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Volviendo a traducir a Shakespeare

Armar bardo

POR CARLOS GAMERRO

El primer formidable enemigo que deberán enfrentar el autor y el lector de traducciones es aquella actitud que podemos llamar el fetichismo del original. Todos hemos escuchado su voz: “¿Cómo vas a leer a Dante en español?” “Joyce es intraducible.” “Para apreciar a Flaubert hay que leerlo en francés.” El elitismo de los denostadores de traducciones no deja de ser bastante acotado, y los mismos que así dicen se mosquearían si se les retrucara con frases del tipo “Tolstoi sólo puede leerse en ruso” o “Endo no es nada sin la música del japonés”. Dada la profusión de lenguas y literaturas (algo, sí, perfectamente inmune a la globalización), la traducción, entendida como expansión territorial de dos culturas fuera de las fronteras de sus lenguas, es una aventura siempre provechosa, a la vez que un fuerte factor de democratización en el acceso a la diversidad cultural. Pero es en la dimensión temporal que la traducción se convierte a la larga no en una opción sino en una inevitabilidad. Las grandes obras literarias, hemos aprendido en Occidente tras nuestros escasos tres milenios de tradición literaria, exhiben una alarmante tendencia a sobrevivir a la lengua en la cual fueron concebidas. Ya nadie habla, de manera natural, griego clásico o latín, y el hablante de griego moderno o italiano no puede acceder a la literatura original de su propia tradición sin aprender estas lenguas muertas, tarea que sólo especialistas, habitualmente universitarios, están en condiciones de encarar. En el caso de la literatura inglesa, su poema fundacional, el Beowulf, compuesto en anglosajón hace apenas doce siglos, sólo puede ser leído por quienes estén dispuestos a adentrarse en los vericuetos de esa lengua muerta. Incluso Los cuentos de Canterbury, escritos por Chaucer hacia fines del siglo XIV, se leen habitualmente en traducción al inglés moderno. Shakespeare, en cambio, se sigue leyendo en versión original, para lo cual basta con la preparación que ofrece la escuela secundaria, y el apoyo de ediciones copiosamente anotadas. Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Y por cuántos siglos los hablantes del español podrán seguir leyendo la obra del rey Alfonso el Sabio, o El Conde Lucanor, con las mismas palabras que sus autores utilizaron? Tarde o temprano, “la lengua de Cervantes” y “el español” ya no serán sinónimos. Todas las lenguas aspiran a la condición de lengua muerta, y todo texto a la condición de texto traducido. La traducción es entonces un mecanismo de supervivencia, una máquina del tiempo mediante la cual la literatura evita la extinción de sus principales obras, y en este sentido el clásico traducido tiene una ventaja sobre el original. El hablante del inglés que se acerca a Shakespeare hoy debe remontar una distancia temporal considerable, un efecto de radical extrañeza: para leerlo debe aprender, si no una nueva lengua, un nuevo dialecto de su lengua. Un hispanohablante, en cambio, leerá no la traducción de cuatrocientos años atrás sino una actual, y las dificultades serán apenas mayores que las de leer cualquier obra contemporánea traducida. En el ámbito de su lengua, un clásico perdura; en lenguas extrañas, el clásico revive, a veces con cada generación literaria.
Pero otra clase de problemas surge entonces, no ya por la cualidad de la lengua original sino de aquella a la cual es vertida. Un argentino lee la traducción española, un chileno la traducción mexicana, un español la colombiana: Shakespeare puede terminar resultándonos ajeno no por su inglés sino por su español. ¿Qué soluciones se han intentado? Hasta ahora, la única era la solución a la española: todos leen nuestras traducciones, y nosotros no leemos las de nadie. Dos son las editoriales peninsulares que en la actualidad llevan adelante proyectos sistemáticos de traducción del canon shakespeareano: Cátedra, que ofrece las correctas ediciones traducidas y anotadas por Manuel Angel Conejero y Jenaro Talens, del Instituto Shakespeare de Valencia; y Editorial Espasa, que ofrece las muy musicales del poeta José Angel Pujante. En ambos casos, el proyecto se lleva a cabo de manera responsable y rigurosa, aunque cabe señalar ciertaslimitaciones: son traducciones realizadas en España y por españoles, es decir sin tener en cuenta la diversidad de la lengua. Además, al ser realizadas siempre por las mismas personas y de a una por vez, aparecen muy cada tanto, y es dudoso que se llegue a completar la traducción de la totalidad del canon al español (hazaña lograda en nuestro siglo únicamente por el venerable Astrana Marín). Con el agravante de que, por preferencia del traductor o exigencias de la editorial, son las obras más populares las que primero se traducen, y las menos conocidas quedan siempre para un final incierto: cualquier recorrida por las librerías locales puede confirmarlo: una profusión de traducciones diferentes de Hamlet, muchas de Romeo y Julieta, apenas menos de Otelo y Macbeth, algunas comedias sueltas, mientras Pericles, Coriolano, Cimbelino, Tito y Timón esperan turno en un eterno final de la cola. La traducción también establece sus propios cánones, y a veces por mera inercia éstos tienden a perpetuarse a lo largo del tiempo. Algunas, además (tal el caso de las gestadas en el Instituto Shakespeare), son traducciones de académicos para especialistas o estudiantes de literatura: muy confiables, muy densas (en el mejor y en el peor sentido), algo arduas de leer y prácticamente imposibles de recitar.
