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La letra entra por los ojos

Por Laura Isola

Ubicar a la gastronomía como una más de las manifestaciones de la cultura no es arbitrario ni implica forzar las incumbencias de ésta ni de aquélla. Tampoco es un paradigma original, aunque el hecho de no serlo le reste mérito. Poetas, pintores, filósofos e intelectuales de diversa índole les han prestado atención a la comida y la bebida, más allá de la cuota alimentaria o de la ración diaria. También han escrito sobre estos menesteres, han experimentado con recetas que comieron ellos mismos o les dieron de probar a sus personajes y hecho sus aportes a la historia de la comida y de la bebida. Pero hay un caso que lleva a esta curiosidad de sabios mucho más lejos.

ENTRADA En una carta que le escribe el poeta latino Horacio a un amigo le cuenta con lujo de detalles un banquete descomunal. Le presenta y describe los platos que ha probado y contabiliza los litros de vino que su organismo feliz ha recibido. Este relato de la resaca, del día después de la bacanal, llevaba la firma del poeta, quien se despide con la siguiente frase: “Te saluda un cerdo de la piara de Epicuro”. El epíteto, que utiliza el poeta para nombrarse a sí mismo al borde de la mencionada carta, no tendría relevancia alguna sino fuera porque es fundador de un equívoco. A partir de éste, la corriente filosófica que tiene su apogeo entre los siglos I a. C. y I d. C., el entresiglos hasta ahora más famoso de la historia, fue directamente asociada a la desmesura y la concupiscencia. Aunque hay que mencionar que el otro factor interviniente en este malentendido filosófico es la oposición que se plantea entre el epicureísmo y su contempóraneo ascético, el estoicismo. Nada pudo hacer el concepto de aurea mediocritas epicúrea (una adaptación latina del justo medio griego) para frenar esa mala –o buena, según de qué lado se la mire– prensa sobre el corrimiento de los preceptos de la doctrina hacia los más exagerados márgenes. Así es que comer y beber (a veces en exceso) hizo escuela, sobre todo, filosófica.

PLATOS DE RESISTENCIA El libro de Abel González, Elogio de la berenjena, se explica si se atienden varias cosas al mismo tiempo: es un recorrido histórico que se cuenta desde el centro de la mesa bien servida y los aparatos digestivos de personalidades de la cultura; es un jugoso anecdotario de vicios y virtudes de comensales famosos y, también, un excelente recetario. Por su parte, ¡A comer con gusto! de José Luis Alvarez Fermosel hace hincapié en las recetas –bien explicadas y con un surtido de ingredientes– para referirse a historias sacadas de la literatura, el arte y la propia experiencia como bon vivant y trotamundos. En ambos hay que destacar la cuidada prosa y el sentido del humor que hacen que estos dos libros cumplan con creces las tareas de entretener, informar y tentar a los lectores. En Elogio de la berenjena –su título está tomado del capítulo dedicado a García Márquez y su pasión por uno de los “vegetales más serios que existen”– desfilan los apetitos de Calígula, Ezra Pound, Carlos Gardel, Rosas, David Alfaro Siqueiros, entre otros. Al final de cada capítulo, a modo de regalo para gourmets interesados, figuran las recetas cuidadosamente explicadas y severamente probadas por el delicioso periodista.
Otra es la organización de ¡A comer con gusto!, que trajina las ollas y los manjares de diferentes regiones de España y Latinoamérica, las opciones para entradas, platos de resistencia y postres, para indicar en expertas notas al pie los orígenes, secretos de preparación y demás ocurrencias necesarias para llevar a buen puerto las recetas. Además, Alvarez Fermosel se detiene en la sobremesa, donde nunca debe faltar un puro, un café y una copa. Como corolario de su obra, el autor reproduce el poema “Hígado” de Julio Huasi, una oda a ese órgano sufriente tan baqueteado por su excesivo trabajo, que alguna vez encontrará merecido reposo: “ya vendrán los años verdes así en la tierra como/ en el cielo, te prometo un palacio de cristal/ en una hermosa facultad de medicina.”

SOBREMESA La herencia horaciana en el Río de la Plata puede rastrearse en la literatura argentina, especialmente en la generación del 80. No sólo por la traducción del poeta que hace Mitre sino también en Eduardo Wilde y Eugenio Cambaceres que siguieron, en sus escritos, la preceptiva “Desprecio de corte, alabanza de aldea” para describir una ciudad corrupta y desintegrada.
Desde una perspectiva un tanto más ecléctica que deja de lado la filosofía, pero se hace cargo del buen comer y del buen beber en la historia de la cultura, los libros Elogio de la berenjena de Abel González y ¡A comer con gusto! de José Luis Alvarez Fermosel siguen, cada uno a su manera, los hábitos del epicúreo antes que su pensamiento filosófico. Salvo que se tome al pie de la letra una de las odas preceptivas de Horacio para decir que los dos autores están prefigurados en los siguientes versos: “Un heredero más digno/ se beberá el cécubo/ guardado con cien llaves/ y manchará el suelo/ con el excelente vino,/ preferible al de los curas pontífices.” Para lo cual les faltaría firmar como Otros cerdos de la misma piara.

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