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Los Corleone
por Rodrigo Fresán

Lazos de sangre

Indices mordidos, puños en alto, escupidas al piso, sangre y pasta. Y esos apellidos: Brasi, Clemenza, Tessio, Bonasera, Pentangeli, Mancini, Zasa, Sollozo, Tattaglia, Barzini. Y, por supuesto, Corleone. Las tres partes de El Padrino —ópera magna de Francis Ford “Otro Apellido de Esos” Coppola— se esconden, apenas, detrás de su condición de films mafiosos para, en realidad, analizar uno de los temas más antiguos: la familia como teatro de dramas y alegrías. Si se lo piensa un poco —muy poco—, Romeo y Julieta ya es una historia mafiosa. Montescos y Capuletos. Y Noé decidiendo quién sube al Arca y quién no. Y todo el Antiguo Testamento. Y buena parte del Nuevo, con Jesús como plácido capomafia. Y todo lo demás, también. Pero ayuda y queda más lindo si se es italiano. Sub-versiones genéticas como la mafia irlandesa, judía, china y, ya que estamos, rosarina, tienen su encanto y de vez en cuando producen buenas películas, pero no es lo mismo. Faltan los apellidos. No hay nada más lindo que eso. La familia unida. La familia que nunca tuvimos ni tendremos.

MITOLOGIA AMERICANA
Dicen que El Padrino es una gran novela. No me consta, no la leí, pero puede ser. Aunque uno tiende a ubicarla en el estante de Grandes Novelas Que Jamás Leeré Porque Dieron Lugar a una Gran Película. Lo mismo ocurre con Lo que el viento se llevó. Da un poco de temor supersticioso arriesgarse a entrar en algo que se las arregló para quebrar uno de esos dictums irrompibles donde las películas siempre tienen que ser peores que los libros. Y qué sentido tendría leer una novela (una de las pocas actividades auténticamente democráticas que van quedando) si nos resultara virtualmente imposible no imponerle al texto lo que nos fue impuesto a nosotros, y está bien que así haya sido: la nariz de Al Pacino a Michael y las orejas de Clark Gable a Rett. Mitos Americanos por derecho propio.
Lo cierto —porque fue él el primero en confesarlo— es que Mario Puzo se puso a escribir El Padrino para hacer dinero fácil y veloz. Un momento de crisis personal que coincide con un momento de crisis norteamericana. El cine estaba mal, los estudios estaban mal y la conciencia intelectual se había volcado a las celebración y descubrimiento del cine europeo, tan postergados como súbitamente exagerados. Mafia extranjera. Pensar en un sistema gobernado por un agónico Don Vito Corleone a la espera de un Michael que llegó corporizado en tres hombres diferentes con una misma necesidad: hacer dinero, hacerse famosos: el escritor Mario Puzo, el productor de la Paramount Pictures Robert Evans y el director Francis Ford Coppola.
Puzo había escrito dos buenas novelas —The Dark Arena y The Fortunate Pilgrim— que fueron apreciadas por la crítica pero se tradujeron en una ganancia de apenas algo más de cinco mil dólares para el autor. Ninguna de las dos —aunque ambas tenían que ver con lo italiano como sentimiento— se explayaba sobre la mafia como perfecta y definitiva exaltación de ese sentimiento. Ambas novelas contaban historias “de familia”. Puzo sabía que en la industria editorial se puede fallar una o dos veces y no ser enviado al fondo del cajón gracias a las buenas críticas. Pero la tercera —como en casi todas las profesiones— es la vencida. Desesperado, Puzo acudió a una reunión con sus editores y se puso a parlotear sobre la mafia, la Cosa Nostra, esas cosas. Consiguió arrancarles un adelanto de cinco mil por algo que iba a llamarse El Padrino. Puzo y familia se fueron a Europa. Puzo perdió todo en el casino y volvió a Estados Unidos sin una palabra escrita y con una deuda de ocho mil dólares. Se puso a escribir para no suicidarse. Cuando iba por la página cien, su agente llamó para contarle que había vendido los derechos del libro en tapa blanda por casi medio millón de dólares, y que dos estudios de cine se estaban peleando por llevar la novela al cine. Dicen que las cien páginas estaban muy mal escritas pero contaban algo fascinante: una cabeza de caballo adentro de una cama, por ejemplo. Robert Evans (marido de Ali McGraw y bon-vivant del celuloide que, con el tiempo, acabaría implicado en un asesinato casi mafioso durante la filmación de The Cotton Club, otra película mafiosa) las leyó y le gustaron y llamó a Arthur Penn, a Peter Yates, a Costa-Gavras, a Sidney J. Furie, a Otto Preminger, a Richard Brooks, a Elia Kazan, a Fred Zinnemann, a Franklin Schaffner. Todos dijeron que no. Alguien pensó en Sam Peckinpah, que dijo que sí pero, por supuesto, exigió una tasa demasiado alta de muertes en el guión para que se le hiciera interesante. Después Evans llamó a Coppola, un chico de treinta y un años cuyo principal mérito hasta la fecha era ser hijo de italianos. Y ya se sabe cómo sigue la historia.

