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Hacer Historia

Por Rodrigo Fresán

Sí, como en ese libro, como en la primera línea de las muchas líneas que acabarán conformando la inapelable gravedad de un arcoiris de sonido y furia de más de ochocientas páginas, un grito cruza el cielo y ese grito es el grito de Super-Pynchon. Habría que pensar en Thomas Ruggles Pynchon, Jr. como en uno de esos héroes felizmente mutantes y eufóricamente conflictuados de los comics de Stan Lee, como un X-Men de poderes complicados. Nombre clave que bien podría ser Shadow o Hollow o Nobody o Invisible. Un escritor de escritores, un escritor de lectores, un escritor de lectores con ganas de escribir y de escritores con ganas de leer. El hombre que no está en ninguna parte para estar en todos lados, autor de novelas que se las arreglan para abarcar todo el universo desde el Big Bang hasta la Entropía, ese lugar donde todo se derrumba por el solo placer de adoptar nuevas y deslumbrantes formas. La última de esas novelas de Pynchon –la más nueva y la más antigua al mismo tiempo– se titula Mason & Dixon. Su forma es decididamente pynchonforme.

UNA FORMA

¿Cuál es la forma de un libro de Thomas Pynchon? Difícil de responder en pocas frases. En algún momento se lo relacionó con los autores de la llamada “Super Fiction” –John Barth, Donald Barthelme, Robert Coover, John Gardner, William Gass, Joseph McElroy & Co.– que a mediados de los 60 y corriendo paralelos al delirio acuariano se propusieron romper con formas domésticas de la ficción simbolizadas en el relato de The New Yorker o la literatura judeonorteamericana de Bernard Malamud, Philip Roth & Co. Pero Thomas Pynchon ha probado que está más allá de modas pasajeras y que se ha solidificado en una estética y un credo que, aparentemente, empieza y termina en él. El Método –la forma en que hace comulgar lo lírico con lo científico, la epifanía con la ecuación, la mística más etérea con el racionalismo más duro– está ahí, en los libros, y el recurso de nunca haber ofrecido una entrevista lo coloca en la envidiable situación de que sean los otros quienes lo definan y, por supuesto, lo celebren.

Pensar en Pynchon como el eslabón de una cadena que arranca con la metaficción marinera de Herman Melville, sigue con el Hollywood apocalíptico de Nathanael West, estalla con las adicciones corporativas de William Gaddis (a quien Pynchon le debe más de lo que le gustaría reconocer) y el virus lingüístico de William Buroughs, viaja al futuro con la ciencia-ficción replicante de Philip K. Dick (a quien Pynchon también le debe mucho más de lo que le gustaría reconocer), llega al Asteroide Pynchon, regresa a la Tierra con las conspiraciones historicistas de Don DeLillo y se extiende, hoy, por todo el territorio, con numerosos hermanos pynchonitas a los que Pynchon no duda en obsequiarles generosas frases laudatorias para las tapas de sus libros y que bien pueden llamarse David Foster Wallace, Rick Moody, A. M. Homes, Richard Powers, Donald Antrim, George Saunders, unidos por la vocación monstruosa de poner por escrito un átomo de historia que se dispare en todas las direcciones posibles. La trama –involucrando siempre la desintegración parcial o total, lenta o veloz de un país llamado Estados Unidos– es, apenas, el punto de partida y la excusa para ver a dónde se llega. La forma de la obra de Thomas Pynchon reside en la exploración aventurera y casi anfetamínica de lo deforme porque no escribe sobre el Sueño Americano ni la Pesadilla Americana, por más que surja de la Neurosis de la Bomba Atómica y alcance la Esquizofrenia de Internet. Digamos, mejor, que Thomas Pynchon escribe sobre esa zona liminar y tierra de nadie y de todos: el Insomnio Americano. Poco cuesta imaginar que Pynchon escribe mientras nosotros dormimos.

