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Anthony Minghella habla de su adaptación de El talentoso Sr. Ripley


El extranjero
Un joven norteamericano parte a Europa con el encargo de traer
a un hijo díscolo, bohemio y rico de vuelta a casa. Pero una vez allí, decide asesinarlo y suplantarlo para vivir su vida. Después de
filmar El paciente inglés, la magistral novela de Michael Ondaatje, el director Anthony Minghella explica por qué decidió adaptar el mito de Tom Ripley, creado por la novelista Patricia Highsmith,
en esta nueva versión nominada para cinco Oscar.

Por RODRIGO FRESAN
(Desde Barcelona)

“Yo soy el hijo del heladero”, me dice el talentoso Mr. Minghella –como si eso lo explicara todo– con una sonrisa llena de dientes.
Anthony Minghella es un tipo increíblemente simpático, amado a muerte por todos los que trabajan con él y considerado una de las fuerzas más nobles y talentosas dentro del mundo del cine de los últimos años. De ahí que –sonrisa invulnerable– lo que me está contando Minghella y lo que me va a contar Minghella suene particularmente inquietante. “Yo nací en la Isla de Wight, en Inglaterra. Un balneario pobre cuyo único momento de gloria llegaba con el verano, cuando venían los turistas ricos en sus yates. Mi padre era heladero y, en ocasiones, me pedía que condujera el camión hasta la playa enfundado en un horrible delantal amarillo. Un día vi a uno de estos jóvenes perfectos a un costado del camino haciendo dedo. Un chico de mi edad. Estaba bronceado y era rubio y su cuerpo y su sonrisa resplandecían. Me detuve y lo hice subir. Era un norteamericano que apestaba a dinero y a buen apellido. Le pregunté a dónde quería ir. Me contestó: A ningún sitio en particular; sólo quería sentir lo que se siente al ser heladero. Le odié con toda mi alma. Por esos días leí la primera novela de Ripley. Por supuesto, Ripley estaba de mi lado y yo estaba del lado de Ripley. Uno siempre está del lado de Ripley y eso es lo que lo convierte en el malo más interesante en la historia de la literatura. Un malo bueno.”
Le pregunto a Minghella si, en ese instante terrible a bordo del camión de los helados, pensó que podría llegar a matar al norteamericano, esconder su cuerpo, ocupar su sitio. Minghella no responde. Me mira sonriendo. Me pregunta si quiero otra cerveza. Tan simpático y atento como Tom Ripley.