FOTOS DE FAMILIA
En The Godfather Book —Biblia de Peter Cowie, también biógrafo de Coppola, que analiza hasta la última bala y pedazo de mozzarella las tres películas de la saga en sus diferentes formatos— se insiste una y otra vez en el aspecto sanguíneo y familiero del asunto y se llega a dedicar un largo capítulo al síntoma con el título de “The Family Connection”.
Allí, Cowie se detiene en los múltiples aspectos de compulsión familiera que unen a las figuras de Coppola y Puzo. En El Padrino III, señala Cowie, Michael Corleone dice y proclama: “Toda familia tiene malos recuerdos. El padre es un borracho, la madre es una puta. Un hijo se droga, alguien muere joven enfermo de cáncer, un camión pisa a un niño. Viven en la pobreza, se divorcian. Alguien se vuelve loco. Toda familia tiene malos recuerdos”. Puzo es hijo de napolitanos y Coppola ha llevado el concepto de familia italiana a su profesión de un modo a veces preocupante: viajan todos juntos, aparecen en sus películas a veces con efectos desastrosos (recordar a la poverina Sofia como Gia Corleone, la hija de Michael, reemplazando a Winona Ryder y, de paso, revisitando la muerte en un accidente de navegación de su hermano Gio Coppola al agonizar en las escaleras de la ópera al final de El Padrino III). “Un hombre que no pasa tiempo con su familia jamás podrá ser un hombre de verdad”, se oye por ahí. De ahí que la Mafia —como país sin mapa pero más patria que ningún otro— sea uno de los pocos sitios donde a los asesinos más despiadados se les exija una profunda moral familiera. Así, no es casual entonces que luego de varias horas de celuloide y décadas de sangre, la preocupación fundamental de Michael Corleone y el Gran Tema de la hasta ahora última parte de la saga sea el emprolijamiento de los asuntos de familia. Y en la mafia, familia y Familia son la misma cosa. Las tres partes de El Padrino entonces se ordenan así: I) Vida en Familia con Vito Corleone como Cabeza y Tótem; II) Rechazo de la Familia por Michael Corleone, el outsider que se hace cargo del negocio con modales de outsider; y III) Transformación de Michael Corleone en Vito Corleone. Final infeliz. Lo perturbador de todo esto —la neurosis familiar como destilado definitorio de la Trilogía Corleone— es el poco esfuerzo que requiere contemplar toda la historia como si se tratara de una virtual comedy of manners. Alcanza con modificar apenas el rumbo del cerebro para estallar a carcajadas cada cinco minutos. La muerte de Sonny Corleone acribillado a balazos en la cabina de peaje es uno de los grandes momentos humorísticos de la historia (Sonny Corleone, en versión juvenil, era el candidato a ser revisitado en un hipotético Padrino IV cuando, dicen, la muerte sorprendió a un cada vez más desequilibrado Mario Puzo frente al espejo, imitando a Brando y seguro de haber alcanzado el psicótico estado de mente modelo Corleone c’est moi) y tal vez de ahí que las parodias o las comedias sobre la mafia nunca resulten del todo logradas, porque en El Padrino y sus secuelas la fina línea que divide y separa al llanto de la risa es difícil de discernir. Jane Austen’s Mafia (la sistemática traducción al gag de todos los lugares comunes), Analyze This (el gángster como pasto del psicoanálisis), Mad Dog and Glory (el gángster como cómico frustrado), Married to the Mob (la mafia como vodevil) y The Funeral (el drama de la Famiglia como tragedia griega deviniendo en la involuntaria farsa de costumbres by Abel Ferrara), The Freshman (con el mismísimo Brando como doble de Corleone y probando de la mejor manera lo que aquí se dice) funcionan durante sus primeros minutos, provocan algunas carcajadas y, enseguida, dejan de ser una comedia divertida sobre la mafia para convertirse en lo mismo de siempre: una película sobre la mafia y punto.

