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Jugo de tomate frío
por Douglas Starr - Traducción de Alan Pauls

Buenas venas

De cómo un modesto intercambio de fluidos —la transfusión de sangre— sobresaltó al siglo XVII, despertó sospechas de satanismo, sufrió condenas académicas y papales, revolucionó la concepción del cuerpo humano y lanzó a la sangre a su estrellato definitivo. Douglas Starr devela los secretos de las Tres Transfusiones que Conmovieron al Mundo en Blood. An Epic History of Medicine and Commerce (Nueva York, Quill, 1998), notable ensayo que explica cómo la sangre llegó a ser la mercadería médica más codiciada del mundo.

En un pueblo cerca de París, en el siglo XVII, vivía un loco llamado Antoine Mauroy. Poco se sabe de este oscuro y patético personaje: no hay descripciones físicas, nada —virtualmente— sobre su paso por la vida. Sabemos que sufría “ataques”, y que en esos trances golpeaba a su mujer, se arrancaba la ropa y salía corriendo a la calle, incendiando casas a su paso. Su nombre se habría perdido por completo si no hubiese participado de un experimento que cambió para siempre la práctica de la medicina.
En el invierno de 1667, un noble encontró a Mauroy vagando desnudo por París. Apiadándose de él, lo llevó hasta la casa de un amigo, Jean-Baptiste Denis, médico de Luis XIV, que había estado investigando los efectos de transfundir sangre de animales a seres humanos. Denis sentó a Mauroy en una silla, rodeado de médicos, cirujanos y “mucha gente de nivel... demasiado inteligente para que algo los tome de sorpresa”. Exactamente a las seis de la tarde del 19 de diciembre, según el informe del doctor, un asistente abrió una vena del brazo de Mauroy, insertó un tubo de plata y drenó alrededor de diez onzas de sangre. Insertó luego el otro extremo del tubo en la arteria de la pierna de un ternero y dejó que una copa entera de sangre del ternero pasara al hombre. El doctor tenía la esperanza de que la sangre del ternero, “por su suavidad y su frescura, mitigara el ardor y la ebullición de la sangre (del paciente)”.
Dado el estado de la medicina de la época, no era escandaloso que el médico del rey infundiera sangre animal en un hombre. La medicina del siglo XVII era una mezcla fortuita de curas populares, astrología, hechizos religiosos y lecciones aprendidas de los griegos. Los médicos trataban a sus pacientes con raíces, hierbas, gusanos, polvos hechos de piedras preciosas, ojos de cangrejos, lenguas de víbora o “musgo del esqueleto de una víctima de muerte violenta”. Los barberos operaban con tanta frecuencia como los cirujanos; ambos sangraban a los pacientes al menor signo de enfermedad, eliminando los “malos humores” al mismo tiempo que la sangre, a menudo hasta la muerte.
La vida era insalubre, brutal y breve. Huyendo de la pobreza rural, las masas se amontonaban en los barrios más pobres de las grandes ciudades europeas, donde las calles servían de cloacas y las casas se convertían en nidos de ratas y otras sabandijas. Había pestes que recorrían cíclicamente el continente —malaria, fiebre amarilla, la Muerte Negra— y vaciaban ciudades, liquidaban economías y segaban decenas de miles de vidas.
Sin embargo, por desolada que fuera para el individuo promedio, la época prometía mucho para la humanidad. El período renovó el arte, la literatura, la filosofía y la ciencia. Era la época de Rembrandt y de Racine, de Milton y de Molière. La fe en la razón humana desafiaba el dogma de la Iglesia como nunca antes. En ciencia, la superstición cedía paso a la observación desapegada. La naturaleza, alguna vez mística, se volvía cuantificable. En los años previos a los experimentos de Denis, Newton había propuesto su teoría de la gravedad, Galileo observado manchas solares y Robert Boyle explicado el comportamiento de los gases. En Francia, Descartes había inventado la geometría analítica y, aplicando conceptos estrictamente matemáticos a la naturaleza, había creado el pensamiento científico moderno.
