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tendencias Jon Krakauer y los “nuevos” libros de viajes

El hombre de las
nieves

Con apenas dos libros, Jon Krakauer se convirtió en best seller, adscribiendo a la tradición de Jack London y Joseph Conrad y redefiniendo la módica y tediosa literatura de viajes de los últimos años. El autor de Hacia rutas salvajes y Mal de altura consiguió que sus dos libros se tornaran textos indispensables para comprender un género que oscila entre la utopía y el turismo, pero que también funcionan como síntoma de un malestar de la cultura.

POR GUILLERMO SACCOMANNO

Si un rasgo definió al romanticismo del siglo XIX fue la valoración del héroe frente a las fuerzas desatadas de la intemperie. Las crónicas de viajes –que por entonces eran una cartografía de la dominación imperialista de Occidente– devinieron, en el fin del siglo XX y el arranque del XXI, en indagación neurótica de rincones ignotos de un planeta que cada día ofrece menos territorios vírgenes de tecnología y consumo. En la actualidad, la crónica de viajes funciona también como vuelta de tuerca del tradicional relato de aventuras (Defoe, Melville, Stevenson, Conrad, London). Irónica combinación de utopía y turismo, busca consolar los espíritus abrumados por el totalismo globalizador. Entre los variados diversos motivos que pueden explicar el auge de esta clase de literatura, cuentan la rutina y el aburrimiento de los lectores medios de las grandes metrópolis. Si algún fenómeno detona la expansión de los no-lugares, es la melancolía de los espacios abiertos, la evocación de una naturaleza en la que el alma vuelva a encajar en el cuerpo. Podría pensarse que los viajes, “como sucedáneo de la pistola y la bala” (tal como afirma Ismael, el narrador protagonista de Moby Dick), encuentran su razón de ser cuando la hipocondría ataca.
Hasta acá, estos mínimos datos pretenden configurar cómo una literatura de género pueda resignificarse como síntoma de un malestar de la cultura. Pero, a la vez, estos datos permiten contextualizar las narraciones de Jon Krakauer (Oregón, 1954), un colaborador de la revista Outside (publicación norteamericana especializada en el “turismo de aventuras”), quien con sólo dos libros se transformó vertiginosamente en best seller y renovador de un género habitualmente trajinado por un exotismo geográfico que aspira a compensar la chatura expresiva. A diferencia de sus colegas, Krakauer no le esquiva el cuerpo a la literatura, la zona de riesgo del género. Cada capítulo de sus libros ofrece una cita de sus autores fetiche. Este afán bibliográfico puede leerse como soporte, pero también como orientación hacia un modo de ser leído: el estante que le gustaría ocupar en una biblioteca y con quién compartirlo.

EL MITO MCCANDLESS
En abril de 1992, un joven de 24 años llamado Chris McCandless se internó en los bosques de Alaska para reproducir una experiencia tolstoiana: abandono de todo vínculo familiar o amistoso, renunciamiento tajante a la civilización y el confort. Cuatro meses más tarde fue encontrado muerto, en estado de descomposición, dentro de un micro perdido en la tundra, despojo de un proyecto frustrado de vialidad. Antes de su muerte por inanición, McCandless había recorrido su país como un vagabundo a lo Kerouac, de punta a punta. Primero viajando en un viejo Datsun (que, cuando se descompuso, ahí quedó), después a dedo. Pero, pacífico y amable, el nómade McCandless había sido también un poseído.
Poco después del hallazgo del cadáver, Krakauer propuso a Outside un artículo investigando el caso. En el artículo, Krakauer reflexionaba: “Es habitual que un muchacho se sienta atraído por una actividad que sus mayores consideran imprudente; adoptar un comportamiento arriesgado forma parte de los ritos iniciáticos de nuestra cultura tanto como de cualquier otra”. Sin embargo, el caso no era usual, y despertó un interés menos usual todavía. En el cadáver de ese joven en un micro desvencijado yacía, además de un enigma, la punta de un iceberg capaz de convertirse en mito.
La biografía de McCandless y su fin en un territorio deslumbrante por su belleza y su hostilidad disponían de ingredientes como para articular la construcción de un héroe polémico, que revolvía las cenizas de la contracultura hippie, ese magma en extinción. Devoto de la literatura rusa y de Emerson y Thoreau, idealista anárquico, con un carisma que rozaba la santidad, McCandless se le presentó a Krakauer como la historia que todo lector de Jack London está dispuesto a celebrar. Hay que enfatizar la marca London –el narrador por excelencia de ese paisaje–, porque McCandless lo había incluido, previsiblemente, entre sus textos de culto. Demasiada literatura, se dirá. Es que McCandless se había propuesto, nada menos, una vida literaria. Sus diarios están escritos en tercera persona. En ocasiones, cambia su nombre por el de Alexander Supertramp; éste es su mejor personaje. Por lo general, esos “cuadernos” consisten en anotaciones registradas en los márgenes de sus novelas de Gogol y Pasternak. Porque McCandless escribe como vive: en los márgenes.

