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¿Quién es Tomás Lipán?

Un canto y una Quebrada

Durante la década del ‘90, fue vocalista de Jaime Torres. En 1995 lo tentaron para candidatearse a diputado provincial por el Movimiento Popular Jujeño, pero rechazó el ofrecimiento, y pidió un crédito para grabar en CD los casetes hogareños en los que guardaba su repertorio. Este año salió Canto rojo, el último disco del aymará que canta en Barracas y Tokio, pero siempre vuelve a Purmamarca..

Por Fernando D’Addario

En la Quebrada de Humahuaca, en el barrio porteño de Barracas y en una avenida cualquiera de Tokio, Tomás Lipán camina arrastrado por una parsimonia ancestral. Se mueve, habla y piensa en perfecta armonía, como si las circunstancias que rodean a cualquiera de esos lugares no pudieran desviarlo de su eje. Es un cantor popular que, en sus más de treinta años de trayectoria artística y anonimato casi absoluto, transitó un camino pedregoso, sin haber capitalizado el marketing del sufrimiento. En la entrevista se lo consulta sobre su aparente condición de “músico de culto” dentro del folklore, y Lipán prefiere definirse como un “músico oculto”, expresión evidentemente más afortunada y acorde con el personaje.
Si sólo se tomara como parámetro su voz de barítono, habría que admitir que se trata del mejor cantante de folklore de los últimos años. De otros cantores populares lo distinguen, sin embargo, elementos más esenciales que la mera exhibición de virtudes técnicas. Su naturaleza se distancia tanto de la demagogia fascistoide de varios de sus colegas como de la postura progre-indigenista que luce más atractiva para la prensa. Lipán es sólo (nada menos) un hombre de la Quebrada.

“Me crié pastando cabras, no
bien aprendí a caminar. Des
de que nací mi mamá em pezó
a llevarme en su espalda y así
crecí encima de ella escuchando
sus coplas. Por eso salí cantor.”
TOMAS LIPAN