EL HEROE “Tom Ripley es mi venganza contra los privilegiados y los hermosos”, declaró alguna vez Patricia Highsmith, la madre de la criatura. La saga de Ripley –pronúnciese ripli– compuesta por cinco novelas puede leerse como una historia privada de la infamia contada desde la universalidad más absoluta. O viceversa. The Talented Mr. Ripley (1955), Ripley Under Ground (1970), Ripley’s Game (1974), The Boy Who Followed Ripley (1980) y Ripley Under Water (1992) –publicadas en español como A pleno sol, La máscara de Ripley, El amigo americano, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro– constituyen una de las experiencias más extrañas e interesantes de la literatura del siglo XX. De acuerdo, thrillers; pero thrillers del alma más cercanos a Henry James (no es casual la alusión a The Ambassadors –otra “aventura” de norteamericanos desplazados y apátridas– al principio de The Talented Mr. Ripley) que a la serie negra o a la ficción criminal. Es interesante cómo Ripley va cambiando a lo largo de las novelas. Es casi otro hombre manteniendo nada más que su Santísima Trinidad Verbal: Mentir, Imitar, Falsificar. “Es cierto”, dice Minghella. “Y ese efecto de camaleón se traslada a las adaptaciones cinematográficas de Ripley. El de Réne Clément no tiene nada que ver con el de Wim Wenders, y ninguno de los dos tiene algo que ver con el mío. Ripley es un traje que nos ponemos y que, misteriosamente, siempre nos queda a medida, más allá de nuestras diferencias físicas o estéticas.” Así, Tom Ripley, siempre, es un extranjero profesional. Un hombre afuera de todas las cosas y útil para todas las estaciones capaz de presentarse detrás del guapo Alain Delon con envoltura nouvelle vague de-luxe en A pleno sol o bajo el sombrero meta-cowboy de Dennis Hopper en El amigo americano. Da igual. Ripley es el aria perfecta que se desprende de una melodía bosquejada por Patricia Highsmith en Strangers on a Train (Extraños en un tren), su primer “policial” –ya había publicado una novela lesbiana bajo seudónimo reeditada poco antes de su muerte como Carol– escrito en la colonia de Yaddo gracias a una recomendación deTruman Capote. Allí aparece su primer gran personaje: Bruno Antony, inventor del “yo mato a la persona que odias si tú matas a la mía”. Asesinar a otro en un lugar de ser otro. Es el primer síntoma del crimen como hobby o actividad cotidiana y eco no tan distante del american psycho Patrick Bateman o del doctor Hannibal Lecter; pero Ripley también ya está en el Mersault de Camus, en el Gatsby de Fitzgerald, en el Henry Jeckyll de Stevenson, en el Julien Sorel de Stendhal, en el Caín de la Biblia. “Ripley mata sólo cuando es inevitable”, justificaba su autora a su asesino, que –conviene aclararlo– no es serial sino repetitivo: Ripley es REPLAY.
Detalle curioso: Bruno Antony aparece en The Encyclopedia of Fictional People mientras que Tom Ripley brilla por su ausencia. Hipótesis no tan curiosa: Ripley no aparece allí porque es demasiado verdadero, real. Ripley existe. Todos conocemos a, por lo menos, dos Ripleys. Y uno de ellos siempre lleva nuestro nombre porque, como asegura Minghella, todos somos Ripley y –a la hora de enfrentarse a la disyuntiva de Hamlet– Tom Ripley no duda y siempre tiene la respuesta: NO SER.

LA AUTORA Patricia Highsmith (Forth Worth, Texas, 1921 - Locarno, Suiza, 1995). “Lo que más me interesa son los efectos de la culpa. Escribo sobre eso”, dijo. “Es nuestra gran poeta de la aprehensión”, la celebró Graham Greene. Susanna Clapp, editora de Bruce Chatwin –ahora que lo pienso: ¿existirá un escritor más Ripley que Chatwin?–, cuenta en un perfil recientemente escrito para The New Yorker que su madre una vez le contó que había intentado abortarla bebiendo aguarrás. “Es curioso que te guste tanto el olor del aguarrás”, le sonreía la madre a la hija. Su abuela le enseñó a Highsmith a escribir a los dos años. A los ocho, descubrió un libro titulado The Human Mind, ensayo de Karl Meninger donde se habla de piromaníacos, esquizofrénicos, psicóticos. Highsmith había descubierto su Tema y su estilo seco y casi documental. Durante su adolescencia, publicó en el periódico escolar cuentos sobre mucamas incendiarias, pervertidos secretos y ladrones de libros. Chandler adaptó Strangers on a Train para Hitchcock, pero Highsmith siempre fue considerada una rara avis de las letras de su país. Recientemente –demasiado tarde– se publicaron los tres primeros Ripleys en la Modern Library, pero sigue sorprendiendo las pocas adaptaciones cinematográficas de un filón tan rico. No es tan casual. Son textos peligrosos y nada reconfortantes firmados por alguien que aseguraba “encontrar la pasión de la gente por la justicia como algo aburrido y artificial”. Highsmith se fue a Europa apenas pudo y no volvió nunca. Nunca le preocupó la fama y le gustaba la pintura, la escultura y la carpintería. Muchos de sus personajes se dedicaban a la cría de caracoles. Decía que el policial más sangriento no era nada en comparación con cualquier libro de cocina. Era muy fea y muy difícil de entrevistar. El escritor español Enrique Vila-Matas –a quien le tocó pasar por eso– me contó que contestaba con monosílabos y que, para intentar sacarla de eso, le preguntó si él se parecía a Ripley. “No”, contestó Highsmith. “¿Por qué?”, insistió Vila-Matas. “Porque no”, respondió Highsmith. VilaMatas volvió a su casa y, por supuesto, inventó una entrevista magistral y llena de palabras. Ripley hubiera hecho lo mismo.