LA EXPLORACION DEL ALMA
Krakauer no se conformó con aquel artículo resonante. Como quien arma un rompecabezas, fue replicando cada uno de los pasos de su personaje (anécdotas, tics, particularidades). El resultado es un libro que excede la crónica de viajes. En más de un aspecto, la elaboración de Krakauer recuerda los propósitos de Truman Capote en A sangre fría. Podría conjeturarse que Hacia rutas salvajes es a la crónica de viajes lo que A sangre fría es a la literatura policial. El título original, Into the wild, más poderoso y sugestivo que su traducción, revela con más transparencia en qué consistió el obsesivo proyecto de McCandless. “Al revés de otros aventureros, McCandless no se adentró en los montes para reflexionar sobre la naturaleza. Lo hizo para explorar el territorio concreto de su propia alma. Pronto descubrió algo que Thoreau ya sabía: una estancia prolongada en un lugar salvaje y desconocido agudiza tanto la percepción del mundo exterior como del interior, y es imposible sobrevivir en la naturaleza sin interpretar sus signos sutiles y desarrollar un fuerte vínculo emocional con la tierra y todo lo que la habita”.
Como suele suceder, el afán de conocimiento del otro termina delatando alguna veta tapada de la propia identidad. Al promediar la crónica, el relato deriva abruptamente en el tono confesional. Krakauer vacila sobre su percepción de McCandless, y se remite entonces a su propia historia: la figura de un padre autoritario que, mientras lo educaba en el montañismo, despertaba en él una mezcla de rabia contenida y afán de complacer. Como una tardía “carta al padre”, el tramo confesional de Hacia rutas salvajes, en lugar de ralentar la intriga de la narración, le confiere un espesor sorprendente. Suele suceder: no se escribe tanto de lo que se sabe como de lo que se quiere averiguar. La escritura, pues, como acto de exploración.