La época también era promisoria para la medicina. Ahora que la Iglesia había suavizado sus tabúes en cuanto a la disección del cuerpo humano, anatomistas como Vesalio, William Harvey y Marcelo Malphigi revelaban la complejidad del organismo humano, con un conocimiento sorprendentemente preciso de la estructura y la función de los sistemas orgánicos. Sabían, por ejemplo, que el corazón funcionaba como una bomba, forzando a la sangre a salir a través de las arterias y permitiéndole volver a través de las venas, y que esas dos clases de vasos estaban conectadas por un sistema de capilares. Sabían que el páncreas, el bazo y los órganos digestivos segregan jugos corrosivos o enzimas, y tenían también una comprensión básica del funcionamiento del ojo.
Pese a esas sofisticaciones, sin embargo, también se mantenían fieles a un núcleo de creencias antiguas. Seguían creyendo que la enfermedad se originaba en un desequilibrio de los fluidos invisibles o vapores del cuerpo llamados “humores”. También creían que la sangre llevaba de algún modo la esencia de las criaturas en las que fluía, un concepto llamado “vitalismo” que sobrevivió intacto durante mil quinientos años. Según esa creencia, la sangre de un ciervo puede contener rasgos de coraje y longevidad; la de un ternero, de serenidad. Así, el trabajo de Denis, aunque despistado para los parámetros modernos, exhibía una mezcla de ciencia y superstición típica de su época.
Denis era un hombre de aspecto sombrío, ojos grandes, nariz y frente prominentes. Hijo de una modesta familia de artesanos, estudió teología en París y luego medicina en Montpellier. Otra vez en París, fue profesor de filosofía y matemática, así como uno de los médicos de Luis XIV. Intelectual ávido, participaba de los círculos esclarecidos de la ciudad y de las academias, donde debatía cuestiones de física, matemática, medicina y filosofía. Era miembro de la academia que patrocinaba el conde de Montmor, conocido por su filosofía progresista. Fue el conde, de hecho, quien llevó al loco hasta lo de Denis aquella fría noche de invierno.
Mientras trabajaba con su paciente, Denis esperaba las señales que indicaran que la transfusión había surtido efecto. Pasaron unos minutos; la sangre del ternero corría por el tubo. Cuando extrajo el aparato, Mauroy se quejó de un gran calor en su muñeca; luego suturó la herida y le dijo a Mauroy que se fuera a dormir. Dos horas después, el paciente despertó. Ya sin dolor, comió una cena abundante y se entretuvo silbando y cantando.
Dos días más tarde, Denis lo sometió a una nueva transfusión, aún mayor que la primera. Apenas la sangre empezó a entrar en sus venas, Mauroy volvió a quejarse de que una sensación de calor le subía por el brazo. El pulso se le aceleró, disminuyó, luego volvió a acelerarse. “Observamos que sudaba abundantemente”, escribió Denis. “Se quejaba de fuertes dolores en los riñones y de malestares estomacales, y decía que si no lo liberaban iba a vomitar.” Alarmado por las reacciones fortuitas de Mauroy, Denis y su asistente le quitaron el tubo. “Mientras cerrábamos la herida, (Mauroy) vomitó la ración de panceta y grasa que había comido media hora antes”, escribió Denis. El paciente orinó un fluido negro, “como mezclado con hollín”. Lo pusieron a dormir, para descubrir a la mañana siguiente, cuando despertó, que “lucía una calma sorprendente, y una gran presencia de ánimo... y una lasitud general en todos sus miembros”.
Denis no podía saberlo, pero su paciente acababa de sufrir un shock casi fatal. La sangre animal contiene proteínas completamente extrañas para la sangre humana. Enfrentado con esas sustancias, el cuerpo humano reacciona rápida y dramáticamente, movilizando anticuerpos para destruir las células invasoras. La reacción provoca una violenta hemólisis (destrucción física de los glóbulos rojos que entran), inflamación, fiebre y dolor en los riñones, dado que éstos trabajan filtrando la hemoglobina tóxica y los fragmentos de células. Los glóbulos rojos mueren de a millones, y la hemoglobina oxidada ennegrece la orina.
Si Mauroy sobrevivió fue sólo por casualidad. A lo largo de los dos días que pasó con Denis, durmió, rezó, sangró por la nariz y siguió orinando negro como el carbón. Sin su manía tenía poco que decir. El viernes le extrajeron dos porrones de sangre. El sábado, dos días y medio después del procedimiento, Mauroy se sentía lo suficientemente fuerte para ir a confesarse. “Ese mismo día —escribió Denis—, su orina se aclaró.”