EL DIRECTOR, LA PELICULA Anthony Minghella, el hijo del heladero, es considerado el David Lean del siglo XXI. Como el director de Lawrence de Arabia y Dr. Zhivago, Minghella arrancó con películas pequeñas y de interiores (esa primera y extraña versión de Ghost que es Truly, Madly, Deeply y la comedia de costumbres contemporánea Mr. Wonderful) antes de abrazar el cine panorámico de El paciente inglés y ahora de The Talented Mr. Ripley. Pero lo más interesante de Minghella no es su potencia cinemascope sino su trabajo como adaptador de libros. Tanto en el caso de Michael Ondaatje como en el de Patricia Highsmith, Minghella rescata los elementos básicos de sus tramas para lograr hacerlos volar por los aires y que caigan de forma distinta, alterando todo pero –cosa curiosa– sin que uno sienta que ha traicionado a los autores sino que, por lo contrario, les rinde el más fiel de los homenajes gracias a una reescritura amorosa que funciona si uno no se resiste a dejar al Ripley propio para disfruta del de Minghella. Tal vez el problema más grave –problema atendible– es que la película se resiste a partir del momento del asesinato de Dickie Greenleaf y lo que era una perturbadora comedy of manners pasa a ser un enloquecido vodevil criminal. El próximo asesinato de Minghella será Cold Mountain, la premiada novela del norteamericano Charles Frazier. “Es una especie de traslación de La Odisea al marco de la guerra de Secesión”, me dice Minghella. “Es un gran libro pero también es increíblemente brutal. Mi idea era filmar una película de presupuesto modesto después de Ripley pero, bueno, allá vamos de nuevo.”

LOS ACTORES ¿Matt Damon como Tom Ripley? La sola idea produce una náusea existencial que, cosa rara, se va disipando a medida que transcurre la película. De acuerdo, uno nunca hubiera elegido a este chico de facciones delicadamente enanoides para Ripley. Uno hubiera pensado –a lo largo de la vida y crecimiento del personaje– primero en Johnny Depp, después en George Clooney para, al final, sentirlo como un Paul Newman perverso. Hasta Tom Cruise hubiera estado mejor. Pero, enseguida, Damon aporta detalles interesantes. El suyo es un Ripley frágil y más perturbado que psicótico. Alguien que es así no porque quiere serlo sino porque no puede ser de otra manera. Un Ripley culposo. Una especie de boy-scout un tanto nerd al que las cosas le salen mal y le salen bien y por momentos recuerda a uno de los petisos de los Kids in the Hall. Un héroe romántico y maldito. “El libro es una celebración de la amoralidad, mientras que la película es un estudio sobre el sentido moral”, explicó Damon. Jude Law como Rickie Greenleaf está, en cambio, justo y a medida. “Es muy difícil interpretar a alguien tan satisfecho de sí mismo”, ironizó Law. Gwyneth Paltrow como Marge y Cate Blanchett como Meredith aportan lo justo: perfume femenino para una historia de hombres. El gran hallazgo es el personaje de Freddie Miles –a cargo del cada vez mejor Philip Seymour Hoffman–, a quien Minghella convierte en una suerte de monstruo afable. “Se parece mucho a mí”, asegura Hoffman. Apenas un par de escenas alcanzan para extrañarlo cuando no aparece, cuando desaparece para siempre con la cabeza aplastada por un busto romano cortesía de Tom Ripley. “Ripley era un proyecto anterior a El paciente inglés. Se cocinó antes. De ahí la suerte de tener a Gwyneth comprometida antes del Oscar, a Matt antes de Good Will Hunting y Private Ryan y a Cate antes de Elizabeth”, sonríe satisfecho Minghella.