UNA TRADICION LITERARIA
Al revisar las anotaciones de McCandless, Krakauer da con una casi declaración de principios: “La vida que lleva la mayoría de la gente me parece insatisfactoria. Siempre he querido vivir experiencias mucho más ricas e intensas”. Excéntrico en la administración de sus pocos dólares, McCandless se empecinaba en el ascetismo regalando su ínfimo capital a lúmpenes, prostitutas y mendigos. Se alimentaba frugalmente y, si necesitaba un billete, se empleaba en un McDonald’s o trabajaba de peón rural. Se trataba de repudiar todo lo que equivaliese al establishment. Hay momentos en que las fotos de McCandless –porque McCandless se fotografiaba hilvanando su historia a través de autorretratos– recuerdan las de un místico, cierta semejanza con Cristo y con otro lector fervoroso de London: el joven itinerante Ernesto Guevara. Alaska escenifica el paisaje límite para probar el temple. Pero la exploración del alma en este paisaje requiere asumir enfermedades, heridas, daños en ocasiones irreparables.
Los rigores finalmente superan a McCandless. Al interrogarse sobre cuál es el fondo de esa experiencia, Krakauer admite que las pistas –objetos, libros, testimonios– impiden todo psicoanálisis post mortem de su personaje. Al recordar sus comienzos como alpinista y proyectar sus experiencias sobre la incógnita McCandless, Krakauer se cree por momentos poseedor de alguna certeza, pero la sensación es fugaz. Si hay una lección moral es ésta: “En tales momentos te invade algo que se asemeja a la felicidad, pero no es un sentimiento en el que puedas confiar para seguir adelante”. En una carta, McCandless le recomendaba a un amigo: “No eches raíces, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada, renueva cada día tus expectativas. Aún te quedan muchos años de vida, y sería una pena que no aprovecharas este momento para introducir cambios revolucionarios en tu existencia y adentrarte en un reino de experiencias que desconoces”. A McCandless no le salió bien. Su historia cierra con final trágico: el casi cliché que hace de un héroe un mito. Desentrañar sus secretos es complicado. Sin embargo, Krakauer logró bastante. En su apuesta consiguió una narración que empata, en vigor, los cuentos del Yukón de London.

LA MENTE EN BLANCO
Un capítulo de Moby Dick se titula “La blancura de la ballena”. Melville detiene la persecución de la ballena y se ocupa meticulosamente de enunciar todas las significaciones de su color. Detalla cada una de ellas, desde los orígenes de la humanidad hasta el momento en que escribe (1850, aproximadamente). Melville le confiere al blanco una índole sobrenatural, poder divino y máximo horror. Conviene tener en cuenta esta referencia al leer el segundo libro de Krakauer, Mal de altura (1997). Un año antes, también como colaborador de Outside, Krakauer había viajado al Himalaya para escribir sobre la creciente explotación comercial del Everest. Al igual que con su libro anterior, el reportaje desembocó en un volumen de casi cuatrocientas páginas que huye de la clasificación simplista.
Como en Hacia rutas salvajes, cada capítulo de Mal de altura está precedido por un epígrafe que procura encuadrar lo que se está por leer. Pero, a diferencia de su libro anterior, el gran personaje no es humano: a lo largo de la crónica, el Everest gana cada vez más protagonismo, hasta corporizar la mítica ballena blanca que todo narrador norteamericano aspira a capturar. Si bien Krakauer describe a los integrantes de su expedición, ninguno de ellos adquiere consistencia. A veces pareciera que no le interesan demasiado: los nombres casi son intercambiables y lo vivido es, con frecuencia, similar (si el lector quiere comprobar la descripción de alguno de ellos, tiene a su disposición las fotos de los expedicionarios en las primeras páginas del libro). Entonces se produce una especie de hechizo. Como en Moby Dick, la tripulación tiene escaso perfil. Quien cuenta, monstruo y encarnación del mal a la vez, es la ballena blanca. Pero el Everest es algo más que el monstruo: con su imponencia, se torna en un absoluto.

EN LAS MONTAÑAS DE LA LOCURA
Capítulo tras capítulo, las contingencias que el paisaje plantea a un escalador transforman esta práctica en una pesadilla. Y el lector no puede menos que imaginarse cómo actuaría frente a cada obstáculo. El hielo, la nieve, el viento, el vacío, la falta de oxígeno generan todo tipo de trastornos: congelamientos, calambres, cólicos, diarreas, edemas, cegueras, neumopatías, fallas del corazón, insomnios, alucinaciones. Mal de altura es un texto engañosamente “físico”, o “exterior”. Toda noción de psicologismo da la impresión de quedar abolida bajo la determinación de lo visceral. Las supersticiones y creencias de los serpas, los nativos contratados como ayudantes, comienzan a presentarse como verosímiles en un campamento de ciento veinte tiendas diseminadas en la roca, a 6500 metros de altura. La dimensión “física” del relato deriva así en una revelación y toma un aspecto lovecraftiano (a Lovecraft también lo fascinaba el blanco como color caído desde otra vida).
Cada tanto, en el ascenso, los escaladores suelen toparse con cadáveres semienterrados en la nieve, advertencias del destino sobre la suerte de predecesores menos afortunados. “Era como si existiese un acuerdo tácito con la montaña para fingir que aquellos restos disecados no eran reales, como si ninguno de nosotros quisiera aceptar lo que se jugaba en la ascensión”, apunta Krakauer. Escalar, subraya Krakauer, no es estupendo a pesar de los peligros sino precisamente a causa de ellos: “Es estimulante rozar el enigma de la mortalidad, atisbar sus fronteras prohibidas”.