Y sobre el filo del nuevo siglo, una alternativa. Editorial Norma, de Bogotá, Barcelona, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, Lima, México, Panamá, Quito, San José, San Juan, San Salvador y Santiago, acaba de lanzar al ruedo la segunda serie de cinco títulos de su Colección “Shakespeare por escritores”, compuesta por las traducciones de La doma de la fiera, Enrique IV, Otelo, Troilo y Crésida y La comedia de los errores, que vienen a sumarse a las ya publicadas Pericles, Julio César, Romeo y Julieta, Como les guste y Medida por medida. Esta colección difiere en varios aspectos de las anteriores. Por un lado, todos los traductores son escritores, y entre todos (nueve españoles, ocho argentinos, siete colombianos, cuatro mexicanos, cuatro uruguayos, cuatro chilenos, tres cubanos, un boliviano, un norteamericano, un venezolano) cubren un amplio espectro de variantes del español, entre las cuales el de España es una más, no la norma, no la madre. Además, se trata no de una apresurada respuesta a las urgencias del mercado (que en el caso de Shakespeare suele corresponder al lanzamiento de una nueva película con actores de Hollywood) sino de un proyecto de aliento sostenido, decidido a traducir la obra completa (incluyendo la poesía), que no privilegia los títulos más gancheros y deja los menos populares para el final. Y es, sí, algo que de tan infrecuente habíamos olvidado siquiera la posibilidad de su existencia: un proyecto cultural latinoamericano.
Marcelo Cohen, editor general de la colección y traductor junto a Graciela Speranza de uno de sus títulos, La tempestad, había inicialmente concebido el proyecto como parte, o eco, de los festejos del Quinto Centenario, pero al ofrecerlo a varias editoriales españolas, éstas no se mostraron interesadas. Parecía inevitable que fuera una editorial basada en Latinoamérica, como la colombiana Norma, la que finalmente asumiera la responsabilidad. Con gran tesón, Cohen pudo reunir el equipo de algo más de cuarenta valientes que lo acompañaran en la empresa: muchos escritores contactados dijeron que no, pero sugirieron a otros, que a veces (tal el caso de un mítico costarricense) jamás pudieron ser hallados; algunos, al cabo de un año se dieron por vencidos y obligaron a la búsqueda desesperada de reemplazantes; a otros, la lucha con el peso pesado más grande de todos los tiempos los llevó al borde del colapso nervioso y el fracaso matrimonial. Fueron estos erráticos factores, y no preferencias previas, los que determinaron la cantidad de escritores por país, y que algunas literaturas (como la peruana, la guatemalteca, la nicaragüense) finalmente no estuvieran representadas. Para animársele a Shakespeare fue necesaria una dosis no sólo de osadía sino también, señala Cohen, “deirresponsabilidad, como la de tener un hijo: hemos quedado todos escrachados ahí”. A esta osadía se une, podemos agregar, una tozudez casi bolivariana o guevarista de avivar el alicaído fantasma de esa entelequia llamada alguna vez literatura latinoamericana, hoy en día atomizada, o representada por literaturas que se vinculan radialmente a partir de la edición y la distribución españolas, y no de manera horizontal y entrecruzada. En la visión de Cohen, la resonancia de la empresa trasciende el campo estético, y adquiere una dimensión política. “La relación de Latinoamérica con la tradición está a punto de colapsar”, señala, “y de lo que se trata es de establecer quién es el dueño de la lengua”. No España, entonces, tampoco Latinoamérica en exclusividad. ¿La