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La muerte de Fernando Benítez

El rey viejo

La madrugada del lunes pasado, en su casa de Coyoacán, a los 89 años, murió Fernando Benítez, una de las figuras más importantes de la cultura mexicana; verdadero padrino y promotor de talentos como Carlos Fuentes, Elena Poniatowska y Carlos Monsivais, a los que dio a conocer en los numerosos suplementos culturales que realizó para distintos
diarios aztecas. Además, el “Viejo” Benítez, como se lo conocía en los medios intelectuales de México, forjó una vasta obra como escritor y
periodista que lo sindican claramente como uno de los maestros de la
no ficción en América latina. Contemporáneo y amigo de Juan Rulfo; amigo y luego adversario de Octavio Paz, cuando el Premio Nobel se enfrentó con Fuentes, Benítez tiene la estatura de un Alfonso Reyes, aunque sea mucho menos conocido en otros países de América latina. Sus cinco volúmenes sobre Los Indios de México que forjó con investigaciones de campo a lo largo de 20 años, conforman el trabajo de antropología periodística más ambicioso y trascendente de todos los que se han dedicado a las etnias precolombinas. En el plano de la historiografía Benítez realizó aportes originales combinando pasado y presente en obras como La vida criolla en el siglo XVI, La ruta de Hernán Cortés, Sexo y religión en la Nueva España y muchas más. También se reveló como novelista de talento en El rey viejo y El agua envenenada. En estas páginas, Miguel Bonasso recuerda a quien fuera su amigo y compañero en el frustrado proyecto de El Independiente, “el diario que no fue” por las presiones que interpuso el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.