UNA PALABRA

La palabra es ENTROPIA (así, en mayúsculas) y constituye el Espíritu Santo en la cosmogonía religiosa de Thomas Pynchon. Leer a Pynchon es como aprender un idioma que nunca supimos que hablábamos a la perfección donde la entropía es su verbo y acción fundamental. Término clave de la termodinámica que Pynchon eleva a condición de todas las cosas del cuerpo y del espíritu y que se refiere a la inevitable pulsión destructiva de todo sistema establecido al alcanzar, todas y cada una de sus moléculas, la misma temperatura. Todo universo en movimiento acabará, tarde o temprano, por detenerse, y la idea florece en “Entropía” y “La Integración secreta” –relatos tempranos de Pynchon recopilados en Lento aprendizaje– para alcanzar su máximo esplendor dialéctico en la nouvelle La subasta del lote 49. Engranaje clave de la Máquina Pynchon, el más breve de sus libros –pero, también, el más amplio en sus intenciones–, narra la historia de una mujer que descubre un sistema de comunicación subterráneo cuyas intenciones son las de suplantar al sistema postal norteamericano. Lo que no llega a resolverse o explicarse es si ese nuevo y subversivo sistema será mejor que el viejo y tradicional. No hay conclusiones y La subasta del lote 49 es, finalmente, una obra sin sentido porque ése es su verdadero sentido: no tener sentido alguno salvo el de señalar la condición inevitable del mundo civilizado en el que escribimos y leemos: un lugar cada vez más cercano a una temperatura uniforme de ideas, creencias, actos. Por eso, tal vez, es que Pynchon haya apostado desde el vamos a ser diferente o, directamente, a no ser.

UN PYNCHON

La casi única foto que se le conoce, la foto clásica de Pynchon, es la de su anuario de college. La foto de un nerd, de un traga. Abajo de la foto leemos: “Amante de las pizzas; detesta los hipócritas; su posesión más preciada es una máquina de escribir; quiere ser físico; orgulloso miembro del Club de Matemáticas y del Círculo Español. Característica definitoria: su inmenso vocabulario”. Después –ya se sabe, la leyenda es conocida y goza de buena salud–, Pynchon desaparece. No hay fotos salvo una reciente, de espaldas, caminando por Nueva York. Una vez fue interceptado por un equipo de la CNN en 1997 y el escritor negoció rápido: a cambio de que no se emitiera el material consintió en aparecer en el show de Larry Clark con su rostro nublado electrónicamente como se hace con los de los testigos contra la mafia o los espías disidentes. Ahí, en estudios, Pynchon habló de Mason y Dixon, su novela recién aparecida en inglés. Antes y después, Pynchon se esfuma porque eso es lo que mejor hace: esconderse de nuestras vidas para exhibirse con modales casi pornográficos en sus libros, que no son muchos, pero que parecen miles. Ahí están, éstos son: V. (1963, ganadora del William Faulkner Foundation Award a la mejor primera novela), La subasta del lote 49 (1966, ganadora del Rosenthal Foundation Award)), El arcoiris de gravedad (1973, ganadora del National Book Award, premio que fue recogido por un comediante haciéndose pasar por el autor), la recopilación de cuentos de juventud Lento aprendizaje (1984), Vineland (1990) y Mason y Dixon (1997). Eso es todo –están traducidos por Tusquets Editores menos el hoy inconseguible El arcoiris de gravedad que supo aparecer en Grijalbo, en dos tomos– y es más que suficiente mientras se espera con ansiedad –rumores, rumores– la hipotética novela sobre monstruos japoneses à la Godzilla en la que Pynchon estuvo trabajando, cabeza a cabeza con Mason y Dixon, durante un cuarto de siglo.

MUCHOS RUMORES

Thomas Pynchon es un alias de Salinger (Falso). Thomas Pynchon fue alumno de Vladimir Nabokov en Cornell University por más que este último sólo recuerde “la letra de sus trabajos: parecía mitad manuscrita y mitad impresa” (Verdadero). Thomas Pynchon es el auténtico Unabomber (Falso). Thomas Pynchon escribió manuales técnicos para la Boeing (Verdadero). Thomas Pynchon es el autor de la letra de la canción “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana (Falso). Thomas Pynchon es un fanático de México y de todo lo mexicano y fue en ese país donde escribió V. (Verdadero). Thomas Pynchon era amigo íntimo de David “Waco” Koresh (Falso). Thomas Pynchon tenía pensado para sí una carrera del tipo tecnológico hasta que descubrió a los escritores beatniks en un ejemplar de la Evergreen Review y supo entonces cuál sería su destino (Verdadero). Thomas Pynchon sabe quién asesino a J.F.K. (Falso). Thomas Pynchon está casado con una importante agente literaria neoyorkina (Verdadero). Thomas Pynchon apareció en un reciente episodio de Expedientes X (Falso). La educación literaria de Thomas Pynchon estuvo constituida por novelas de espionaje y El príncipe de Maquiavelo (Verdadero).

