadie puede suponer que la indemnización repara la desaparición de alguien, porque la desaparición de una persona es irreparable, de la misma manera que la tortura. Sin embargo, cuando hay una ley que establece que determinadas personas son damnificadas, que han sido dañadas, y el Estado asume la responsabilidad de ese daño a través del reconocimiento material, esto es socialmente importante. Por eso yo considero correcto el cobro de las indemnizaciones. Creo que es justo que alguien que perdió a su padre se pare delante de una ventanilla y diga “yo vengo a recibir una reparación por un daño que se me infringió, que me infringió el Estado argentino”. Implica que hay alguien que ha sido afectado por la situación y hay alguien que se hace responsable, y por eso hay un resarcimiento. Es un acto. Por otra parte, creo que, efectivamente, los chicos que quedaron huérfanos deben recibir un dinero que nunca recibirán de sus padres. Un dinero con el que, por ejemplo, puedan comprar una casa. Hay quienes dicen: “¡Qué barbaridad! ¡Cómo ese dinero va a servir para que alguien se compre una casa!”. A mí me parece perfecto que quien no ha tenido un papá o una mamá que lo pueda ayudar económicamente reciba ese dinero y pueda comprarse un departamento; realmente no me parece un lujo ni una perversión. La indemnización no restituye al desaparecido, pero es un reconocimiento social de que la desaparición existió y que el Estado asume la responsabilidad de la misma.
–¿Y respecto del monumento a la memoria de los desaparecidos?
–Mi hija menor, María, hace pintura y escultura. Ella presentó un proyecto para el monumento, con una idea que a mí me parece muy bonita, tomada de un artista polaco, Boltansky, que trabajó mucho sobre el Holocausto. Cuando a él le preguntaron si haría un monumento a las víctimas del Holocausto, contestó que no querría hacer ese monumento, pero que si lo hiciera haría uno que tuviera que estar reconstruyéndose permanentemente porque el peligro de los monumentos es que fijen la historia, cerrándola, clausurándola. Entonces él, y también mi hija María, pensaban en un monumento que se reconstruyera, como tiene que estar reconstruyéndose la memoria. Si uno arma un monumento o un parque de la memoria con la idea de mantener la presencia de este drama para permitir su reelaboración, su recomprensión, me parece que tiene todo el sentido. Mantener la presencia es también una forma de cerrar parte de la historia, pero permitiendo su procesamiento, cerrándola y reabriéndola, no “desapareciéndola”. No se puede pensar en un monumento como algo que lo realizamos y cancela o cierra el problema; no creo que ésa sea la intención. Pero aun cuando alguien pretendiera eso, sería imposible porque esas cosas no se pueden cancelar, están vivas. Son los más responsables de esta historia los que tratan de cancelarla. Pero el monumento, como todos los actos de memoria, tiene la posibilidad de cerrar para reabrir incesantemente la mirada sobre el drama de la desaparición; en ese sentido tiene un valor de reparación que es sanador.
–En los primeros testimonios hubo una tendencia a narrar la experiencia de los desaparecidos como la de una masa inerme en manos de un poder absoluto. En tu libro rescatás dentro de la resistencia sus “virtudes cotidianas”. Y en el capítulo dedicado a vanguardias iluminadas hacés algo así como –no sé si usar esta palabra– autocrítica.
–Ver al que está resistiendo como algo inerme es quitarle la condición de sujeto y yo rechazo absolutamente eso. En política hay relaciones de poder en donde está clarísimo que, por definición, hay profundas asimetrías. Entonces en la situación del golpe del ‘76 la asimetría entre lo que fue el proyecto revolucionario y la guerrilla, por un lado, y el poder militar por otro, es clarísima, no sólo en términos de fuerzas desiguales sino también en términos de proyectos y propuestas antagónicas. Esta asimetría se profundiza dramáticamente, hasta el extremo, dentro de los campos de concentración, pero eso no quiere decir que quien está en posición de desventaja sea una víctima inerme. Es alguien que se mueve, que tiene voluntad y que tiene la capacidad de actuar dentro de esas relaciones de poder completamente desiguales. El hecho de sacarlo de la supuesta condición de víctima inerme no le quita nada sino que le agrega. La víctima inerme es el lugar del sujeto paralizado. Y creo que ésa fue precisamente la intención del poder militar: paralizar a la sociedad y paralizar toda resistencia, toda oposición, pero finalmente no lo logró. Sólo lo logró parcialmente en algunos momentos. Del otro lado del pretencioso poder militar, hay otros que se mueven, desde una posición de sujeto inteligente, activo. Justamente poner el acento en esa parte no diluye la injusticia. Por el contrario, olvidar la resistencia es pensar que puede haber un poder total. Pero el poder total sólo es una ilusión del Estado –desde Leviatán para acá–. En realidad el poder total es imposible. Precisamente porque los sujetos son activos y siempre están buscando y encontrando las formas de escapar. Vos usás con cautela la palabra “autocrítica”. Yo creo que de lo que se trata es de responsabilidades.
–En lugar de “culpas”.
–Y sería muy importante una reflexión crítica de los distintos actores, una reflexión política que permita establecer esas responsabilidades. No se trata de establecer ni de compartir culpas; no jugamos todos el mismo papel y es importante deslindar responsabilidades. Yo creo que nuestra generación asumió una práctica política de un gran protagonismo y que en esa práctica hubo grandes aciertos y también grandísimos errores. Creo que nos toca ahora hacer una evaluación de ella. Creo que no puede terminar la historia diciendo: “esto fue lo que pasó y ahí queda” y que los que vienen después se las arreglen con ese paquete. Y para hacer esa evaluación es necesario volver sobre lo que fue la práctica de las organizaciones revolucionarias y armadas, separándose simultáneamente de una visión ideal-heroica como de una visión condenatoria, despectiva o de ninguneo. Hay que valorar los aportes, las apuestas, los desafíos y simultáneamente las patas que se metieron, la gravedad de los errores políticos, las cosas que se querían transformar y sin embargo se reprodujeron, y por qué. Creo que debemos realizar esta valoración para los que vienen después de nosotros. Ahora nos toca hacer ese trabajo.