UN MUNDO APARTE
Las risas que provoca El Padrino se encuentran, en cambio, en todos los lugares correctos. Son risas de verdadera alegría, de asombro, de incredulidad. Falta menos para que alguna antropóloga à la Margaret Mead se adentre en los misterios de la mafia para proponer tesis sobre sociedad primitiva y secreta instalada en la actualidad supuestamente civilizada. La mafia es un lugar de donde todo sale y, al mismo tiempo, un lugar adonde llegar. Tal vez por eso la versión ininterrumpida de los tres Padrinos (recomiendo la opción de ver las tres películas como llegaron a los cines, y no el reacomodamiento cronológico que Coppola hizo para televisión) produce, con sus idas y vueltas en el tiempo, un efecto épico de ser testigo privilegiado de acontecimientos históricos y a la vez secretos. Las películas de la mafia casi siempre parecen transcurrir en otro planeta, un mundo aparte, una cultura extraterrestre.

AHORA APOCALIPSIS
Nada volvió a ser lo mismo dentro de la mafia después de El Padrino. Pensar en las tres películas de Coppola como un curioso vehículo ficticio que acabó siendo más real que lo verdadero. Después de El Padrino, la mafia se vio en la obligación —a veces entusiasta, a veces a regañadientes— de tener que parecerse a El Padrino. De ahí que después de Brando & Co., la figura del gángster y su familia se hayan enrarecido. Uno de los casos más logrados y radicales probablemente sea el de Ray Luca, némesis del policía Mike Torello, en la serie de los ‘80 “Crime Story”, creada por Michael Mann. Allí, Luca comenzaba como un pequeño ratero de Chicago, crecía a dueño de Las Vegas y, huyendo de Torello a través del desierto de Nevada, entraba sin saberlo en un campo de pruebas del ejército, era eliminado por una bomba atómica para regresar a la siguiente temporada con el color de pelo alterado, radioactivo y más poderoso que nunca. La demencial serie duró apenas otra temporada más, cuyo último y nunca resuelto capítulo mostraba a todo el elenco —buenos y malos, Luca y Torello— luchando a bordo de un avión que se precipitaba desde las alturas frente al Caribe colombiano. Otra revisión bizarra fue la de la serie “Wiseguy”, donde un infiltrado profesional acaba siempre sintiéndose demasiado cómodo y feliz y amado por los capos dentro de las organizaciones que, al final, destruía casi a pesar suyo. Hoy, “Los Soprano” —serie de moda y prestigio producida por HBO, bestial éxito de audiencia en todas partes— combina mafia con Prozac y, sobre todo y de una buena vez por todas, con la vida familiar. “Los Soprano” es “Los Campanelli” con sangre en lugar de tuco. Por supuesto: “Los Soprano” —un retrato ácido de la decadencia de las Familias que comenzó en los primeros años ‘80 y culminó en el ‘92 con el encarcelamiento del último gran padrino John Gotti— les encanta a los mafiosos. Hace poco, miembros del FBI llamaron a sus productores para comentarles que llevaban varios meses grabando las conversaciones de una familia mafiosa y que los muchachos no hacían otra cosa que hablar de la serie.
“A mí siempre me toca ser el payaso triste. Las cosas son cada vez peores. Antes todo el mundo mantenía un código de silencio. Ya no hay valores”, se lamenta Tony Soprano frente a su cada vez más fascinada psicoanalista Jennifer Melfi, a quien le cuenta absolutamente todo, por supuesto.
En estos días, Martin Scorsese inicia el rodaje de Gangs of New York, luego del fracaso crítico y de público de Vidas al límite. Siempre se puede volver a casa.

