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Jueves 14 de Septiembre de 2000

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EL NO COMPARTIO UN TRAMO DE LA GIRA DE ATTAQUE 77 Y BABASONICOS, Y SOBREVIVIO PARA CONTARLO

Historias de circo y carretera

Attaque de insomnio en Tucumán: libros, medicación y Play Station.

El “Insomnio Tour”, casi una quijotada rocker en tiempos de malaria, circuló el fin de semana pasado por varias ciudades del norte y dejó su resaca. Shows calientes, Play Station, público entusiasta, Bussi, María Soledad, largas trasnoches y Nancy Pazos, partes de un modelo para armar. Recorriendo caminos, arriba de un colectivo.

TEXTOS PABLO PLOTKIN
FOTOS Las imágenes son instantáneas del tipo Dogma (esto es, cámara descartable, ninguna previsión de luz y encuadre), tomadas por los músicos y el autor de la nota.

Después del show, mientras los asistentes levantaban campamento, Ciro Pertusi se acodó en la barra a tomar un poco de agua mineral. Tenía los ojos cansados, y hojeaba el fanzine riojano Malcriados, al tiempo que firmaba algunos autógrafos a los chicos y chicas que de algún modo habían logrado sortear la seguridad para llegar hasta él. La fecha había resultado mucho más caliente de lo que se esperaba. Estaba previsto que fuera en un galpón algo desolado de un club local, pero después de considerar la ingeniería fabril del antro, el manager de ruta de Attaque 77, Mini Epifanio, decidió cambiar de planes a último momento. La disco Milenium era un buen lugar: como un embudo, todo parecía converger en un escenario hundido entre los límites de la pista, lo que provocaba que las bandas lucieran curiosamente arrinconadas por el público.

Almuerzo en Catamarca. Súbito encuentro con Nancy Pazos.

En verdad, casi nadie apostaba un centavo por el éxito de un show en un miércoles y en La Rioja, en una noche seca y oscura. Pero la convocatoria fue mayor de lo que los organizadores pronosticaban. Villanos, los Dolls de Villa Celina, rompieron el hielo con su galería de cuentitos de reviente y glam suburbanos, eclosionando con el strip-tease del cantante Niko en medio de “Sacate todo”. Carca y su última mutación –un coloso del boogie particularmente descomunal con su Gibson de 18 cuerdas–, le siguió con cuatro piezas de su disco Nena, ejecutadas junto a los babasónicos Panza (batería), Gabo (bajo), Diego Tuñón (teclados) y la presencia de Leo, baterista de Attaque 77, para una canción. Luego Babasónicos, meciéndose entre el metal de Babasónica y la velocidad sensual de Miami, agitó la estantería para que Attaque terminara de derrumbarla con su embestida de clásicos. La cosa superó las expectativas.

Dulce de tunate con queso de cabra, puro placer serrano.

A las cuatro de la mañana, Ciro salió con una mochila al hombro, rechazando la cerveza que le ofrecía una chica (“no, gracias, no tomo más alcohol”) y comentándole algo al guitarrista Mariano Martínez, que caminaba despacio sorbiendo de un Gancia con limón sin hielo. Un Citroën blanco derrapó al lado de los dos músicos. “¿Me firmás el Citroën, maestro?”, le preguntó el conductor abriendo la portezuela y prestándole una llave a Ciro para que rayara la pintura. La idea lo divirtió, pero el cantante prefirió firmar con un marcador azul que traía en el bolsillo. Mariano firmó del lado de adentro; el del Citroën pegó un salto y siguió camino, con el ánimo por las estrellas. “¡Gracias, loco!”, gritaba con medio cuerpo fuera de la ventanilla.