EL LUGAR, LA EPOCA Minghella vuelve a filmar en Italia y Ripley es un hombre en busca de un centro de gravedad permanente que cree encontrarlo en Italia, a finales de los años 50. Vespas, Lambrettas, paparazzi y signorinas. La generación encontrada después de la generación perdida y adiós a Estados Unidos y todo aquello. Ripley no sólo es el odio clasista sino, también, el odio a un nuevo mundo puritano que estaba ahí a mediados del siglo pasado y sigue estando. “No es casual que Highsmith se haya ido de Estados Unidos para no volver”, me dice Minghella. “Allí nunca se la comprendió. ¿Novelas donde los malos triunfan? ¿Policiales con gente común cometiendo crímenes atípicos? Mejor mirar para otro lado. Lo mismo ha ocurrido un poco con mi película: un héroe malo, sentimientos homoeróticos... Una espectadora casi me pega a la salida de un cine. De ahí, creo, que no haya tenido demasiadas nominaciones para los Oscar. No es una película feliz y está lejos del romanticismo de El paciente inglés,aunque comparte con ella un mismo sentido trágico y operístico. Alguien me ha criticado mi visión de Italia diciendo que es un poco machietta y for export pero no creo que sea así. Estuve muy bien asesorado. Alessandro von Normann, mi line-producer trabajó toda su vida con Fellini desde La Dolce Vita en adelante. Así que le pregunté cómo había sido aquello y nos pusimos a hacer La Dolce Morta.” De acuerdo, pero, sí, hay algo de postal preciosista y de idealización yanqui en la Italia by Minghella. Como había algo de postal en las cavernas de El paciente inglés. El cine de Minghella trata, siempre, sobre la impostura. Hay un fantasma más vivo que nunca en Truly, Madly, Deeply, hay un marido poco institucional en Mr. Wonderful. Y Ripley, claro, es el impostor suma-cum-laude y honoris causa. El más auténtico de los falsos. La “idea” de Ripley se le ocurrió a la Highsmith una madrugada en la que vio a un joven turista norteamericano en shorts caminando solo por la playa. ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿A quién acababa de matar? ¿A quién iba a matar próximamente? El hombre silbaba una canción alegre mientras salía el pleno sol.

LA MUSICA La película de Minghella es, también, un musical noir. El músico francés Gabriel Yared –famoso por su partitura para Betty Blue y ganador de uno de los nueve Oscar de El paciente inglés– volvió a ser convocado por Minghella. Y si en El paciente inglés el leit-motiv musical era una astuta reescritura del aria de las Variaciones Goldberg de Bach enfrentado a música desértica, aquí Bach funciona como el rigor estructural de Ripley contra los fraseos be-bop de Dickey Greenleaf para conseguir un curioso efecto operístico. El piano de Tom versus el saxo de Dickey. En la película, la música suplanta como bella arte bohemia a la pintura de la novela. “Me di cuenta mientras escribía el guión que la palabra clave era improvisar”, me explica Minghella. “Entonces seleccioné canciones que tuvieran que ver con eso. Jazz, claro. Veía fotos de Italia en los ‘50 y ahí estaban todos esos jóvenes con aspecto de beatniks con dinero. Me gustó eso. Chet Baker. Matt canta My Funny Valentine à la Baker y le sale muy bien. Lo cierto es que yo no quería ser director de cine. Yo quería ser músico. Hasta grabé un disco con una banda de rock cuyo nombre no recuerdo.”