LA DOLCE MAFIA
Pensar en El Padrino como la película que volvió a hablar de algo de lo que no se hablaba en el cine. Lejos habían quedado los gángsters psicóticos de James Cagney y Edward G. Robinson en películas siempre dirigidas por judíos. Hacía tiempo que la mafia, como tema, había perdido su atractivo cinematográfico porque aparecía demasiado implicada en los materiales de lo real. Lo cierto es que toda historia verdadera necesita de un mito para alcanzar del todo su destino de grandeza y, lo más importante, de verosimilitud. El Clan Corleone propuesto por Puzo en su novela y enseguida por Coppola en sus películas funcionó como un agujero negro devorador de referencias que se reordenaban en su núcleo para crear nuevos personajes a partir de personas. Marcel Proust hizo lo mismo con En Busca del Tiempo Perdido. Hay casos obvios como el cantante Johnny Fontane, el transparente doble de Frank Sinatra que despertó las iras de La Voz y la impulsó a casi atacar a Puzo en un restaurante, con la voluntariosa ayuda de John Wayne, que pasaba por allí. Puzo se avergonzaba de su libro (al que entendía como un descenso pronunciado en la escala de sus pretensiones literarias) y Coppola aceptó filmarlo “para después poder hacer las películas que en realidad le interesaba filmar”. A Coppola le interesaba filmar “películas como las de la nouvelle vague”. Lo que ni Puzo ni Coppola sabían —aunque hubiera sido lógico que, por lo menos, lo sospecharan— es que el espíritu virósico y familiar de El Padrino acabaría poseyéndolos y haciendo de ellas formas alternativas de lo gangsteril. Puzo quedó para siempre fijado en el rol de cronista cum laude de la mafia y Coppola comenzó a hacer declaraciones cada vez más raras, en el sentido de que El Padrino y sus secuelas no eran más que su autobiografía en código.
La preparación de Coppola incluyó largas entrevistas con la madre de Martin Scorsese (curiosamente, comparadas con las de Coppola, las películas mafiosas de Scorsese como Goodfellas y Casino aparecen como películas curiosamente “huérfanas” y poco sentimentales desde el punto de vista mafioso) y dar vueltas por el Little Italy de Nueva York y pensar cómo iba a convencer a los productores de que quería a un actor quebrado y maldito como Marlon Brando para el protagónico. El rodaje fue una pesadilla, con Coppola cayendo en ataques de ansiedad y a punto de ser echado del trabajo una y otra vez por sus demoras y pretensiones demenciales a la hora de la verosimilitud. Casi un año más tarde, marzo de 1972, El Padrino se estrenaba en Manhattan durante una inesperada tormenta de nieve, y Coppola se convertía en el rey del mundo, en il capo di tutti capi o como se escriba. Después, ya se sabe, se volvió loco, se convirtió en la cabeza de toda una mafia de nuevos y jóvenes directores norteamericanos, filmó la mejor segunda parte de toda la historia del cine y se fue a la selva a filmar esa película que siempre quiso hacer. Otra autobiografía: Apocalypse Now.

