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Ficcion Imposible

POR ALEJO SCHAPIRE, DESDE PARÍS

“Un veneno infesta la literatura: la imaginación”. La cita –que parafrasea el comienzo del Manifiesto Comunista– es la primera línea de Contra la imaginación (Espasa-Calpe), una virulenta proclama literaria firmada por el escritor Christophe Donner. La tesis del francés, autor de unas treinta novelas cuyos títulos están plagados de “yo”, “mi” y “mis”, es la siguiente: la imaginación es una peste que contamina “la esencia misma de lo que se supone que el arte debe ofrecernos: un reflejo de la vida”, un camino para explorar “el gran misterio de sí mismo”. En este contexto, la imaginación tendría una función hipnótica, de mera distracción, de mentira. Así, todo escrito cuya órbita se aleje del ombligo de su autor sería una estafa.
Tal vez sin saberlo, Donner y su manifiesto literario, publicado a fines del ‘98, le darían el corpus teórico a la última moda en las plumas francesas: la littérature du moi.

MADAME ANGOT, C’EST MOI Entre las 334 novelas francesas publicadas en el otoño del ‘99 se escondía una bomba: El incesto, de Christine Angot (Seix Barral). Antes de estar disponible en librerías, los rumores habían convertido esta obra en el roman de la rentrée. La controversia –y el éxito– que acompañó la comercialización de la novela tuvo mucho que ver con esta nouvelle vague literaria. “Fui homosexual durante tres meses”, comienza el libro, con un tono crudo y directo. Quienes leyeron, o mejor dicho, quienes fueron testigos de las últimas novelas de la escritora, y sobre todo de Tema Angot (el título es revelador) vuelven a encontrarse con su incesto, varias veces refritado en otros textos. Reaparece el padre, que conoce recién a los 14 años. Es un hombre erudito y bon vivant, que maneja más de treinta lenguas y es experto en egiptología. La incipiente escritora queda obnubilada. Hasta los 16 años vive una experiencia –en esta literatura es todo lo que cuenta– que en un tramo de El incesto sintetiza con una enumeración: “La sodomización, el auto, chupársela en el auto, comerle mandarinas sobre la pija, tiesa, verlo en el baño, escucharlo hacer fuerza, los faraones de Egipto, Champollion”.
Dueña de un estilo entrecortado y de una lacerante tendencia a la repetición, que le debe mucho a Céline, Angot convierte a sus lectores en voyeurs ocasionales y psicólogos improvisados. Para ayudarlos a participar del análisis, llega al extremo de incluir varias páginas extraídas del Diccionario de psicoanálisis de Elisabeth Roudinesco y Michel Plon.
Entre ellas, el lector agradecerá las entradas “histeria”, “perversión”, “paranoia” o “locura”. La participación de esta coartada científica recuerda la intervención de psicólogos como moderadores e interpretadores en los paneles de los reality shows que azotaron la televisión mundial del fin de siglo.
Acusada de egocentrismo y de lucrar con su intimidad, Angot se defiende ante sus lectores: “Cuando la gente lanza esa palabra, narcisismo, es porque están verdaderamente asqueados de ver que alguien se interesa por sí mismo más de lo que ellos se interesan en sus vidas. Tal vez me pierda algo al no escribir ficciones como los demás. Como esos boludos tan satisfechos por tratar sus vidas con pinzas, con esa distancia. Se quejan de que en la literatura francesa no hay frescos de la sociedad. Sólo putos y mujeres. Demasiados textos narcisistas, ‘ombliguistas’. Yo es el pronombre de la intimidad, pero sólo encuentra un lugar en las cartas de amor. Cuando decimos yo en un texto público, es por amor a ustedes, ¿no comprenden?”.
La efímera relación lésbica de Christine, su mediatizado incesto, su relación con su hija Leonore y su ex marido Claude nutrieron durante meses una polémica que le valió agresiones callejeras y el temor de juicios por hacer pública la vida de sus semejantes. Mientras tanto, las estanterías de las librerías hacían lugar para acoger la llegada de nuevas obras de otros “cronistas de sí mismos”.