LOS FINALES Me acuerdo que hubo un tiempo en Buenos Aires –primeros ‘80– en que ciertos lectores se dividían en Patricios y Carlitos. Los que leían a la Highsmith y los que leían al Bukowski. Yo fui un poco de los dos pero acabé siendo Patricio porque el desmadre ingenuo de uno no tenía comparación con la disciplina sofisticada de la otra. Era fácil ser un Hank, lo difícil era ser un Tom. Ripley fue, durante un tiempo, una especie de tío sabio que, en los días más duros de la adolescencia, me enseñó la mejor lección de todas: “Hay una jungla ahí afuera”. Las novelas de Ripley son una experiencia tan formativa –o deformativa– como las de Kerouac o Chesterton. El reencuentro con su sombra –volví a leer todo Ripley antes de ver la película y de mi encuentro con Minghella– produjo un efecto curioso. Primero: la necesidad entre estúpida e irracional de afeitarme la barba para sentir que así me convertía en otro. Segundo: la certeza de que ya no es posible ser otro porque el único camino, a esta altura de la vida, es ser cada vez más uno mismo salvo que nos dejemos arrastrar por un impulso criminal y definitivo del que ya no habrá retorno. En este sentido, Ripley es un monstruo adolescente que no envejece nunca. La pulsión del cambio constante, del movimiento perpetuo, es una actitud juvenil que –si tenemos suerte– conseguimos llevar con nosotros hasta el fin de nuestras vidas. No es fácil, claro. Y el atractivo de Ripley está en que es un tipo con una buena suerte tremenda. De ahí, tal vez, la necesidad de castigarlo, siempre, fuera de sus libros. Clément hace que lo atrapen en el último segundo, Wender lo arroja alabismo de la culpa y Minghella lo arrastra en una espiral de la que no podrá escaparse, convertido para siempre en un errante maldito que ya no sabe quién es. Minghella propone un cierre moral para un personaje amoral. “De acuerdo, soy católico, no puedo evitarlo”, vuelve a reír el hijo del heladero. Patricia Highsmith, por lo contrario, termina The Talented Mr. Ripley con el grito exultante del triunfador nato, del que va a ganar siempre: “Al hotel, por favor. Il meglio albergo. Il meglio, Il meglio!” Y nosotros también vamos –a ciegas y con los ojos bien abiertos– detrás de este norteamericano paciente dirigido por un paciente inglés camino a un país extranjero que está en todas partes.