LOS MUCHACHOS
Pero tal vez el aspecto más gracioso, menos conocido y eminentemente familiar de una película legendaria tenga que ver con el comportamiento de los mafiosos verdaderos al enterarse de que unos tipos de Hollywood (la mafia eminentemente judía) estaban planeando una película sobre la Cosa Nostra. Puzo no sufrió ninguna amenaza de la mafia —salvo la de la Mafia Sinatra— pero le advirtió a Coppola que podía llegar a ser abordado por miembros del asunto, ya que “de algún modo ellos también son fans y van a querer hacerse amigos y ésa no va a ser una buena idea, porque cuando se hacen amigos, tarde o temprano terminan pidiéndote, Francis, que les hagas algún que otro favorcito”. La idea, entonces, era mostrarse amable, pero bajo ningún concepto intimar. Así las cosas, Robert Evans, que acababa de ser padre, comenzó a recibir llamadas telefónicas amenazantes que describían con lujo de detalles “lo que le va a suceder al bambino”. El 20 de marzo de 1971, una temida, esperada y portentosa carta llegó a los estudios con la firma de un tal P. Vincent Landi, “Gran Venerable de la Gran Logia del Estado de Nueva York, Orden Gabriele d’Annunzio de los Hijos de Italia en los Estados Unidos”. Allí se leía:
“Por pedido del Gran Consejo de la Gran Logia del Estado de Nueva York y los Hijos Ordenados de Italia en los Estados Unidos, me comunico con ustedes para expresarles nuestra opinión concerniente a la novela titulada como El Padrino, de Mario Puzo y la posible adaptación cinematográfica de dicha novela.
“La lectura de El Padrino produce en uno un sentimiento de náusea ante la idea de que tantos esfuerzos para modificar la percepción étnica que suele tenerse del crimen organizado hayan sido en vano.
“En nuestra opinión, le novela no es más que un cruel y vulgar engaño y no hace otra cosa que estigmatizar a todo aquel que lleve con orgullo un apellido italiano (...)”.
La carta sugería a continuación una serie de temas italianos de los que podrían surgir “películas inteligentes y constructivas”: las vidas “del científico Enrico Fermi, la Madre Cabrini, el coronel Ceslona, Garibaldi, Guglielmo Marconi” y varios otros.
A continuación, el Gran Venerable comunicaba las “sugerencias” aprobadas por la Logia por voto unánime:
1) Boicot económico de la película;
2) Peticiones de protesta de parte de todas las otras logias;
3) Reuniones y manifestaciones regionales contra El Padrino;
4) Elevación de una queja a la Comisión de Derechos Humanos;
5) Ningún tipo de colaboración durante el rodaje;
6) Una protesta formal ante los productores del film.
La carta aterrizó en los escritorios de numerosos funcionarios gubernamentales y, de inmediato, la Paramount comenzó a sentir los efectos de la onda expansiva. Altas cotas de ausentismo entre el personal técnico, decorados que nunca estaban listos, pequeños accidentes de trabajo en puestos claves para el buen funcionamiento de la producción.
Sinatra montó un festival en el Madison Square Garden para recaudar fondos contra la película, y los productores —que cada vez tenían más problemas para dormir, alertados en plena madrugada por llamadas telefónicas que anunciaban algo sobre zapatos de cemento y cosas por el estilo— comenzaron a ir armados a trabajar y a cambiar de autos para volver a casa.
Al Rudy, uno de los productores de la pesadilla, finalmente decidió contactarse con Joseph Colombo Sr., cabeza de una de las Cinco Familias, para acordar una tregua. La primera reunión tuvo lugar en el restaurante La Scala, de la calle 54, donde acordó con Anthony, hijo de Colombo, un encuentro en una habitación del Park Sheraton Hotel. Cuando Rudy llegó a la suite no pudo creer lo que veía: cerca de seiscientos mafiosos en unos pocos metros cuadrados lo esperaban para insultarlo y decirle que podía guardarse sus promesas de dinero y donaciones. Entonces Rudy tuvo una iluminación: comenzó a ofrecer a los mafiosi papeles breves y apariciones como extras en El Padrino. Rudy salió de la habitación del Park Sheraton Hotel vitoreado como un héroe, con un prendedor en la solapa que lo confirmaba como Capitán de Logia, como otro de los muchachos.
Días después, el mismo Rudy fue el encargado de llevarle a Colombo una copia del guión, para que lo leyera y dijera lo que le parecía incorrecto o falso. El guión era largo —ciento cincuenta páginas—, y Colombo lo miró como si fuera algo venenoso. No iba a leerse todo eso. “Confío en ti, Al”, dijo entonces, y, sí, prohibió el uso de palabras como “mafia” y “Cosa Nostra” en la película. Después, claro, vio la película y se enojó un poco.

POSTDATA
En 1971, el mafioso Joseph Colombo Sr., jerarca de la Liga Italoamericana contra la Difamación, demandó a la Paramount Pictures. Por desgracia, Colombo no pudo brindar testimonio en las audiencias premiliminares al juicio, ya que había sido muerto a balazos por la maf... por la Cos... por la competencia.

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