lengua es de todos? Lo será sólo en teoría, si no surgen más proyectos concretos como el de esta colección, que intenta ser, al decir de las palabras de su prólogo general, “al mismo tiempo una lectura contemporánea, un conjunto de interpretaciones de un autor canónico y una muestra del estado de nuestra lengua cuando acaba un siglo y empieza otro”. Pero aquí también acechaba un peligro: el de convertir al canon shakespeareano en un equivalente literario de la OEA, o en un carnaval de Romeos chévere, Hamlets chamacos y Cleopatras charrúas. “Un uso dúctil de la contemporaneidad de la lengua, sin abusar de los localismos, pero trabajando desde el rumor de la lengua materna, sobre todo en cuestiones de prosodia, de inflexión, de dichos...”, señala Cohen, fue la consigna general para los traductores, no sólo para garantizar la inteligibilidad de país a país sino para evitar el efecto ridículo de insultos lunfardos proferidos en una taberna inglesa. “Encontrar palabras que no se perdieran en las distancias entre los numerosos castellanos”, conculcan Caparrós y Von der Walde en su prólogo a Romeo y Julieta. Rosenberg y Samoilovich, hablando de su traducción de Enrique IV, pueden resumir el carácter general de los textos resultantes: “La voluntad de no presentar un Shakespeare arcaizante ni banalmente modernizado ni naturalísticamente coloquial ni artificioso, cuando a menudo es asombrosamente directo, ni absurdamente virado a un lenguaje rioplatense ni esterilizado en un español abstracto: todas estas exigencias sumadas podrían paralizar a cualquier traductor. Nuestra opción fue más la de sumar, la de seguir casi todas las tentaciones, generando una suerte de lengua inventada, en la que intentamos que las costuras de sus componentes no se notaran y tuviera primacía un cierto gusto, vigor y gracia de elocución”.
La opción por traductores que sean a la vez escritores –y sin la obligación adicional de ser académicos o especialistas– no sólo cuenta con precedentes prestigiosos en Francia e Italia sino que es –señala Cohen– práctica corriente en los países de Europa Oriental. Entre nosotros –latinoamericanos– existen precedentes en el solitario Trabajos de amor perdidos, de César Aira para Perfil Libros, y en algunas de las traducciones de Editorial Losada (los Sonetos, por Manuel Mujica Lainez, Noche de Reyes por Emir Rodríguez Monegal, Romeo y Julieta en la versión libre e incompleta de Pablo Neruda). Puesto a justificar esta inspiración inicial, Cohen sensualiza sus argumentos: “Ser escritor no da patente de corso como para hacer cualquier cosa, pero nos daba un plus de libido y de conocimiento interior de la lengua, una especie de intimidad con la sintaxis, de necesidad. Y amor”. Es fácil simpatizar con este punto de vista. El escritor como traductor puede ser más osado, más dueño de su lengua, más proclive a realizar lo que Walter Benjamin señalaba como una de las misiones de la traducción: modificar la lengua receptora, hacerle violencia, para que esa literatura y esa lengua nunca sean las mismas después de acomodar en su seno las traducciones de otras lenguas. De todos modos, para tranquilidad de quienes quieren estar seguros de que eso que están leyendo “es lo que Shakespeare puso”, cabe aclarar que la primera consigna, teniendo en cuenta la natural propensión de los escritores a lalibertad creativa, fue “nada de versiones: traducciones”. Puesto a definir el rasgo distintivo de la nueva colección, Cohen señala que las traducciones son “más tersas, más musicales y confiables”.