Las calles de la ciudad estaban oscuras; Ciro iluminaba el camino con una linternita que difundía un círculo de luz algo débil. “¿Saben por qué en La Rioja las veredas son angostas?”, preguntó sin esperar respuesta un pibe que se había puesto a pedalear a la par de los músicos. “Para que no nos desacostumbremos a hacer fila india.” Los tres conversaron hasta la entrada del hotel Imperial, donde el ciclista se despidió y le agradeció a Ciro por la púa que le regaló. De noche, el lobby se veía tenebroso: en la conserjería no había nadie y la iluminación era mala. Ciro comentó algo acerca del hotel de El resplandor, estiró los brazos y se fue a dormir. A la mañana siguiente partieron rumbo a Catamarca. Los músicos de Babasónicos y Attaque viajaban en un micro conducido por el Polaco, un custodia hosco y eficiente que en el pasado encarnó al titánico Caballero Rojo. El otro micro, el del Tano, es un carro un poco más destartalado, también con cuchetas, en el que vivieron y durmieron los Villanos y viajan todos los asistentes del bautizado “Insomnio Tour”, que en total (en el tramo que aquí se relata; ahora los Villanos ya están de vuelta) involucraba a unas treinta personas. A esa altura del viaje, luego de dos semanas en la ruta y una ciclotimia meteorológica destructiva (en zonas de la provincia de Buenos Aires soportaron sensaciones térmicas de cinco grados bajo cero, y ahora, en las Sierras Pampeanas, la temperatura rozaba los 35 grados), el trajín empezaba a sentirse. Leo sufría una tos molesta, los Villanos necesitaban con urgencia una ducha y unas sábanas limpias (elmicro empezaba a oler como un establo), y el Tucán (tecladista de Deluxe, invitado permanente de Attaque) se sentía débil desde hacía dos días. Para colmo, un callo del tamaño de una avellana le había crecido en el dedo índice, producto de las horas y horas dedicadas a maniobrar el control del Play Station. De hecho, Tucán integra el podio (junto a Ciro y Luciano, el bajista) de los campeones del Winning Eleven, el juego de fútbol electrónico última generación que se convirtió en el pasatiempo favorito de los Attaque en esta gira.

Un Pop Mart Tour, en versión rural.

En Catamarca, el sol calcinaba. Los músicos fueron a almorzar a un restaurante cuya especialidad –el dulce de tunate con queso de cabra– mereció una improvisación vocal de Ciro en plan tanguero reo. La periodista política Nancy Pazos, que había volado al valle a propósito de los diez años del asesinato de María Soledad Morales, entró también a comer ahí. Se acercó a una de las mesas sonriendo, meciéndose, sacando pecho(s), y preguntando de qué grupo era cada uno. Contó que se reuniría con Darío Lopérfido para alguna cosa, y Carca le respondió acomodándose los anteojos de sol: “Decile a Lopérfido que le manda saludos Carca”. Nancy dijo algo más y se retiró a la mesa junto a sus compañeros de trabajo. Mientras tanto Diego Rodríguez, de Babasónicos, tocaba “Can’t get enough”, de Depeche Mode, en el piano que envejecía contra una pared del restaurante.

En el galpón del Club de la Manzana de Turismo (a pocas cuadras de la prisión donde Luque y Tula purgan sus condenas de lujo por la muerte de María Soledad), unos 400 pibes bailaban y pogueban y cantaban durante el show. Para las bandas de rock porteñas, la efervescencia que provocan en estas ciudades (donde los procesos de asimilación de la cultura extranjera son mucho más lentos que en Capital, y el manual Cómo Ver un Show de Rock lleva varias ediciones de retraso) debe resultarles renovadora. “Son muchos cambios de situaciones, de climas”, describiría después Ciro. “Nos pasa también cuando vamos a otros países: esa mezcla de curiosidad e indiferencia, y aprobación de unos pocos. Eso te hace retroceder a un tiempo en que todo era hacer un camino nuevo. Y hay lugares donde hacés shows memorables. Durante el día tal vez estamos medio bajón, cansados, pero subir al escenario es lo que nos mantiene vivos. Cada vez que miro a Mariano, Leo y Luciano, sé muy bien por qué estoy con ellos. Ahí arriba desaparecen los rollos de convivencia, que a veces están porque tenemos personalidades re-marcadas y locas. Hay diferencias de criterio, pero lo bueno es que nos ponemos de acuerdo.”

Mariano y Ciro rockeando un galpón catamarqueño.

En La Banda, una ciudad de más de 100 mil habitantes al oeste de Santiago del Estero, los hombres de narices aguileñas y gestos rudos se sentaban a tomar sus cervezas bajo un toldo de chapa, cubriéndose del sol que decoloraba las portadas de los libros de astrología en los puestos de la terminal. Santiago amaneció con la noticia de que tres chicos de entre 15 y 17 años habían sido torturados por la policía provincial el fin de semana pasado. Aparentemente, dos de los pibes fueron golpeados “en el estómago y en los riñones, y asfixiados con bolsas de plástico por parte de policías de la Jefatura”, según denunciaba el padre Mario Ramón Tenti en el diario santiagueño El Liberal. “Esta zona del país es la más dura”, había dicho Ciro la noche anterior.

