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Tridimensionalidad
por Martín Prieto

El imperio de la sensación

Grandeza y decadencia de la ingenuidad tecnológica que alborotó los años de la Guerra Fría

“Habrá sido en el ’56, cuanto mucho en el ’57. Pero creo que en el ’56. Lo que sí recuerdo es que fue en un cine que no existe más: el Capitol, que estaba por calle San Martín. La película se llamaba Museo de Cera, era bastante floja, pero tenía esa novedad, la curiosidad de lo que muy pretenciosamente se llamaba “tercera dimensión”, que era más bien un intento por dar profundidad a las imágenes. Técnicamente era como un retroceso: el cine se parecía al teatro, y además, se veía muy mal”.
Angel Forradels, El Rosario que yo viví.

Entre 1947 y 1953, la población de los EE.UU. había crecido en quince millones, pero el público que habitualmente concurría a las salas cinematográficas se había reducido a la mitad. La industria, que parecía haber dejado atrás los tiempos de la experimentación y fijado de modo definitivo sus estándares, volvió a echar mano de los técnicos ópticos, de los inventores, de los aventureros y hasta remozó algunas experiencias del pasado para atraer al nuevo público a las salas.
La revolución del sonido a través de los experimentos magnéticos, la estereofonía, el formato largo, la pantalla panorámica y el triunfo del color son algunos de los éxitos evidentes del nuevo impulso experimental que, claro está, también se construyó sobre la base de fracasos notorios.
Freaks Uno de los más destacables fue el intento de llevar a una sala de espectáculos la experiencia de laboratorio que había ensayado hacia 1900 el ingeniero Dussaud, autor del llamado “cine táctil”, también conocido como “cine para ciegos”, hecho por medio de un fenakisticopio que se trabajaba con figuras de relieve.
Otro, tan estrepitoso como simpático, fue el “cine odorante”, inventado en Suiza a fines de la década del ’30. El 4 de diciembre de 1939, las agencias de noticias internacionales difundieron una noticia fechada en Berna que decía así: “Los progresos de la técnica cinematográfica resultan cada día más notables, y es así que, después de haberse perfeccionado el cine parlante, se ha llegado ahora a dar un paso más avanzado en este sentido, pues unos ingenieros suizos acaban de inventar el ‘cine odorante’.
”En efecto, se trata de un nuevo sistema que permite a los espectadores percibir el olor de lo que se está proyectando en la pantalla, sistema que sus inventores han bautizado así: O.T.P., o sea: Odorate Talking Picture. El mecanismo del mismo no resulta enteramente complicado, ya que se trata de una simple caja metálica que se coloca detrás de la pantalla, de la cual han de salir los olores que corresponden a las proyecciones que se hagan. El citado aparato está en condiciones de registrar cuatro mil olores diferentes, lo que constituye una cifra realmente extraordinaria, ya que de acuerdo a los estudios realizados por los entendidos, el hombre sólo puede establecer el origen de 150 olores.
”La demostración realizada sobre el funcionamiento del aparato resultó enteramente satisfactoria, y la concurrencia, entre la que se hallaban numerosos técnicos de cinematógrafo, pudo apreciar las verdaderas cualidades del nuevo invento, que respondió ampliamente a las manifestaciones de sus inventores. Así, mientras sobre la pantalla se reflejaba una vista de un campo de rosales, el olor de dichas flores se expandió por toda la sala. Luego variaron las flores, y en lugar de rosas fueron narcisos, y de inmediato cambió el olor, percibiéndose el delicado perfume de esas flores. En seguida se proyectó una vista de un taller de carpintería, y el olor a madera fue sentido netamente por los espectadores.
”Así se hicieron varias demostraciones, cambiándose las proyecciones más diversas, y en todos los casos el nuevo invento respondió completamente, haciendo llegar al olfato de los espectadores el olor exacto de la vista proyectada, olor que desaparecía de la sala al mismo tiempo que dejaba de proyectarse sobre la pantalla el film que le había dado motivo, característica ésta que, indudablemente, resulta lo más atrayente del invento.
”De acuerdo a las opiniones de las personas autorizadas que han asistido a estas demostraciones, el nuevo invento, lejos de molestar al espectador, o de resultarle molestos los olores sintéticos producidos por un sistema electromagnético, contribuyen a crear una ilusión perfecta de la realidad.”
Pese al entusiasmo del cronista, el “cine odorante”, también conocido como “olfativo”, no prosperó, y quedó archivado en la historia del cine como una “curiosa trouvaille”, según la llama Teo de Leon Margaritt en su impresionante Historia y filosofía del cine, de 1944.
Lo cierto es que se estaba detrás del llamado “cine total”, y entre los resultados efectivamente obtenidos y las fantasías de los inventores no era difícil trazar un panorama como el que anotó el investigador Georges Sadoul en 1948: “Al anunciar el cine del futuro, los anticipadores dan libre curso a su imaginación: nos hablan de espectadores transportados al centro de la acción, y cuyos sentidos están todos solicitados a la vez. Ven un mundo reconstruido en colores y relieves, los olores colman su olfato, sienten entre sus manos las manos del héroe, su carne sufre con las heridas que él recibe, el fuego del alcohol corre en su garganta cuando aquél bebe...”