El texto original (siempre conflictivo, dada la proliferación de folios y cuartos que ofrecen innumerables variantes textuales para cada obra en particular) se basa en la edición crítica The Oxford Shakespeare, dirigida por Stanley Wells y Gary Taylor, pero se consultan también otras prestigiosas ediciones, como la Arden Shakespeare. Una vez hecha la traducción, ésta es cuidadosamente revisada por el editor general y su equipo, lo cual supone una garantía de confiabilidad infrecuente en el habitualmente errático y artesanal mercado de traducciones al español. Cada traductor tuvo la libertad de elegir la forma métrica más adecuada para acomodar los pentámetros yámbicos del autor inglés: largos alejandrinos en el caso de Romeo y Julieta (lo cual a veces produce la extraña sensación de que en la línea traducida hay más que en el original); versos impares de variada medida en Enrique IV (multiplicando los encabalgamientos y probando así que la correspondencia línea a línea, principio que otros traductores decidieron respetar a rajatabla, es como mucho un valor relativo); verso libre en la mayoría de los casos, y hasta prosa en uno de los títulos publicados hasta ahora (Otelo). La libertad y diversidad dentro de la unidad, característica de esta colección, se nota también en los prólogos: “Shakespeare en prosa no es Shakespeare” escribe Víctor Obiols (La doma de la fiera), y Alejandra Rojas señala que Julio César “demostró ser irreductible a la forma de prosa”, mientras Jaime Collyer decide prosificar Otelo “a despecho de quienes todavía esperan un Shakespeare al pie de la letra”. Consideradas globalmente, las obras que componen la colección garantizan como mínimo una escrupulosa fidelidad al mundo y el sentido de cada obra, y se permiten mayor variedad en cuestiones de estilo y lenguaje. Romeo y Julieta, de Martín Caparrós y Erna von der Walde, a pesar del poco auspicioso tono canchero del prólogo, logra producir en muchos momentos aquella sensación de deleite estético, tan infrecuente en la literatura traducida, que Vladimir Nabokov localizaba en el erizamiento de los pelitos de la nuca. Mirta Rosenberg y Daniel Saimolovich logran una traducción ejemplar de Enrique IV, que hace justicia no sólo a la majestuosa –y pomposa– poesía de la corte sino también a las escenas de taberna, logrando con una prosa coloquial y la acertada búsqueda de equivalencias para los juegos de palabras promover al incomparable Falstaff un poco más cerca del lugar central (junto a Hamlet, Otelo, Macbeth, Lear y otros “grandes” personajes) que hasta ahora los lectores en español le han venido mezquinando. La chilena Alejandra Rojas cuenta en su prólogo haber aceptado la empresa de traducir Julio César mientras escribía una biografía de Salvador Allende, y la vibración de su traducción posiblemente se nutra del encuentro entre la peor retórica (el discurso político, especialmente el golpista) y la mejor poesía. Prosificar una de las obras más poéticas de Shakespeare (Otelo) puede parecer una decisión desafortunada, como también suprimir el voseo por “arcaizante” para después desperdigar por el texto locuciones como “perder la chaveta”, “granuja”, “he ahí”, “bribón” y “en demasía”. Es de esperar que la publicación de Cimbelino de César Aira dé nuevo aliento a quienes justifican la viabilidad de un Shakespeare en prosa. La traducción de Víctor Obiols, la única española editada hasta ahora, ofrece una versión de La doma de la fiera que, tal vez por formar parte de un proyecto hispanoamericano, tal vez por tratarse de un autor de poesía en catalán, no participa del habitual provincianismo castizo de sus compatriotas, especialmente en una zona tan delicada para el traductor como es la de la injuria. De las otras traducciones examinadas, que es imposible seguir comentando una a una, sólo resta decir que ninguna desmerece la calidad del conjunto y que todas se rinden sin problemas a lo que, en últimainstancia, es el criterio primero: la lectura que, en lugar de vapulear cada verso con su original inglés, sigue de corrido, con ánimo de lector que prescinde de la suspicacia y quiere pasar un buen rato, el texto en español. Y seguramente también atravesarán con éxito la prueba de fuego de la representación teatral, aliviando de aquí en más a actores y directores de la pesada tarea de hacer nuevas traducciones cada vez, como es práctica corriente al menos en nuestro país. Andrés Ehrenhaus, en su prólogo a la fundamental y entre nosotros casi desconocida Pericles, príncipe de Tiro, parece hablar por todos cuando señala: “Encuentro lícito exigir que la traducción de una obra de teatro sea tan representable como el original. Que los actores no sufran al declamarla... Que el público actual la entienda sin necesidad de ofrecerle una versión rebajada y predigerida”.
La próxima entrega, programada para agosto, ofrecerá las traducciones de Cimbelino (César Aira), Enrique VI partes 1, 2 y 3 (Roberto Apratto), La tempestad (Marcelo Cohen y Graciela Speranza), Noche de reyes (Piedad Bonnett) y Sueño de una noche de verano (Andrés Hoyos). Editorial Norma promete, además de las necesarias ediciones bilingües y la edición en un solo volumen de obras completas para cuando haya concluido la tarea de traducción, la publicación de La invención de lo humano, el nuevo libro sobre Shakespeare del prolífico Harold Bloom, y de una Guía de Shakespeare
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