Entretanto, Madame Perrine Mauroy, que había estado buscando a su marido de pueblo en pueblo, lo encontró por fin en manos del doctor Denis. Se acercó a Antoine un poco turbada, temerosa de su pasado brutal. Para su sorpresa, su marido la recibió con ternura, contándole “con gran presencia de ánimo todo cuanto le había sucedido mientras corría por las calles, cómo la policía lo había capturado una noche y cómo le habían transfundido sangre de ternero en las venas”. Denis apenas podía creer lo que veía: el hombre que “solía no hacer otra cosa que maldecir y golpear a su mujer” estaba dramáticamente —casi mágicamente— curado.

Del otro lado del Canal Inglés, los rivales de Denis leyeron sus informes consternados. No ponían en duda la verdad de sus experimentos; lo que los escandalizaba era la velocidad de sus progresos. Según los ingleses, ellos habían sido pioneros en la técnica de la transfusión, los primeros en transfundir sangre entre animales de la misma especie y de una especie a otra, y los primeros en proponer transfusiones humanas. Podían trazar una línea directa entre sus experimentos y el trabajo de Harvey, que, cuarenta años atrás, había sido el primero en probar que la sangre circulaba a través de arterias y venas.
Desde antes de los antiguos griegos, la gente concebía el cuerpo humano de una manera fundamentalmente distinta. A diferencia de la concepción actual, no pensaban en términos de sistemas —digestivo, nervioso, endocrino, por ejemplo— y nada sabían de hormonas, genes, infecciones o gérmenes. En cambio, veían el cuerpo como un microcosmos de la naturaleza. Dado que todos los fenómenos naturales eran pensados como resultado de la interacción de los cuatro elementos —aire, fuego, agua y tierra—, los griegos creían que cuatro factores análogos debían gobernar el cuerpo. Esos elementos, o “humores”, eran la flema, la cólera, la bilis y la sangre. Los remanentes lingüísticos de ese sistema pueden verse en palabras como “bilioso” o “colérico”. Según la medicina griega, la buena salud dependía del mantenimiento del equilibrio entre los humores, que más tarde conduciría a las prácticas del purgado del aparato digestivo y el drenaje de la sangre.
El sistema se mantuvo sin discusión durante siglos y fue adoptado, casi intacto, por los cristianos. La sangre, en tanto Humor Supremo, era considerada portadora de vida; llevaba el espíritu vital por todo el cuerpo, bajaba y fluía a través de venas y arterias y entraba en el corazón a través de poros imaginarios. A medida que los anatomistas fueron realizando disecciones, sin embargo, descubrieron que la teoría no se correspondía con los hechos. Vesalio comprobó que era imposible localizar los poros. “Nos vemos obligados a suponer la mano del Supremo —escribió con comprensión y humildad—, que hace que la sangre pase del ventrículo derecho al izquierdo a través de pasajes que escapan a la visión humana.” Harvey prefirió una declaración más directa: “¡Demonios! ¡No existen tales poros!”.
Harvey también encontró otras anomalías. Al examinar las venas de unas ochenta especies animales —desde anguilas hasta corderos, pasando por hombres—, descubrió que estaban puntuadas por numerosas válvulas. Trató de meterles agua por la fuerza a través de los vasos pero, contra lo que sugería la teoría de los humores, no consiguió que el líquido se moviera hacia adelante y hacia atrás: las válvulas le permitían fluir en una sola dirección. Tras algunos estudios suplementarios, se descubrió, sacando una conclusión asombrosa: antes que fluir y refluir como una marea, la sangre corría resueltamente, iba por las arterias y venía por las venas, circulaba a través de un sistema cerrado, unidireccional. Como el corazón —la sede del alma, la fuente de toda vida— era una simple bomba mecánica.

Inicialmente resistidas, las conclusiones de Harvey revolucionaron la manera en que la gente conceptualizaba el cuerpo, ahora considerado como algo más mecánico que místico. También cambió la práctica de la ciencia con sus métodos cuantitativos: al medir cosas como el flujo y el volumen, hizo nacer el campo de la anatomía experimental. (Hay que notar que, aunque Harvey descubrió el sistema circulatorio, nunca rechazó explícitamente la teoría humoral.)