Todo es según el cristal...

En el borde exacto entre el éxito y el fracaso se encuentra la todavía estimulante experiencia del “cine de relieve”, o cine en tercera dimensión, o 3D, que fue un intento -–vano, y ya veremos por qué–- de incorporar la dimensión de profundidad a las dos que el cine habitualmente presenta: anchura y longitud.
Las experimentaciones sobre las posibilidades de la tercera dimensión son anteriores incluso a la misma historia del cine; su inicio está fechado en 1838, cuando Charles Wheaston inventó el estereoscopio, un aparato óptico en el que, mirando con ambos ojos, se ven dos imágenes de un objeto que, al fundirse en una, producen una sensación de relieve por estar tomadas con un ángulo diferente para cada ojo.
Entre 1858 y 1893, Charles D’Almeyda, A. Molleni y Louis Arthur Ducos du Houron mejoraron el invento de Wheaston al crear los “anaglifos”, esto es, la proyección de dos imágenes simultáneas separadas 65 milímetros una de la otra. Las placas eran proyectadas por dos proyectores, uno de cristal verde y otro de cristal rojo, y el mismo espectador, para percibir el fenómeno, debía calzarse unos lentes bicolores, también rojos y verdes, para finalmente obtener una sola imagen, en blanco y negro y en relieve.
Ya entrado el siglo XX, en 1935, Pierre Couvier y Louis Lumière recuperaron esos experimentos ópticos con el fin de incorporarlos al cine, y de hecho lograron realizar varias experiencias comerciales. Para la misma época, la MGM presentaba, junto con sus películas, una proyección en relieve, como un atractivo más de su programación.
Pero los anaglifos hacían imposible la reproducción de colores, justo en el momento en que ésta lograba progresos notables. Y los lentes, además, daban a los espectadores profundos dolores de cabeza. El “cine de relieve” también iba en camino de convertirse en una “curiosa trouvaille”.

Ahí vienen los rusos

Sin embargo, en el mismo momento y en la Unión Soviética, el ingeniero Ivanov estaba dispuesto a darle a su país, a su gobierno y a su pueblo, una victoria sobre el mundo mayor que la que obtendrían el 4 de octubre de 1957 con el lanzamiento al espacio del Sputnik 1.
Ivanov fue el único que logró un sistema de relieve sin anteojos a partir de una modificación de la pantalla, que el ingeniero reemplazó por una red de hilos tendidos en profundidad en el interior de un marco de fusión.
El hecho de que la pantalla pesara dieciocho toneladas no fue óbice para que ya en 1940 y en Moscú se realizaran las primeras proyecciones comerciales.
En 1941, la Segunda Guerra Mundial interrumpió las demostraciones del llamado “cine estereoscópico”, pero las proyecciones se retomaron en 1946, cuando se estrenó el primer largometraje hecho según las indicaciones de Ivanov. Se llamaba Robinson Crusoe, estaba ambientado en una espesa selva virgen y los espectadores, según cuentan las crónicas de la época, tenían la sensación de estar ellos mismos, como Crusoe, en medio de la selva, entre pájaros y monos salvajes que les rozaban la cabeza.
Para ese entonces, Ivanov había comenzado a resolver una de las grandes contras del sistema: si el espectador movía la cabeza, perdía la ilusión de relieve. La falla fue definitivamente erradicada en 1950.
Sin embargo, el entusiasmo de los moscovitas no pudo ser compartido por el mundo occidental. Introducir el “método Ivanov” suponía reconstruir cada una de las salas de cine del mundo entero y, básicamente, reducir su cantidad de butacas.
Según un cálculo de la época, acondicionar la Opera de París para la proyección de cine estereoscópico hubiese significado reducir su capacidad de más de dos mil butacas a menos de cuatrocientas. De hecho, se volvía necesario un extenso espacio entre la pantalla (hecha en base al “paralelo absorbente”, un principio propuesto en 1896 por los franceses Estenave y Bertier) y la primera fila de espectadores. “Un espectador colocado cerca de la pantalla no verá nada en relieve –-anotaba Ivanov-–, porque éste se formará detrás de su cabeza.”