LOS TREPADORES DEL CIELO
A medida que el deterioro de los escaladores se agrava, la gran pregunta de Mal de altura es acerca de la naturaleza de esta experiencia. Si la etimología de la ascensión toma como referencia la “ascesis”, puede quizá explicarse el sentido de esta mortificación de la carne. La analogía con el calvario de Chris McCandless en Alaska es inmediata. El sufrimiento del cuerpo como tributo a la conquista del cielo. Porque, si bien a los 8848 metros de altura del Everest no son todavía el cielo, al menos lo acercan. Pero los intereses de los escaladores no son los mismos. Los guías, veteranos del montañismo, curtidos en los riesgos, son respetuosos de la altura. Los clientes (como se denomina a los escaladores que pagan por la experiencia) conforman una fauna en la que se mezcla la unción espiritual con el esnobismo. Krakauer se concentra en caricaturizar el patetismo de Sandy Pittman, una millonaria vinculada a la revista Vanity Fair, y la compara con la actitud humilde y reverencial de los serpas, los explotados del negocio montañista.
Con su entomológica revelación de los percances, Mal de altura puede ser leído como un texto de denuncia sobre la comercialización de uno de los últimos rincones sacros del planeta. Krakauer se preocupa por plantear las modificaciones de la cultura nepalesa y el paternalismo de muchos occidentales que extrañan “los viejos buenos tiempos”, aludiendo a las primeras expediciones. Sin embargo, los serpas no protestan por los cambios. El deporte de riesgo, con su veta espuria, aportó subvenciones, se crearon hospitales, se tendieron puentes y, con sus limosnas, el progreso contribuyó a disminuir los índices de mortalidad infantil. Mal de altura, además de denunciar, inquieta por su capacidad de situar al lector en el centro emocional de una aventura que transcurre en el filo de la razón y la demencia.

LA VOZ INTERIOR
El 10 de mayo de 1996 por la tarde, algunos integrantes de la expedición que integraba Krakauer encararon el difícil descenso de la cima. En tanto, otros veinte escaladores seguían empeñados en el ascenso sin advertir unos nubarrones compactos que iban ensombreciendo las alturas. Seis horas más tarde y tres mil metros más abajo, víctima de un ataque de pánico debido a la falta de oxígeno, Krakauer yacía aterrorizado en su tienda estremecida por el vendaval. Poco después se enteraría de que cinco de sus compañeros habían muerto y a un sexto fue necesario amputarle una mano. Uno de los autores citados por Krakauer, Harold Brodkey, dice: “Desconfío de cualquier pretensión arrogante de controlar lo que está narrando. Aquel que afirma comprender, o escribir con una emoción amparada en los recuerdos serenos, es un tonto y un embustero. Comprender es temblar. Recordar es vivir y quedar desgarrado. Admiro la autoridad de quien enfrenta los hechos postrado de rodillas”. Aquellos montañistas que sobrevivieron distintas escaladas, que vivieron para contarlo (como Ismael, tripulante del Pequod) recomiendan a sus discípulos prestarle atención a la voz interior. Aunque tiene su reminiscencia new age, con respecto de esta fábula los expertos resaltan la infinidad de historias sobre quienes sobrevivieron a una catástrofe sólo por frenar a tiempo y escuchar el augurio.

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