Harvey trabajaba en Oxford con un grupo de científicos brillantes autodenominado Club de Filosofía Experimental. Sus colegas quedaron tan impresionados con sus métodos que emprendieron sus propios trabajos sobre circulación, aun cuando habían sido entrenados en campos completamente distintos. Christopher Wren, el legendario arquitecto, y Robert Boyle, el fundador de la química moderna, eran unos aficionados en asuntos circulatorios, y usaban una pluma hueca y una cámara de aire para inyectar opio y antimonia en perros. Al inyectar la droga y registrar los síntomas —el opio da sueño; la antimonia, vómitos—, ya podían demostrar la eficacia de la intervención. Ese sencillo experimento arrojó dos resultados llamativos: la invención de la primera jeringa intravenosa; la demostración de que el sistema circulatorio, hasta entonces inviolable, podía abrirse a interferencias externas.
Los anatomistas empezaron a inyectar en perros toda clase de soluciones, desde orina hasta cerveza, pasando por vino y leche, a menudo con resultados fatales. Por fin, un médico joven y talentoso, Richard Lower, sugirió inyectar lo que consideraba el líquido más compatible de todos. En una serie de experimentos que empezaron en 1665, Lower consiguió transfundir sangre de un perro a otro. Abrió las venas yugulares de dos animales y unió cada una a cada extremo de un cañito, de manera que la sangre pudiera circular de un animal al otro. Falló. Las venas, a diferencia de las arterias, llevan sangre a baja presión mientras vuelven al corazón. Una vena cortada no chorrea como una arteria, así que, más que correr de un animal al otro, la lánguida sangre venosa se juntaba y coagulaba dentro del tubo. Después de un año experimentando varias combinaciones, Lower llegó finalmente al procedimiento exitoso: conectar la arteria del animal donante con la vena del receptor. La diferencia de presión entre la arteria que chorrea y la vena pasiva empujaba a la sangre del donante al receptor. Ese simple avance se volvería crítico para los transfusionistas en los siglos siguientes.
Ciñéndose a este nuevo dato, Lower ya estaba preparado para el “nuevo y espectacular experimento” de fines de febrero de 1666. “Elegí un perro mediano y le extraje sangre de una vena yugular expuesta”, escribió. Extrajo tanta sangre como pudo sin matarlo. “Al principio el perro se puso a gemir, pero pronto sus fuerzas se agotaron y empezó a sacudirse convulsivamente.” Mientras tanto, había atado un perro de caza a una segunda camilla, le había expuesto una arteria del cuello y conectado a ella un tubito; luego colocó el otro extremo del tubo en la vena yugular del perro más pequeño. Deshizo un nudo y dejó que la sangre fluyera hasta que en el perro de caza “no quedaran sangre ni vida”.
Entonces asistió a un espectáculo que, dadas las creencias y la ciencia de la época, debió ser asombroso. El perro más pequeño volvió virtualmente de la muerte, como si la fuerza vital del perro de caza lo hubiese recargado. Lower suturó la vena yugular, aflojó las trabas y observó al perrito saltar de la mesa. “Olvidado de sus heridas, festejó a su dueño y se retorció en el pasto para limpiarse la sangre, exactamente como habría hecho si lo hubieran arrojado al agua, sin el menor signo de incomodidad o disgusto.”
Los experimentos de Lower entusiasmaron a sus compañeros filósofos como nada en años. Sus colegas se lanzaron a explorar las consecuencias. Robert Boyle le escribió a Lower que habría que considerar el amplio espectro de posibilidades que parecían abrirse a partir de la transfusión. ¿Qué pasaría con un perro feroz “si se le infundiera la sangre de un perro cobarde”? ¿Se amansaría? ¿Olvidaría un perro entrenado sus destrezas si se le transfundía la sangre de un animal no entrenado?
¿El color del pelo del donante reemplazaría el del receptor?

Lower siguió trabajando, y más tarde informó de sus progresos en una larga carta a Boyle. Escribió que, después de pasar sangre de un perro a otro en cantidades lo suficientemente grandes para matar al donante, transfundió dosis más pequeñas de varios perros a uno, de modo de preservar las vidas de los donantes. También mezcló sangre de distintas especies animales, pasando sangre de una oveja a un perro. Además de revigorizar a los receptores, la transfusión no parecía alterar sus disposiciones. “La utilidad más probable de este experimento —concluía— es que un animal podría vivir con la sangre de otro.”