TODOS SOMOS RIPLEY

Por ANTHONY MINGHELLA

Cuando leí por primera vez la perturbadora historia de Tom Ripley no pude evitar sentirme inquietantemente identificado con él. Ripley –con maneras de señor sin serlo de nacimiento, con su nariz apretada contra un mundo que anhela pero del que se siente apartado– me tocó en lo más profundo, igual que a millares de lectores a lo largo de estos últimos cincuenta años.
Creo que todos sabemos lo que se siente estar afuera de las cosas. Puede que incluso hayamos pretendido ser alguien que no somos con el objeto de triunfar o de que nos acepten. Es una de las cosas que nos hace humanos: identificarnos con ello y ver a Ripley como a una persona más que como a un personaje. Esta inquietante correspondencia con Tom Ripley –uno de los personajes de ficción más fascinantemente fracturados–, así como la ansiedad de sentir que lo que le sucede nos es familiar (por lo menos en nuestras pesadillas), fue lo que me alentó a hacer esta película. En ella, he tratado de explorar las trampas que nos ponemos a nosotros mismos, el panorama que nos esperaría si no lleváramos el firme cinturón de la moralidad alrededor de nuestras cinturas.
La novela trata sobre un hombre que comete asesinatos y se sale con la suya. La película se desvía de este planteo para llegar a una conclusión: esquivar la responsabilidad no es lo mismo que eludir la justicia. No se sale impune de nada. Ripley, que está siempre buscando amor, siempre buscando alguien a quien querer y alguien que lo quiera, estropea su oportunidad de amar y ser amado. Al negarse a sí mismo, al asumir la personalidad de otro, Ripley se ve condenado a no ser libre nunca más, a ya no poder ser él mismo por el resto de sus días. Su pacto con el Diablo ha consistido en preferir ser una persona importante pero falsa que un auténtico don nadie. En este sentido, las aventuras de Ripley en Europa se convierten en un cuento aleccionador que describe el precio implícito que se paga por abandonar quién se es para convertirse en ese que nos gustaría ser.
Con Tom Ripley se penetra en un mundo asfixante, claustrofóbico. En la novela, su perspectiva fría y dislocada engaña al lector, lo convence de que eso objetivamente extremo cobra un perfecto sentido dentro de la mente de Ripley. El reto que me planteé al abordar la película fue provocar en el espectador un compromiso con el material, el mismo compromiso que tuve yo como lector: seguir plenamente cada tramo del viaje de Ripley hasta que, igual que un niño en el mar inconsciente de la marea, al mirar atrás se comprueba lo peligrosamente lejos que ha quedado la orilla.
Toda la historia se narra desde el punto de vista de Ripley, por lo que no hay una escena en la que él no esté presente. Eso significa que el mundo que contemplamos en la película es el mundo de Ripley y de su lógica. Ripley podría ser visto como ese niño que ha derramado jugo sobre el mantel y que, en un intento por ocultar su falta, vuelca una tetera, rompe un plato, le prende fuego a la mesa y acaba arrasando con la casa entera.
En su mente, todo cuanto hace emana de su amor por Dickie, por la vida de Dickie, por su buena vida, por la amistad, la cultura y el dinero. En este sentido, esta historia también trata sobre la diferencia de clases. A diferencia de lo que sucede en la novela, en la película Ripley no planea matar a Dickie, sino todo lo contrario. La escena de esa muerte comienza con Ripley confesando la profundidad de sus sentimientos por Dickie, lo que resulta ser un error de cálculo fatal y por el que es cruelmente rechazado. Dickie muere en un arrebato de rabia: es la capacidad de Ripley para convertirse en un ser violento lo que exacerba el reflejo oscilante del remo. En la película, es un accidente y no una estrategia lo que transforma a Ripley. Una oportunidad azarosa. Una oportunidad a la que Ripley se aferra tanto con vergüenza como con una frialdad calculada. Una oportunidad en un país extranjero.
Ese país es Italia. Ya desde hace dos generaciones anteriores a Ripley que los norteamericanos han estado viniendo a Europa para explorar los extremos de la identidad y la sexualidad. No es casual que la propia Patricia Highsmith se estableciera en Europa en los años ‘50. Por eso la misma Italia es un personaje muy importante en esta película. Su excepcional atractivo proviene de su paisaje. Un atractivo en gran medida intacto desde esas pinturas del Renacimiento. Al ubicar la trama unos años más tarde que en el libro existía la posibilidad de explorar un momento significativo en la historia de Italia, cuando una pequeña avanzada de modernidad y la sofisticación de la dolce vita aportó brillo al país sin por eso obligarlo a renunciar a sus costumbres más atávicas.
Por último, una película que se titula The Talented Mr. Ripley debe referirse al talento y al ingenio de Ripley. Si se lo admira y maldice al mismo tiempo es precisamente por su pasmosa habilidad para construir un engaño, para recitar las más elaboradas y verosímiles fantasías.
Patricia Highsmith murió cuando yo empezaba a escribir el primer borrador del guión y antes de que pudiera encontrarme con ella. Si hubiera tenido que complacer a alguien con esta adaptación, me hubiera gustado que hubiera sido a ella. Trabajé teniendo presentes sus propias palabras llenas de mordacidad acerca de la ficción como piedra de toque.
En su ensayo Suspense, Highsmith escribió: “Si un escritor de suspense escribe sobre asesinos y víctimas, sobre gente sumida en el torbellino de esta terrible serie de hechos, debe conseguir algo más que la simple descripción de la brutalidad y la sangre derramada. Debería estar interesado en la justicia de este mundo, o en la ausencia de la misma, en lo bueno y en lo malo, en la cobardía y el coraje humanos, aunque no entendiéndolos simplemente como fuerzas que mueven una trama en una determinada dirección. En una palabra, su gente ficticia debe parecer real”.
Patricia Highsmith imaginó que Ripley estaba sentado con ella frente a la máquina de escribir mientras armaba su novela. Yo imaginaba que era Patricia Highsmith quien estaba a mi lado mientras escribía el guión de Ripley.

Texto incluido en el press-book del film The Talented Mr. Ripley.
Traducción y adaptación de R.F.

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