MEMORIAS DEL SUBSUELO Quizás el único exponente que haya ido tan lejos en la “literatura del yo” como Angot sea Guillaume Dustan. El muchacho se recibió en la muy selecta Escuela Nacional de Administración (E.N.A.), templo de élite de la meritocracia francesa, fábrica de altos funcionarios que se convierten luego en jueces, ministros, patrones de multinacionales o presidentes. Su destino estaba trazado, pero algo falló.
Un buen día, Dustan decidió trocar la toga de jurista por una peluca verde flúo y un conjunto de cuero tipo Village People. Estableció su cuartel general en Le Marais, el barrio parisino de la comunidad gay. Adepto del fist-fucking y otras prácticas sadomasoquistas, empezó a describir en sus novelas los orgiásticos backrooms (partes traseras o sótanos) de los bares del Marais, donde consume cantidades industriales de partenaires, ecstasy y alcohol. Durante un tiempo fue una suerte de portavoz de la comunidad homosexual. Pero eso fue antes de que escribiera que, sabiéndose seropositivo desde hacía casi una década, solía evitar “la molestia” de los preservativos.
La crítica define su prosa como “comportamentalista” y la compara al behaviorismo de Breat Eston Ellis. La frontera que separa su literatura de su vida es inexistente. Su última novela, Nicolas Pages (nombre de otro escritor y amante suyo), por ejemplo. Publicada en la colección que él mismo dirige en la editorial Balland y distinguida con el premio 1999 del Café de Flore 1999 (otorgado a las obras que, al menos en apariencia, se oponen al establishment literario), es un modelo del género: “Me levanto, hago café, voy al baño, tengo diarrea, tomo el café con un poco de torta bretona, empiezo a llamar a los amigos para la cena de mañana, quiero preparar una sesión de fotos de fist para el sábado” y así durante 539 páginas. Entre una sesión de fierros y una de sexo casual, el pornógrafo intercala la lista del supermercado, comentarios sobre la música house, el body piercing o la ventaja de depilarse los testículos.
Su “egología” llega incluso a desdoblarse, y cuando se pone nervioso empieza a conjugarse en femenino: “soy una boluda”, “soy una loca”, etc.

YOYEO No sólo participan de este nuevo culto o ideología literaria mujeres y homosexuales, como sugiere Christine Angot. Si bien la afirmación del yo parece estar ligada a la consolidación de identidades comunitarias de la Francia de hoy (feministas, gays, lesbianas o minorías étnicas), encontramos entre las novelas más importantes de estos últimos meses al desorientado macho blanco heterosexual.
Luego de que el premio Goncourt perdiera en el ‘98 toda credibilidad por olvidar Las partículas elementales (Anagrama) de Michel Houellebecq (quien lamentó que su editor no haya tenido suficiente dinero como para comprar al jurado), la máxima distinción de las letras francesas no podía volver a equivocarse. Y no lo hizo, el siguiente ganador fue Jean Echenoz con Me voy.
El caso Echenoz es la excepción que confirma la regla de la tendencia autobiográfica. A diferencia de sus colegas, este antiguo ingeniero civil se anima a contar historias en un proceso que le gusta comparar, por la paciencia y la precisión, a la edificación de un puente. Resumen de contratapa: “No le basta con dejar a su mujer, tiene que ir todavía más lejos. Félix Ferrer se da entonces una vuelta por el Polo Norte donde lo espera, desde hace medio siglo, un tesoro enterrado en un banco de hielo”. En la versión original francesa, el pronombre “Je” (como las iniciales del autor) aparece cuatro veces en las dos primeras frases. La traducción al castellano, que distribuirá en setiembre Anagrama, ahorrará bastante tinta, ya que en español podemos obviar el Yo al conjugar la primera persona.
Me voy flirtea con el género policial, pero es también una sátira brillante del ambiente del arte moderno parisino, donde el galerista Ferrer trata de ganarse la vida. Todo o casi lo que escribe Echenoz existe en la realidad: el barco que esconde el tesoro, los nombres de los esquimales que cruza su personaje, las distintas recetas culinarias para saborear una foca e incluso los números de las patentes de los autos. Pero es justamente cuando mueve los hilos de sus personajes que el escritor comienza a tomar distancia respecto de su historia, como si el propio autor desconfiara de la ilusión que intenta crear.
Si Ferrer tiene que subir una escalera, Echenoz escribe: “Llegó al sexto piso menos sofocado de lo que yo hubiera creído”. Interviene el narrador, ¿o es el autor? El mismo que unos capítulos después vuelve a comentar sobre otro de sus personajes: “Personalmente, me empieza a cansar un poco, Baumgartner”. Mientras la novela avanza, Echenoz explica las dificultades que tiene para contar su historia. Su estilo es propio de las novelas minimalistas que salen de ese verdadero laboratorio que son Les éditions de Minuit.

ONDA BECKETT En un pequeño libro que pasó prácticamente inadvertido, la escritora Cécile Wajsbrot aventura una hipótesis para explicar la literatura del Yo. En Por la literatura, Wajsbrot sostiene que esta tendencia literaria tiene que ver con un momento histórico de Francia. Su tesis es la siguiente: “Nuestra época nació con la guerra, y su recuerdo está presente por doquier... salvo en la literatura”, “a su vez este mundo se desploma, cuando la exploración recién empieza. Hemos delimitado el territorio para poder evitarlo mejor. El rechazo de la realidad se ha instalado completamente, la escritura se ha sustituido a la literatura” y genera sólo novelas “contando la impotencia para escribir novelas”.
Paradójicamente, entonces, la afirmación al infinito del Yo correspondería a una crisis de identidad, a una incapacidad para aprehender la realidad. Según la autora de Por la literatura, “los amantes de la escritura se han reconvertido en periodistas de su propia vida, sin un envión hacia otro lado, hundiendo en el piso sus suelas de plomo, la suficiencia y la autocompasión”. Frente a esta trampa narcisista, Wajsbrot reivindica un retorno a la ficción, “en oposición al rumor y la inmediatez” y a favor “del trabajo y la duración. Porque es alejándonos que transformamos lo real de la realidad en lo real de la literatur
a”.

 

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