Thomas Pynchon es el autor de las demenciales cartas recopiladas en The Letters of Wanda Tinasky (Falso, asegura él). Thomas Pynchon es fanático del grupo de hardrock Lotion –a quienes llegó a escribirles el texto de su compact disc– y es respetado por una elite rockera que incluye tanto a Radiohead como Warren Zevon, quienes llegaron a grabar álbumes inspirados en sus libros, OK Computer y Transverse City (Verdadero).

Todo esto y mucho más aparece y desaparece en cientos de sites de Internet, planeta pynchoniano por excelencia y territorio entrópico como pocos porque –si se lo piensa un poco– las novelas de Pynchon están construidas con la misma estructura de la Red: diversos sites o nudos argumentales por los que el lector se pasea saltando de uno a otro como quien asocia ideas nunca del todo libremente. Viajar apenas unos minutos por las tripas y los cables del Pynchon informático equivale a un rápido acceso al vértigo religioso que algunos dedican a otras formas de lo invisible: papers crípticos con títulos larguísimos, hipótesis gnósticas sobre el todo y la nada de sus novelas, chistes buenos y chistes malos. Ahí adentro, en el fantasma de la máquina y la electricidad del cuerpo computarizado, el Agujero Negro Pynchon que todo lo devora crece y se reproduce con velocidad de alien. En el curioso libro Lineland: Mortality and Mercy on the Internet’s [email protected], el periodista Jules Sieguel cuenta su sorpresa al descubrirse –luego de que su primera esposa tuviera un affaire con Pynchon a finales de los 60– como nota al pie de la Gran Summa Pynchoniana y ordena una crónica electrónica de sites que giran alrededor de esa auténtica leyenda urbana –por momentos alabándola y por otros riéndose de ella– en la que Pynchon se ha convertido en un escritor nacido el 8 de mayo de 1937 en Glen Cove, Long Island, N. Y. (Verdadero) uno de cuyos muchos alias es Jules Siegel (Falso) y vive en ¡¡¡Buenos Aires!!! (Muy Falso).

A la hora de responder y justificar el pecado de no mostrarse, Pynchon –quien, dicen, lleva una vida perfectamente normal y tranquila– declaró: “Yo creo que recluso es un código utilizado por los medios a la hora de vengarse de quien, sencillamente, no quiere ser entrevistado”. De acuerdo, pero también es cierto que, hoy y ahora, una aparición pública de Pynchon lo colocaría en la difícil situación de tener que justificar –y lo que es peor, sostener– su mito. ¿Para qué?, debe preguntarse a esta altura del asunto. ¿Qué sentido tiene arriesgarse a ser Jesucristo cuando se goza de la seguridad todopoderosa de ser Jehová? ¿Habrá sueño más dulce para un escritor que el que sus libros sean esperados y alcancen las listas de best-sellers y ganen premios y el amor de sus fans sin necesidad de andar “trabajando” de escritor además de escribir? Probablemente no y Pynchon reclamó para sí el único número en un sistema donde si no te mostrás no sos nadie. Pynchon –que ni siquiera es víctima de la iconografía de su pasado como Greta Garbo o del ataque de los paparazzi como Salinger y cuyo único rastro distinguible e imposible de confundir es su prosa convulsionada– tiene todos los rostros del universo. Los que quiera él y los que necesiten sus lectores. “Tú te escondes; ellos buscan”, se lee en una de las muchas páginas de El arcoiris de gravedad.

UN LIBRO

Salman Rushdie –otro escritor gozosamente excesivo y aluvional– señaló al reseñar a Vineland que “Thomas Pynchon no es un escritor sentimental”. Mason y Dixon demuestra, al fin y por fin, que estaba y está equivocado. El carácter de casi autobiografía alternativa de Vineland al plasmar la agonía acuariana –luego de un larguísimo paréntesis desde El arcoiris de gravedad– había desconcertado a muchos y decepcionado a unos cuantos. Si bien resultaba innegable el atractivo y la maestría de la novela, su potencia cult y pulp, su voluntad por agradar hablando en lenguas a un determinado sector de los norteamericanos (la resaca hippie, la jaqueca beatnik) lo convertía, casi sin darse cuenta, en un libro adolescente que parecía más un homenaje a Pynchon que un Pynchon auténtico. Mason y Dixon, al fin y por fin, pone las cosas en su lugar. Empieza, por supuesto, desconcertando como desconciertan todos los escritores maximalistas –llámense Thomas Mann, William Faulkner, Marcel Proust–, autores de libros a los que cuesta tanto entrar como después, enseguida, salir. La historia tiene la complejidad inverosímil de lo asombrosamente verídico: a mediados del siglo XVIII, el astrónomo Charles Mason (1728-1786) y el topógrafo Jeremiah Dixon (1733-1799) son contratados por la Royal Society para trazar la línea que separará a las colonias de Pennsylvania y Maryland en el flamante Nuevo Mundo. Toda la novela –a lo que conduce su picaresca y barroca odisea– es una profunda reflexión sobre la responsabilidad de poner límites, de marcar territorios, de separar una cosa de la otra. Mason y Dixon es, también, un libro sobre el momento en que comienza la entropía y el mundo antiguo se rinde al mundo moderno con todo lo que ello significa: provocar otro derrumbe de otro universo que es siempre el mismo teniendo en claro que –para Pynchon– todo tiempo pasado siempre es mejor por el simple hecho de haber pasado y, por lo tanto, poder ser narrado.