El efecto Polaroid

Si bien entonces se pensaba que había un posible desarrollo comercial del cine estereoscópico, aunque reducido a salas especiales —lo que en definitiva impediría una “universalización” del invento análoga a la que en la década del ’30 había producido el cine sonoro—, esos tiempos no llegaron nunca. La victoria, esta vez, iba a estar en manos de los norteamericanos y de sus anteojos.
Después del fracaso de la MGM, el ingeniero norteamericano John Norling, que desde 1933 trabajaba en la mejora de los anaglifos, dio en 1939 con el llamado método Polaroid, que fue utilizado por primera vez en la Feria Mundial de Nueva York, no en cine sino en publicidad.
Los lentes Polaroids, que ya estaban siendo estudiados por los alemanes, venían a sustituir los vidrios bicolores de los anaglifos por unos vidrios polarizados utilizando la propiedad que poseen ciertas sustancias de refractar los rayos luminosos, lo que iba finalmente a permitir que relieve y color pudieran ser apreciados simultáneamente. El convencimiento de Norling era que de este modo, además, podría comenzar a erradicarse el dolor de cabeza de los espectadores y obtenerse una imagen más nítida.
En 1951, en Londres, se presentaron los primeros resultados definitivos del Polaroid, pero si antes la vanguardia había estado del lado de la publicidad, ahora lo estaba del lado de la animación: los dibujos animados en relieve del gran Norman McLaren fueron la verdadera sensación del Festival de Londres.
Un año más tarde, en 1952, se estrenaba el primer largometraje en relieve, en 3D o también, como se lo llamó entonces, en Natural Vision, debido al nombre de la sociedad norteamericana de la archimillonaria familia Gunzburg, que le encargó al director Arch Oboler la filmación, en Africa, de Bwana Devil (“Bwana, el diablo de la selva”).
Nadie se acuerda demasiado de la película, salvo, claro está, que los espectadores norteamericanos sintieron, como unos años antes los moscovitas, que los pájaros y los monos salvajes les rozaban la cabeza.
La sensación de que un mono te toque la cabeza, pero que no te la toque realmente, fue favorablemente recibida por el público norteamericano, de modo tal que los Gunzburg embolsaron más de un millón de dólares al finalizar la temporada, y la United Artists, encargada de la distribución del film, metió en caja casi veinte veces más.
Todas las grandes productoras (incluyendo la Warner, la Paramount y la RKO) cedieron al furor del relieve en Polaroid.
Un año terminado en 3, 1953, fue el año de la moda de la dimensión número 3.

El cine plano contraataca

La fiesta, sin embargo, duró apenas doce meses. En 1954, los distribuidores comenzaron rápidamente a editar en dos dimensiones las películas originalmente hechas en tres, y el “cine plano” ganaba, apenas herido, la batalla que más tarde también le iba a ganar a otro invento de la época, el cinerama o cine de triple pantalla, otra “curiosa trouvaille” exhibida por primera vez en Nueva York, en 1952, y cuyo procedimiento, que emplea tres películas, tres proyectores y tres pantallas, venía a perfeccionar una idea —otra más— de los hermanos Lumière: el cinerama, patentado en 1897, que colocaba al espectador en una sala redonda, cuyos muros circulares eran cubiertos con proyecciones animadas, y que trabajaba sobre la sensación de una panorámica gigantesca. El cinerama reclamaba, para su preciso funcionamiento, la presencia de veintiséis técnicos calificados por proyección, además de los inmensos gastos de instalación de las salas. En 1956, el cinerama dio por perdida la batalla. Más tarde la televisión, y finalmente el video hogareño, también se rindieron ante la evidencia del “cine plano”.
El fracaso casi instantáneo del cine en 3D se atribuyó a razones tanto económicas como industriales y sociológicas.
Por un lado, el monopolio que la Paramount ejerció sobre los lentes Polaroid le permitió, sí, recuperar en una semana de alquiler el precio de las gafas. Pero los distribuidores, como es natural, trasladaron el costo al precio de las entradas, y el cine en 3D se convirtió entonces en un esparcimiento caro, no popular. Por otra parte, la apabullante eficacia del formato Cinemascope, que comenzó a circular en 1956, fue devolviendo al 3D al lugar de la curiosidad. Finalmente, el público también se cansó de verse con esos anteojos ridículos.

