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Exotismo

por Marcelo Birmajer

En su libro de ensayos sobre literatura, Diez novelas y sus autores, William Somerset Maugham dedica un capítulo a Moby Dick, donde enhebra una impactante trama de reflexiones alrededor de la homosexualidad oculta de Herman Melville, tanto en su vida como en su obra. Sin embargo, el dato más pasmoso del texto es el que no está escrito: el propio Maugham ocultó durante la mayor parte de su vida su preferencia sexual por los hombres. No es una sorpresa menor, en esta nueva edición en español de El filo de la navaja –publicada por primera en nuestro país por la editorial ACME en 1944–, algunas líneas en las que esta información aparece explícitamente.
La edición de Debate aclara que habiendo sido esta novela publicada por primera vez en España durante el franquismo, ésta es la primera versión no censurada (con traducción de Fernando Calleja).
Las mejores novelas de Somerset Maugham, Cakes and Ale (Rosie en castellano) o La luna y seis peniques podrían entrar sin disculparse en el panteón que habitan textos como Madame Bovary o Anna Karenina, pese a la opinión mayoritaria de los críticos y del mismo Maugham sobre su obra. Lo mismo vale para muchos de sus cuentos. Pero El filo de la navaja, aunque es un Maugham puro y auténtico con muchos de sus mejores momentos, padece, como su otra célebre novela, Servidumbre humana, de irregularidades.
La historia de Ladurence Darrell, Larry, el joven norteamericano que, luego de un desempeño heroico como aviador durante la Primera Guerra Mundial, resigna la comodidad que le ofrece su patria para lanzarse en busca de una verdad inasible, podría resultar mucho más dinámica de no haberse visto el autor, por entonces, atraído intelectualmente por el budismo, la filosofía hindú y sus adyacencias teóricas, una afición que lo acompañaría por el resto de su vida, al punto de dedicarle casi un libro entero, su libro de memorias y reflexiones titulado Ultimos apuntes. La curiosidad de grandes artistas occidentales por el budismo a menudo ha representado escollos en su obra; en el caso de Maugham no podríamos calificarlo como una derrota, pues la novela es casi enteramente disfrutable, pero sí como un lastre que impidió que su trama fluyera con la misma profunda amenidad que el resto de lo mejor de su producción. Nunca está de más recordar aquel célebre aforismo de Borges, “En el Corán no hay camellos”, lo que sigue queriendo decir que todo exceso de orientalismo no es más que una señal de que la obra (tal o cual) no ha sido escrita por un oriental.
No es nueva en Maugham la idea del americano o inglés que abandona por completo su civilización y sus concepciones por una nueva vida, tanto en lo geográfico como en lo filosófico, en la Polinesia o Tahití, idea central de al menos media docena de sus cuentos y de su biografía ficcionalizada de Gauguin, la ya citada La luna y seis peniques. Pero mientras que en La Luna... y esos cuentos frescos y certeros la alternativa a Occidente no es más que un misterio sin nombre, cargado de pasión e individualismo, en El filo de la navaja hay una intención de definir lo inasible, de llamarlo de algún modo (“budismo” o “hinduismo”). Como ocurre con la mayoría de los ismos en la ficción, esa persistencia acaba por aminorar los anhelos del personaje, disminuyendo el suspenso intrínseco y cerrando más que abriendo la curiosidad del lector.
Es ésta también una novela que define el pasaje desde una concepción del siglo XX a otra, de las primeras décadas al tan distinto mundo que comenzaba a perfilarse: un siglo XX ya viejo con sólo 29 años, que se nos pinta en su caída con el crac de Wall Sreet, y bocanadas del nuevo siglo que sólo aparecerá después de la Segunda Guerra, escenario no incluido en esta trama, publicada un año antes del fin de la contienda.
Magistralmente, Maugham pinta estas dos concepciones del siglo en un mismo personaje, Elliot Templeton, también homosexual pero expansivo, reconciliado con sus deseos y no obstante satirizado por Maugham en su snobismo. En este personaje puede leerse el ascenso y la caída del primer tercio del siglo XX.
Además de tratarse de una estupenda novela sólo entorpecida por los excesos de orientalismo antes apuntados, no es una mala idea leerla en este primer año del nuevo siglo como un homenaje a un gran escritor que, nacido en 1867 y muerto en 1965, ha tenido la prudencia de no cambiar, además de centuria, de milenio.

 

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