No perderé tiempo y espacio en hablar aquí de lo que no suele darnos aquello que conocemos y padecemos como “novela histórica” y esta histórica novela –con guiños que van de Günter Grass a García Márquez pasando por Doctorow y, por supuesto, por el propio Pynchon de V. y El arcoiris de gravedad– reparte a manos llenas con la generosidad de quien se sabe bendito y dueño de todas las cosas. Pero sí diré que detrás de su voluntad esperpéntica –disquisiciones sobre el origen del ketchup, postales de Washington fumando marihuana, un maestro del feng-shui empeñado en armonizar América, un perro parlante, un pato mecánico, varios jesuitas conjuradores y las habituales cancioncitas pynchonianas interrumpiendo la acción para acelerarla– sorprende su rigor a la hora de la documentación (Pynchon suele leer mucho antes de ponerse a escribir mucho), lo que la convierte en una de las novelas más verosímiles –por encima de esos anacronismos característicos que ya son más un rasgo de estilo que una maniobra graciosa– a la hora de retratar un lugar y una época y, enciclopedia en mano, asombra el comprobar cuánto se parecen ciertos personajes verdaderos a ciertos personajes que sólo se le podrían haber ocurrido a Pynchon. La tan prolija como plana traducción de Jordi Fibla renuncia –acaso fuera inevitable, pero aun así desilusiona– a la jerga inglesa y fieldinguesca del siglo XVIII con la que está escrita la versión original y sacrifica bastante del encanto de un libro que, atención Rushdie, acaba siendo curiosamente elegíaco, profundo y desbordante de sentimiento. Mason y Dixon es, también, la novela más “simple” de Pynchon ya que el curso de su argumento está encarrilado en el tránsito de dos vidas verdaderas aunque, por momentos, difíciles de creer. Las figuras de Mason y Dixon –en principio decididamente Laurel y Hardy y casi agobiadas por el puro acontecer de lo que las rodea– hacia las últimas de las casi mil páginas acaban adquiriendo una dimensión de épica melancólica e íntima nunca encontrada hasta ahora en la obra del autor. Mason y Dixon presenta el inconmensurable paisaje de las emociones al que resulta imposible ordenar o dividir trazando líneas sobre su siempre cambiante mapa. Sí, por si todavía hace falta aclararlo: Mason y Dixon es una obra maestra.

VARIOS PYNCHONS

Para terminar con lo interminable, Thomas Pynchon como virus expansivo, como gas invisible, como personaje que se multiplica hasta abarcarlo todo. La esencia y el núcleo de la literatura de Pynchon está en la búsqueda y no en el hallazgo. Hay varios Pynchons –lagartos albinos en las alcantarillas de Nueva York en V., los reglamentos que rigen al desintegrante Sistema Tristero en La subasta del lote 49, el tránsito elíptico del cohete V-2 detectado por las súbitas erecciones de un soldado en El arcoiris de gravedad, la apenas secreta avanzada japonesa sobre las ruinas del sueño hippie en Vineland, el trazado de una línea que lo divida todo en Mason y Dixon–, pero todos están en éste.

De ahí la felicidad de saber que –más allá de todo lo hip y lo cool– el único Pynchon posible es ese que se observa claramente y sin posibilidad de confusión en cualquiera de sus libros sobre el extravío y la perfecta orientación del homo-entrópico. Pocas veces en nuestras vidas ha resultado más agradable perderse, brújula en mano, que en los libros de este autor. Es cierto que hay muy pocas personas que, como yo, hayan leído todo Thomas Pynchon, pero también es cierto que, estemos donde estemos, somos todos hermanos con ganas, muchas ganas, de conocer, de seguir conociendo, a nuestro verdadero padre.

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