Todo esto sucedía aproximadamente un año antes de que Denis le transfundiera sangre de ternero a Antoine Mauroy. En el ínterin, el francés, prescindiendo de la pluma o el tubo como medios para transfundir la sangre, inventó un nuevo aparato: un par de cilindros de plata conectados en línea con un pequeño saco entre ellos. Insertando un tubo en un vaso sanguíneo del primer perro y el otro en el segundo perro, el saco quedaría apretado de tal modo que la sangre tendría forzosamente que ir del donante al receptor.
Denis realizó diecinueve transfusiones entre perros. La transfusión parecía ser menos traumática si utilizaba la arteria crural de la pierna en lugar de la arteria carótida del cuello. Expandió también su repertorio: transfundió sangre de ternero a un perro y sangre de cuatro carneros a un caballo. Durante meses, Denis gozó de un éxito ininterrumpido: al parecer, la sangre era un nutriente universal, benéfico para todas las especies.
Entonces presentó su idea más atrevida en un informe cuidadosamente razonado, en el que justificaba paso a paso lo que aún hoy sonaría como una idea escandalosa. Empezaba con la idea filosófica de que la naturaleza aprueba el principio del intercambio de sangre; después de todo, el feto comparte la sangre de la madre a través de la placenta. Luego sostenía la posición moral de que no había nada malo en nutrirse de animales; ¿acaso el hombre no obtenía leche y carne de las bestias? Por fin, tras demostrar con sus experimentos los beneficios de transfundir sangre de un animal a otro, ahora proponía que sus bendiciones se extendieran al hombre. “Pleuresías, viruela, lepra, cánceres, úlceras, locura, senilidad y otras enfermedades originadas en la malignidad de la sangre”, todo podía curarse con el uso de la transfusión. Pero aún no podía aprobar el uso del hombre como fuente de sangre: “Sería una operación bárbara el prolongar la vida de algunos hombres abreviando la de otros”. Después de diez páginas de razonar con método y sensibilidad, Denis sugería usar la “sangre suave y loable” de los animales para transfundir al hombre.
No tardó mucho en poner a prueba sus ideas. En junio de 1667 recibió a un paciente de dieciséis años “atormentado por una fiebre violenta y contumaz”. Los médicos lo habían sangrado veinte veces, lo que, al parecer, sólo lo había debilitado. “Había perdido el juicio, tenía la memoria extraviada y el cuerpo tan pesado y soñoliento que no servía para nada.” Denis decidió que la sangre del noble ternero podía ser útil. Ató al ternero, le abrió el cuello y dejó que nueve onzas de su sangre fluyeran a una vena del antebrazo del chico. El paciente sintió que un gran calor le subía por el brazo, luego durmió una hora y cuando despertó ya no sentía dolor alguno. “Ejecuta claramente lo que se le indica, y ya no tiene pesadez ni somnolencia en el cuerpo”, escribió Denis. Semanas después, observó que el paciente “engorda visiblemente y es motivo de asombro en cuantos lo conocen”.
Luego transfundió a un robusto peón de 45 años. El hombre se rió y charló todo el tiempo, indiferente al ardor de la mano. Después se negó a recostarse y, ávido de mostrar su fuerza y su entrenamiento como carnicero, se apoderó del ternero y lo sacrificó. Durmió una breve siesta, salió, pasó a buscar a sus amigos y los llevó a la taberna “a beber parte del dinero que le habían dado por el trabajo de ese día”. Pasó el resto del día trabajando duramente, escribió Denis.
Al día siguiente se encontraron en la calle. “Le reproché su imprudencia”, recordaba Denis. “Pero me dijo, para disculparse, que cuando se sentía bien no podía descansar... Que había comido, bebido y dormido muy bien, que tenía más fuerza que nunca.” Por fin, el paciente le dijo “que si pensábamos repetir el experimento en algún momento, él quería ser el elegido, él y ningún otro...”

Denis publicó su informe en la edición de las Philosophical Transactions del 22 de julio de 1667. Lower publicó una respuesta insultante. “Yo fui el que descubrió la transfusión”, protestó, y acusó a Denis de robarle la idea. “Cuando la noticia de este nuevo invento empezaba a estremecer por todas partes los labios de los hombres, el Dr. Dionys (sic)... intentó quitarme el crédito del origen del famoso experimento y quiso apropiárselo.”
Denis no era un hombre peleador. Como lo puntualizó más tarde, reconocía que el crédito del descubrimiento era de los ingleses; él sólo había adelantado la técnica.