El pecado original

Sin embargo, como en el poema de T. S. Eliot, en el propio principio del 3D estaba su fin. De hecho, el cine en tercera dimensión o estereoscópico no crea relieve, profundidad o tercera dimensión, sino la sensación de relieve, profundidad o tercera dimensión. Y esa sensación es inherente a la imagen en movimiento. Desde los orígenes de la historia del cine, cualquier principiante sabe que con un travelling lateral se obtiene —al filmar, por ejemplo, un bosque— toda la sensación de profundidad. Y todos saben, también, que en 1896 los espectadores del Gran Café parisino -–o los del porteño Teatro Odeón-– que salieron corriendo para no ser “atropellados” por la locomotora de La llegada del tren, el señero film de los hermanos Lumière, lo hicieron justamente porque tuvieron esa sensación simultánea de relieve y profundidad: las dos dimensiones, en movimiento, pueden provocar naturalmente la sensación de la tercera. Una sensación, claro está, que el cinemascope, basado en el sistema que había diseñado el francés Henri Chrétien, basado a su vez en un procedimiento óptico llamado anamorfosis, conocido desde la Antigüedad por los chinos y perfeccionado durante el Renacimiento por el genio de Leonardo Da Vinci, no vino sino a confirmar extensamente.
Y entonces sí, definitivamente, el 3D se convirtió en una “curiosa trouvaille”.
Estertores tridimensionales En los años ‘80, el reaganismo, tan proclive a recrear por métodos artificiales lo que en los años ‘50 aparecía como necesario (con el extraño resultado de convertir el sueño americano en una pesadilla), tuvo un intento de recrear, también, la necesidad del cine en 3D.
La película –-su título, su asunto, su director, sus actores-–, que naturalmente también llegó a la Argentina, perdura menos que la imagen del mismo Reagan yendo al estreno, calzándose los ridículos anteojos, y menos, también, que la imagen de una mujer tendiendo la ropa, el viento haciendo flamear una sábana blanca y la sábana “saliéndose” de la pantalla, rozando como un mono salvaje la cabeza de los espectadores.
Al final, la “curiosa trouvaille” llegó a esa mezcla de parque de diversiones, museo y cementerio que es Disneylandia.
En septiembre de 1986, el Disneyland’s Magic Eye Theater, inaugurado unos meses antes, presentó la película Captain EO, una multiestelar producida por George Lucas, dirigida por Francis Coppola y protagonizada y cantada por Michael Jackson, que se proyectó en Epcot Center a lo largo de diez años, hasta abril del ’97.
Conceptualmente –-por llamarlo de alguna manera-–, la película se presenta como una versión un poco degradada, es cierto, de El submarino amarillo, con Los Beatles. Hay unos malos muy malos que van a ser vencidos por unos buenos muy buenos que en lugar de empuñar armas empuñan canciones.
Aquí es Jackson, en el papel del Capitán EO, quien tendrá que vérselas con Líder Supremo, una subyugante y diabólica mujer (“¿Me encuentras hermosa?”, le pregunta al Capitán cuando éste es finalmente capturado) que, por supuesto, tiene una misión monótona: destruir el mundo. Para ello debe, naturalmente, destruir a EO, y EO, un poco torpe, un poco ingenuo, demasiado bueno, es atrapado por los esbirros de la impactante mujer. Como Ulises, lo que EO no tiene en fuerza ni en maldad lo recupera en astucia: le ofrece a Líder Supremo, después de aceptar la sentencia a cien años de tortura, un regalo. “That is my gift to you”, le dice EO-Jackson. Y empieza la música, y empieza la batalla. Y el poder de la música transforma a la diabólica mujer en una hermosa reina, y el planeta, como el castillo de La Bella y la Bestia, es ahora hermoso otra vez.
Disney, o lo que fuera que Disney sea, se pregunta entonces: “¿Quién dijo que el rock es una mala cosa? El Capitán EO acaba de probar que el rock puede hacer triunfar las buenas causas contra el mal”. Y agrega Disney, o lo que fuera que Disney es: “Por favor, a la salida, deje sus lentes de 3D en el recipiente de devoluciones”.
Porque el ahorro, claro está, también es una buena cosa.

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