Más exactamente un hombre de los suburbios de Purmamarca, meca de peregrinaciones místicas y objeto de consumo turístico. Sólo que Lipán nació y vivió allí, como sus antepasados cercanos a la etnia aymará. “Me crié pastando cabras, no bien aprendí a caminar. Desde que nací mi mamá empezó a llevarme en su espalda y así crecí encima de ella escuchando sus coplas. Y mi padre cantaba acompañado por la guitarra. Por eso salí cantor”, explica, sin más detalles superfluos. Es probable que quien escuche Canto rojo, su último disco, identifique esos rasgos, cada vez que le pone letra y sentimiento a un carnavalito, un taquirari o un bailecito. Pero la reproducción industrial de su canto (un imperativo casi obvio para su condición de músico) le fue ajena desde siempre, y eso que conoció de cerca el profesionalismo: durante ocho años (entre 1991 y 1998) fue vocalista del conjunto de Jaime Torres, y con él giró por todo el mundo. Tomás, no obstante, se preocupaba por editar casetes artesanales, grabaciones hoy inconseguibles. El leve cambio de status en su relación con la industria obedece a una casualidad: “Le fui a pedir presupuesto a la dueña de la empresa EPSA para fabricar mis discos y la señora me dijo que me conocía, que me había escuchado cantar en un restaurant y que de ninguna manera usted puede venir a pedirme presupuesto. Tiene que ser artista de la compañía”. Tomás estuvo a punto de contestarle “señora, yo no trabajo con compañías discográficas”, pero no lo dijo. “Es que quedaba feo, después de los elogios que me había hecho. Y firmé”. Que Tomás cobre por su trabajo es, además de un estricto acto de justicia, una tergiversación de su pasado vocacional. Y él lo entiende así: “A lo mejor tengo un concepto muy conservador de la vida artística, quizá porque conservo a mi padre como guía. Él era cantor, y nunca imaginó que su hijo iba a cobrar para cantar. Él nunca cobró un peso”.
En 1995 lo tentaron para candidatearse a diputado provincial por el Movimiento Popular Jujeño, el partido de Cristina Guzmán. Andaba medio inseguro, y su mujer lo convenció para que rechazara cortésmente la oferta: “Prefiero ser esposa de un hombre pobre y no estar pendiente de que se piense que mi marido anda en algo raro”, le dijo. Su rechazo no estuvo envuelto en renunciamientos éticos ni en especulaciones políticas: “Yo le agradecí al partido, no me olvido que mi padre era radical, pero me pareció también que había que decidir entre el canto y la política. Y viste cómo es, si tenés un cargo legislativo ya no sos simplemente un cantor popular, y todos empiezan a buscarte los defectos, que yo debo tener bastantes...”
Su vida transcurre lejos de la adrenalina de las grandes ciudades, esté donde esté. Prefiere, claro, el clima de Chalala (a 2 kilómetros de Purmamarca), donde “nunca marcás tarjeta. Te levantás, vas a buscar leña, encendés el fuego, y todo al ritmo que uno quiere imprimirle”. Pero -además de tener una vivienda alternativa en el barrio de Barracas– conoce el mundo casi por accidente. “Cuando me fui de gira con Jaime, estuvimos por el sudeste asiático, anduvimos por Singapur, por Japón. Yo me volví loco, porque en mi tierra no conocía ni baño, ni sábanas, ni duchas, y de repente me encontraba en hoteles cinco estrellas. En 1992 veía a los japoneses hablando por teléfonos celulares y me parecía que eran tipos de otro planeta. Entraba al baño del hotel, me iba a lavar las manos y no encontraba la canilla, hasta que me dijeron que tenía que poner la mano y listo, el agua salía sola. Cosa ‘e mandinga, decía yo...”. Parece que esas experiencias, más que amedrentarlo o cohibir su naturalidad criolla, le produjeron una dualidad en el espíritu: “Cuanto más querés a tu tierra, a tu gente, a tus tradiciones, más tenés que abrirte para reconocer otros modos de vida, que te permitan crecer, y no estoy hablando de cosas materiales”.
Cuando Jaime Torres examinaba la historia personal y artística de Tomás, a modo de cargada le decía que había un “agujero negro” en su currículum, un período de su vida del que nunca hablaba. Es que durante cuatro años Tomás estuvo afectado al Ejército, primero como aspirante a suboficial y luego como cabo primero. “Me vine de Jujuy con una mano atrás y otra adelante, y allí era el único lugar donde podía asegurarme comida y techo. Ser soldado, para mí, fue un modo de supervivencia. Fue a fines de los ‘60, principios de los ‘70, una época brava, donde con la perrada (como se denomina en la jerga a los suboficiales de bajo rango) se discutía sobre política, cosa que ahora no creo que pase. A mí, lo que más me gustaba era formar conjuntos folklóricos con los soldados, que me querían mucho. Pero a los oficiales no les gustaba. Me retiraron por problemas de salud. Recién muchos años después tomé conciencia de todo lo que había pasado, por suerte no viví la peor época.”
En su lucha por la supervivencia, y paralelamente a su vida artística (que nunca podría catalogarse como “carrera”) hizo changuitas como electricista. Y desde 1980 trabaja como empleado municipal en San Salvador. Allí decidió desdoblarse en “Tomás Ríos” (su verdadero nombre) y “Tomás Lipán”, bautismo artístico que tomó de un caserío de adobe llamado así, y donde vivió su tatarabuelo. Por su trabajo en la administración pública conoció al Perro Santillán, con quien compartió asados y guitarreadas y de quien rescata su “sencillez y sensibilidad”. Dice que en su tierra todos los problemas (el hambre, la desocupación, el analfabetismo) se proyectan en dos males endémicos de la zona: el alcoholismo y los embarazos no queridos. Y que la única solución, más allá de medidas económicas y políticas, pasa por la educación.
Dice también que se sintió más discriminado en Buenos Aires que en Tokio, y que esa discriminación no obedece, necesariamente, a barreras sociales, sino a pruritos relacionados con la ignorancia: “El que no es discriminado no se da cuenta, pero yo lo sufrí. A lo mejor no lo hacen a propósito, pero se siente; tanto del lustrabotas como del banquero, el trato que uno recibe siempre es distinto, está entre el desprecio y la indiferencia. Y eso va produciendo algo que es muy feo, que es que uno mismo se siente en falta. Cuando recién llegué me costaba hasta entrar a una panadería, porque tenía miedo de hablar y que me escucharan la tonada. Ahora ya lo superé, lo asumí y estoy orgulloso de lo que soy y de donde vengo, porque creo que el fundamento de mi vida, que es el canto, está en el amor a mi tierra”.

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