Para entonces, Denis había completado dos transfusiones en Antoine Mauroy; también había transfundido a un noble sueco, que murió, y a una mujer parcialmente paralizada, que sobrevivió. Pero las críticas de los ingleses palidecieron ante el envilecimiento que empezó a enfrentar en su propia patria. La intelligentsia francesa era altamente política, y estaba corrompida por el deseo de mantener los placeres de la corte. En su avidez por congraciarse con el rey, la elite se había vuelto experta en el arte de la difamación, y cada logro dejaba a su paso un tropel de celos y envidias. Después de meses de oír hablar de los éxitos de Denis, los mandarines de la Academia Francesa —rivales de la Academia de Montmor— decidieron que era hora de atacar.
Empezaron con una serie de panfletos que calumniaban a Denis, la transfusión y hasta el concepto básico de la circulación sanguínea. “Podría llenar un libro con cada enfermedad conocida, con su naturaleza y sus causas, y mostrar fácilmente por qué la transfusión de sangre sería una manera inútil de curarla”, escribió G. Lamy, de la Universidad de París. Y listaba luego varias enfermedades, como la pleuresía y el cáncer, y explicaba con la vieja teoría humoral por qué una transfusión jamás podría funcionar. Después, astuto dialéctico, Lamy elegía el rumbo opuesto. ¿Si las transfusiones funcionaran, entonces qué? Todos los enfermos del mundo las reclamarían, con lo que no habría en el mundo suficientes animales para proporcionar la sangre necesaria. Algunos críticos se preguntaban por qué la sangre de un ternero, si confería tranquilidad, no transmitía también la estupidez del animal. Otros simplemente prescindían de la lógica. Pierre de la Martinière, otro de los médicos del rey y miembro de la Academia francesa, calificó la transfusión de metodología “monstruosa”, una práctica bárbara que remitía al canibalismo y procedía directamente de “la boutique de Satanás”.
La argumentación, que puso a los conservadores de la Academia francesa contra los progresistas de Montmor, se derramó por escuelas y academias, estremeció la corte del rey y salpimentó el chismerío de París. Los ingleses permanecieron equidistantes, defendiendo la transfusión pero ridiculizando a Denis. Toda Europa seguía el debate. Abrumado y golpeado por el barullo, Denis rehusó rebajarse a participar. Y entonces, cuando el conflicto entraba en un crescendo inquietante, llamaron a la puerta y Denis abrió.

Eran Antoine Mauroy y su esposa Perrine. Se veían cansados y harapientos, y ella lucía algunos moretones. Antoine había vuelto a sufrir sus ataques. Ignorando el consejo del médico de comportarse con moderación, había estado yendo a la taberna, fumando tabaco y teniendo relaciones sexuales con su esposa. Y también había empezado a golpearla de nuevo. Perrine suplicó al médico que transfundiera a su marido. Denis dudó. El procedimiento era experimental, y Antoine no parecía suficientemente fuerte para soportarlo. Parecía más ojeroso que antes, temblaba sin control. Tal vez sólo tuviera que descansar un poco. Perrine se desesperó: el buen doctor tenía que realizar la operación. Denis, una vez más, se negó.
Poco después, Denis recibió una carta conciliadora de Perrine. ¿Les haría “la caridad” de ir hasta la casa de ellos? Al llegar encontró a su asistente, un equipo de instrumentos y un ternero, todo preparado y listo para la transfusión. Ahí estaba el paciente, sentado, sacudiéndose y temblando; era evidente que no estaba en forma para la operación. Denis dio media vuelta para irse, pero Perrine, cayendo de rodillas al piso, “con lágrimas en los ojos”, le imploró que se quedara. Denis cedió y ató al ternero y preparó al paciente. Apenas insertaron el tubo, sin embargo, Antoine sufrió una serie de violentos estremecimientos y la cánula se salió de su lugar. Terminaron el experimento sin haber transfundido una sola gota de la sangre del ternero.
Antoine Mauroy murió a la noche siguiente. Perrine rechazó el pedido de Denis de examinar el cuerpo. Sospechando algo, Denis dijo que volvería con varios testigos y, en caso de ser necesario, haría una autopsia por la fuerza. La mujer cremó a su marido antes de que regresaran.