Los Villanos dieron con un amigo local que les prestó un baño y camas. Niko se cambió la remera, se afeitó, se lavó las escupidas del pelo cosechadas en los shows, y quedó bastante parecido a Rod Stewart. Esa tarde todos durmieron la siesta en el hotel Bristol y salieron para Uni, el boliche donde sería el show. El Turco, el dueño del lugar (un night man de bigote fino y sonrisa ladeada), aclaró que el local se reserva el derecho de admisión. Y así fue. “A estos bombones no les gusta mezclarse con vagos descontrolados”, dijo señalando a unas chicas que hacían fila, como si eso lo explicara todo. Carca, Babasónicos y Attaque lo repudiarondesde el escenario, que se levantaba sobre una estructura a unos tres metros de altura de la pista principal. Después del show, Rodrigo, Azul Azul y enganchados de cumbia. Antes del amanecer, la delegación insomne abordó los micros y salió rumbo a San Miguel de Tucumán. El Jardín de la Patria un sábado a la tarde: un día perfecto para aprovechar las ofertas de la feria de baratijas del centro.

Fan babasónica y su instante de gloria.

El show fue en una disco emplazada en el Parque 9 de Julio, un predio de seis manzanas de pasto, lagos, farolitos y paradas de choripán. Durante la prueba de sonido, Carca se sumó a Attaque para ensayar una versión del nuevo hit “Beatle”, para el que el guitarrista subirá como invitado cuando Attaque toque en Obras el 30 se septiembre (pocos días después del fin del “Insomnio Tour”). Fue la fecha más concurrida de este tramo. Babasónicos volvió a hacer baladas, y recuperó la tensión armónica que pierde cuando nunca se quita el vestuario trash. Attaque volvió a hacer todos los clásicos: “Hacelo por mí”, “Espadas y serpientes”, “Angeles caídos”, “No me arrepiento”, “Aspero”, “El pobre”, “Amigo”... Los chicos querían canciones, y a Attaque 77 le sobran. Alguien del público se había puesto molesto desde el principio, exigiendo “temas viejos”. “Va a haber de todo, menos imposiciones”, le explicó Ciro. “La dictadura ya pasó. Bussi ya está, se terminó”. Cuando el pibe insistió, esta vez de mala manera, Ciro lo mandó amablemente a la concha de su hermana. “Un ataúd, un ataúd, para ese Bussi que mató a la juventud”, cantaba el público.

“Noto que la energía negativa viene de la gente más grande, de los de 30 en adelante”, reflexionaba Ciro después del show, mientras el Polaco se deshacía de las chicas que se colgaban al cuello del cantante. “Vienen con la mierda de las generaciones cargadas con militares, tradición y estrechez mental. Hoy en día hay tipos de mi edad, 32 años, que son unos amargos totales y no permiten un rato de fiesta, de felicidad. De hecho, cuando vinimos a Tucumán en el ‘94, a Mariano y a mí se nos acercaban pibes que nos hablaban mal de Leo y Luciano porque tenían el pelo largo. Y eran pendejos. Eso está muy instalado en la sangre de mucha gente, y no dejan avanzar. A nosotros nos tratan como pendejos en todos los lugares adonde vamos: ‘Nene, bajá la voz’, y esas cosas. Nunca nos van a tomar en serio, porque para ellos estamos siempre de joda. Lo sé porque trabajé en una fábrica de los 14 a los 20, donde todos los obreros eran correntinos, tucumanos, y eran todos ceños fruncidos. Si ibas con una sonrisa, había mala onda, decían: ‘Este pendejo debe ser drogadicto’. Eso lo conozco bien. Es una cosa que odio y que me olvidé de hablar en mis temas. Creo que lo voy a hacer próximamente.”

Desde el camarín vidriado podían verse los faroles encendidos y la bruma suspendida sobre el lago San Miguel. “Me gusta esto que hago, me hace bastante feliz”, dijo Ciro. “Es una parte importante de mi vida. En ningún lado figura como trabajo, pero es un laburo. Es la parte que no sabe nadie. Un cuento. Creo que en realidad no existe. Cuando vas en el micro no estás en ningún lado, y estás en todas las partes a la vez. Es una historia de circo. Una leyenda.”