Por MIGUEL BONASSO

La distancia permite las fantasías y los delirios. Creer, por ejemplo, que la muerte de Fernando Benítez, tan conversada con él mismo en su biblioteca de Coyoacán, es un invento de los cables, un desvarío de los colegas que nos transmiten la noticia. Desde Buenos Aires no alcanzo a imaginarlo presente y definitivamente ausente en una capilla de Gayosso Félix Cuevas. Adonde, me consta personalmente, no quería que lo llevaran. Una tarde, hace diez años, pasamos por esa esquina donde el luto se vuelve impersonal y aséptico como en los grandes hospitales privados y me dijo, con uno de sus improntus, tan gráficos y contundentes: “Hermanito, sólo algo puedo decirte: éstos no tendrán mi fiambre”. Acaso imaginaba que sus amigos lo despedirían en su bunker favorito, la gigantesca biblioteca de su casa, cerca de sus cuadros de Cuevas y de Toledo, de las temibles calaveras precolombinas y las cientos de piezas funerarias que había ido coleccionando. A las que contraponía cándidas postales de señoras desnudas de la belle epoque, que sonreían desde los anaqueles y le evocaban su propia juventud dorada y traviesa, las mil anécdotas jocosas de un México desaparecido para siempre.
Allí solía encontrarlo, repantigado en un chaiselongue, leyendo libros que sostenía con las dos manos a cincuenta centímetros de su cabeza. Que muchas veces le merecían una ironía temible, o lo fascinaban arrancándole su adjetivo favorito, ese “prodigioso”, que repetía con sensualidad, demorándose en las “o”, revelándole al interlocutor la esencia adánica de su alma; la capacidad perenne para ser sorprendido por la literatura y la vida. Su antídoto contra los años. Para su vasta legión de amigos y admiradores, Fernando era desde hace mucho tiempo el Viejo Benítez. Incluso desde los años que precedieron a la vejez. Porque ese Viejo que solía anteponerse a su apellido no era un certificado prematuro de decrepitud, sino la constancia de una autoridad irrefutable: la que ejerció durante más de medio siglo sobre la vida cultural de México, tanto por el peso de su propia obra (prolífica, rica en la conjugación y transgresión de géneros) como por su infatigable labor de promotor pionero de la producción literaria y periodística, a través de sus célebres suplementos culturales. Inventó el primero en 1947, cuando dirigía El Nacional: la Revista Mexicana de Cultura, a la que sucedieron, en distintos periódicos y revistas, México en la Cultura, La Cultura en México, Sábado y La Jornada Semanal. Aportes estratégicos que le permitieron dar a conocer a talentos como Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Carlos Monsivais o su gran amigo, el pintor y diseñador Vicente Rojo, para citar solamente a los que acuden primero a la memoria. Generoso, ubicado por encima de la mezquindad de las capillas, Fernando me hacía recordar a Mendelssohn o Liszt, que dedicaron gran parte de su energía a promover sin reservas el talento de otros compositores. Lo que no le impidió construir, con empecinamiento de artesano, su propia obra. “Soy escritor, manito, y un escritor debe escribir todos los días”, repetía a menudo, mientras enseñaba a sus visitantes la producción diaria, que solía consumar en las madrugadas, cuando saltaba de su cama en el piso de arriba y bajaba a la propicia biblioteca, para garrapatear con letra de miniaturista tres, cuatro o cinco cuartillas. Que pronto sumaban decenas y centenares de folios, que sopesaba con deleite, con la misma sensualidad que sus dedos armentosos prodigaban a códices e incunables.
Sabía que era un transgresor, un “inclasificable” para los inspectores académicos y estaba orgulloso de esa inmunidad ante las etiquetas. “Para los periodistas soy escritor, para los historiadores soy periodista, para sociólogos y antropólogos soy un diletante”, solía decir convencido de que su inesperada visita a todas estas disciplinas constituía el mejor salvoconducto para llegar a la meta deseada por los mejores intelectuales: ser un testigo lúcido e insobornable del tiempo que les tocó vivir. ¿A quién le importa el género, cuando se combina el gran reportaje con la crónica y el ensayo? Al cabo Benítez fue realmente expresivo cuando combinó los distintos elementos, como ocurre en la saga gigantesca de LosIndios de México, que no sólo le ocupó veinte años de su vida en un viaje al corazón de las etnias mexicanas, sino que lo contagió –para siempre– de la visión mágica, cósmica y por lo tanto humilde de los hombres y mujeres que retrata. Muchas noches me hizo reír y pensar, recordando las distintas etapas de su alucinación con los hongos ceremoniales de María Sabina. Que lo hicieron reír y llorar, asombrarse de sus potencialidades más desconocidas y espantarse ante el muladar recóndito de sus miserias.
En esa biblioteca con pisos a distintos niveles, poblada por miles de volúmenes de gran valor, detrás de cuyos ventanales atardecía un jardín umbrío, Fernando me hizo depositario de muchas confidencias y aprensiones. De sus lazos y confrontaciones con el poder imperial de los Señores Presidentes, de su admiración y repulsión simultáneas por algunos grandes talentos del país (como Martín Luis Guzmán), que se habían puesto al servicio de los que mandan. Allí también me reveló su gran frustración por no ser “un creador”, “un novelista” como sus amigos Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. Y cuando yo me apresuraba a ponderar El rey viejo, donde revive el periplo final de Venustiano Carranza, él replicaba con fastidio: “Está bien, pero no inventé nada, estaba todo en la historia. No hay caso: carezco de imaginación creadora”. Como si lo importante fuera sólo la ficción y los personajes inventados y no esa recreación de la realidad que es la no ficción, que en América latina habrá de contarlo entre los grandes maestros.
Acaso hablaba conmigo con gran libertad porque veníamos de historias y latitudes tan diferentes y yo había llegado tarde al privilegio de su amistad. Nos conocimos a fines de 1988, en una comida en casa de Paco Ignacio Taibo. Donde nos contó que planeaba sacar un diario, que no sólo se llamaría El Independiente, sino que pretendería serlo de verdad. Yo le conté que en mi otra vida, antes del exilio, había participado en la creación de dos periódicos argentinos: La Opinión, que dirigía Jacobo Timerman y Noticias, un diario muy combativo que yo mismo dirigí junto con los mejores y más valientes periodistas de aquel momento. (Y que me significó, por cierto, una bomba en mi casa y una condena a muerte de la tristemente célebre Alianza Anticomunista Argentina). El relato debió interesarle porque al día siguiente recibí un llamado, en mi casa de la Colonia Roma, que no dejaba lugar a dudas: Georgina, la mujer de Fernando, nos invitaba a Silvia y a mí a la casa de Coyoacán y no admitía excusas. En la sobremesa quedé contratado como subdirector y fascinado con el Viejo Benítez al que sólo conocía por sus libros y sus artículos.
Desde entonces, hasta marzo del 90, trabajamos arduamente en un proyecto que reunió a los mejores periodistas de México (algunos de los cuales, por cierto, conducen Milenio) y Vicente Rojo logró uno de los dummys más perfectos que he visto en cuarenta años de profesión. Pero, misteriosamente, El Independiente fue postergando sine die su salida hasta merecer el mote insidioso de la competencia, que empezó a llamarlo El Inexistente. Y, finalmente, se extinguió como promesa de renovación. Según algunas fuentes no salió porque costaba demasiado y no se consiguieron los recursos; según otras porque el Señor Presidente puso piedras insalvables en su camino. Pero curiosamente hizo mucho ruido al naufragar. Varios medios nacionales y extranjeros se ocuparon profusamente de su deceso. Recuerdo, en particular, una nota de Newsweek, que insinuó claramente una conspiración del poder para impedir su aparición. Algún día habrá que contar esa historia. Y hay quien dice, hoy en día, que las huellas de aquel proyecto abortado pueden encontrarse en algunas de las ventajosas renovaciones que experimentó la prensa mexicana en los últimos años. Y eso también es mérito de Fernando, aunque él no llegara a gozar, como quería, de verlo en la calle.
En todo caso, ese año y medio de trabajo en conjunto tornó entrañable mi relación con Fernando Benítez. Tan entrañable que no pocas veces discutí con él como puede hacerlo un hijo con su padre. (Al cabo, él pertenecía a la generación de mi padre y, por cierto, había establecido una relaciónmuy cordial con él.) Fui muchas veces testigo y acompañante de sus frecuentes penurias físicas, que él sobrellevaba con dignidad. Muchas veces bromeábamos y yo le decía: “No te preocupes, Fernando, porque nos vas a enterrar a todos; tienes una mala salud de hierro”. Él se reía, pero luego replicaba: “No hermanito, a veces no soporto vivir padeciendo estas miserias. Aunque mira si será sabia la vida, que te da todas las penurias de la vejez para que se te haga soportable y, por momentos hasta deseable, la idea de la muerte”. El lunes pasado a la madrugada la muerte dejó de ser idea y el Gran Hermano Mayor cruzó la puerta del misterio, disolviéndose en ese Cosmos que logró entrever de la mano de María Sabina. Pero el resto no es silencioso: en la memoria de quienes lo sobrevivimos Fernando crecerá, como León Felipe pretendía que lo hicieran los muertos, hasta alcanzar su real dimensión: la de uno de los más brillantes intelectuales de México y América latina.

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