Los enemigos de Denis estrecharon filas, publicaron nuevos libros difamatorios y panfletos y acusaron al médico de asesino y de idiota. Poco después, Perrine visitó a Denis. Le dijo que tres médicos de la Academia francesa le habían ofrecido 50 luises de oro por acusarlo de asesinato, como resultado del intento de la tercera transfusión. Si él la ayudaba financieramente, ella dejaría pasar la oferta; de otro modo tendría que aceptarla. Denis le dijo que ella y sus amigos doctores estaban locos, tan locos que “tenían más necesidad de una transfusión que... el marido de ella”.
Lo que siguió debe ser una de las más extrañas revocaciones de la historia judicial. Al principio el caso se desarrolló normalmente: Perrine se quejó por el tratamiento inhumano, el médico se defendió con un desfile de pacientes que atestiguaron la eficacia de sus procedimientos. Todos coincidían en que las dos primeras transfusiones habían logrado calmar a Mauroy, pero después había vuelto a sufrir ataques. Luego apareció un asunto muy extraño. Una noche, después de que Mauroy golpeara a su mujer brutalmente en los oídos, Perrine empezó a ponerle “ciertos polvos” en la sopa (un caldo intragable, evidentemente, ya que el gato de la casa había muerto después de probar un sorbo). Cuando se intentó la tercera transfusión, Antoine estaba muriéndose, envenenado con arsénico.
En sus considerandos del 17 de abril de 1668, la corte confirmó la evidencia preliminar contra Perrine y ordenó que ella y los tres médicos comparecieran para un nuevo interrogatorio. La corte absolvió a Denis del cargo de mala praxis y aceptó que la tercera transfusión nunca se había realizado. Al mismo tiempo observó que la transfusión era algo que preocupaba a todos los médicos de París, y por deferencia a esa preocupación decretó que cualquier médico que quisiera hacer una transfusión tendría que pedir permiso primero a la Facultad de Medicina. Esa pequeña condición fue un golpe devastador. Como la facultad representaba a los médicos más estrechos y jerárquicos de Francia, los médicos más progresistas de Montpellier, Reims y otras universidades optarían pronto, antes de someterse a la aprobación de la facultad, por abandonar el procedimiento. Así, pese a la completa exoneración de Denis, la práctica de la transfusión desapareció lentamente. Dos años después, el parlamento francés condenó oficialmente todas las transfusiones que comprometieran a seres humanos, lo que despertó en los ingleses la debida aprobación. Y cuando dos hombres murieron de transfusiones en Roma, el Papa condenó la práctica a lo largo y a lo ancho de Europa.

Por ingenuo y fortuito que su trabajo pueda parecer, sería erróneo descalificar a Denis y sus contemporáneos. En tiempos en que la gente consideraba la sangre como algo mágico, ellos la concibieron como un nutriente, una sustancia puramente biológica que podía hacer pasar la vida de una criatura a otra. Resquebrajaron el muro de la medicina humoral, demostrando que el cuerpo no se regía por humores vagos sino por químicos, vasos y bombas. Pusieron incluso en duda la práctica del sangrado, subrayando que la sangre podría ser más un nutriente que un humor malo.
En cuanto al affaire Mauroy, uno siente la tentación de desmerecer los informes de Denis sobre una cura temporaria como si fueran expresiones de deseos: es posible que a Mauroy, más que curarlo, lo hayan extenuado. Sin embargo, hay algunas pistas en el historial que sugieren una posibilidad más tentadora. Un inglés que asistía a los experimentos observó que la locura de Mauroy era “originaria del... amor”. En otras palabras, Mauroy probablemente tuviera sífilis, una enfermedad que en fases tardías ocasiona daño cerebral. La sífilis es causada por la Treponema pallidum, una bacteria que no soporta altas temperaturas. (Denis había notado que la manía de su paciente se aplacaba después de un rapto de fiebre furiosa.) A principios del siglo XX, antes del desarrollo de los antibióticos, los médicos trataban la sífilis obligando al paciente a sentarse en un gabinete calefaccionado; a veces administraban una dosis no fatal de malaria para provocar fiebre, incrementando la temperatura del cuerpo y matando las bacterias. Si esas pistas son correctas, entonces Denis puede haber disparado en Mauroy una cadena de hechos extraña pero factible: procedió a la transfusión, el paciente reaccionó, y la fiebre que casi lo mata funcionó como un estorbo para las bacterias. Y, por unos meses, el loco anduvo cuerdo.

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