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El Cairo desde arriba y desde abajo

Perfil
egipcio

Diecisiete millones de personas, caos de tránsito motorizado y de tracción a sangre, el pasado y el presente coexistiendo en forma de pirámides y rascacielos, desdén y fascinación simultáneos por lo occidental, censura en las revistas importadas y promiscuidad absoluta en la televisión. Un país donde todos los gatos son sagrados, todos los perros reciben patadas en nombre de Alá, todas las bailarinas son millonarias y todos los lugareños se sorprenden ante el interés de los turistas por su pasado. Radar visita El Cairo y se fascina con sus dos perfiles.

POR RODRIGO FRESAN,
DESDE EL CAIRO

En el principio fue Egipto, y Egipto sigue estando en todas partes. Lo bueno de escribir sobre Egipto es que se puede empezar por cualquier lado sabiendo que siempre se va a llegar ahí. Empecemos, por ejemplo, por Jonathan Richman, esa mezcla de Lou Reed con Peter Pan. El tipo lleva años grabando discos (con canciones sobre tener tres años, bailar en un bar de lesbianas, enamorarse, ser viejo y digno, o simplemente sobre el papel que envuelve a los chicles) que sus seguidores reciben como si se tratara de maná. Richman se hizo un poco famoso al aparecer, como una suerte de coro griego, en la película Locos por Mary. Sí, es ése, y está demás decir que ninguna de sus canciones adornó las cimas de las listas, pero una vez pasó algo muy extraño con una de ellas. Un ridículo y saltarín instrumental que alcanzó, para sorpresa de todos, el número 5 en el Reino Unido y el número 1 en esos países europeos donde la gente no viaja mucho. La canción se llamaba “Egyptian Reggae”. Lo que nos lleva al encanto milenario de todo lo egipcio, a su inmortalidad siempre funcional: Jehová, Pink Floyd, William Shakespeare, Elizabeth Taylor, Giusseppe Verdi, Sir Richard Burton, The Bangles, William Burroughs y Martín Karadagian supieron sacarle provecho a eso de caminar de perfil, sembrar pirámides, maldecir multitudes, envolverse en vendas y demás variaciones. Pero al final todo se reduce a una cuestión tan simple como compleja e inapelable: Egipto estaba ahí antes de nosotros, Egipto va a seguir estando allí cuando nosotros ya no estemos.

LA CIUDAD
Vista desde arriba –uno de esos lienzos gigantes de Jackson Pollock–, El Cairo ofrece el mismo aspecto que ofrecerá desde abajo: El Caos como forma de vida. Diecisiete millones de habitantes. Tránsito siempre congestionado o en cámara lenta dirigido por policías que mueven los brazos como si espantaran moscas de metal. Hoteles cinco estrellas comulgando con casas casi prehistóricas y un sonido ensordecedor (ese sonido de las cataratas del Iguazú, o de Año Nuevo, o de un Boca-River) que no cesa y está hecho con bocinas, gritos, calor, arena en suspensión, el rumor maxilar de comidas que sólo pueden llevarse a la boca con la mano derecha y las voces ululantes que se desprenden de los minaretes. Llego a El Cairo días antes de que se sacrifiquen los corderos y las calles se cubran de vísceras sagradas y calientes. Todavía los corderos se pasean por las veredas con esa mirada del que se sabe importante, pero prefiere no pensar por qué. Muchos gatos (adorados) y pocos perros (constante blanco de patadas en nombre de Alá el Misericorde y Todopoderoso). Al caminar por El Cairo esquivando personas y cosas que yacen horizontales con pocas ganas de levantarse, la sensación es de peligro inminente, pero es una sensación engañosa: El Cairo es más segura que Rosario. Las mujeres se mueven tranquilas y los hombres fuman sin apuro sus pipas de agua. No se sirve alcohol y el único peligro es ser atropellado por un auto viejo que no supo entender los códigos de un semáforo que funciona así desde hace años. Pensar en el destino mutante y devaluado de esas metrópolis edificadas sobre los cimientos de civilizaciones imperiales: El Cairo, Atenas, el Distrito Federal. Hay algo de estigma y de resignación en el hecho de saber imposible de superar lo que alguna vez fue y ya no será. Tal vez por eso optan por esta especie de Apocalipsis en constante desarrollo. De noche, vista desde la limpieza del desierto, El Cairo parece emitir un sucio resplandor radioactivo contra el cielo contaminado: una especie de alarido intimidante contra la limpia serenidad de las pirámides que ofrecen, como toda respuesta, la sonrisa de piedra de una esfinge que no es mujer sino hombre, sépanlo.

LOS CARTELES
“Bienvenidos a Egipto, la Cuna de la Civilización”. “En Egipto encontrarán felicidad, larga vida e inmortalidad”. “Un sentimiento ancestral: beba Coca-Cola”.

EL AFUERA
En El Cairo uno siempre se siente “de afuera”: de otro planeta. De ahí la facilidad para incurrir en actitudes de lamentable colonialismo. Yo, por ejemplo, me avergüenzo de haber llevado como material de lectura las tantas veces iniciada y nunca completada Noches de la antigüedad, macronovela egipcia escrita por el faraón Norman Mailer, que trata sobre dioses, mortales, reyes y reencarnaciones que apenas esconden a un escritor escribiendo sobre unos Estados Unidos transformados en el tiempo y el espacio y, por supuesto, sobre sí mismo: su tema preferido. Descubro que en los jardines de mi hotel egipcio la lectura de Noches de la antigüedad es todavía más difícil de lo que alguna vez fue en el Florida Garden. Enciendo la televisión y, subido al CNN Express, retrocedo todavía más en el tiempo: en las inundaciones de Mozambique, una mujer está pariendo en la copa de un árbol rodeado por aguas pesadas y marrones. Todo es relativamente relativo. En otros canales aparecen una especie de Libertad Lamarque árabe, grupos musicales rubios y alemanes que no conoce nadie y Gabriel Corrado confesando a todo aquel que le interese que su libro preferido es El principito.

EL MUSEO
El faraoncito se llamaba Tut-Ank-Amon y murió a los dieciocho años. Su momia permanece en Luxor, en el Valle de los Reyes, pero sus sarcófagos dorados y sus joyas de todos los colores descansan bajo el viento erosionante de unas recámaras especialmente acondicionadas en el Museo de El Cairo. Un sitio raro, pero curiosamente familiar: uno vio sitios así casi todos los Sábados de Super-Acción de su infancia: no el museo moderno de finales de milenio sino el museo venerable de principios de siglo. Peter Cushing o el padre de Indiana Jones pueden aparecer por alguno de los muchos pasillos atiborrados hasta el techo con dinastías apilándose sobre dinastías, reinas sobre reinas, dioses sobre dioses. El museo apenas exhibe una cuarta parte de lo que tiene almacenado en sus sótanos (hay algo paradojal en esta construcción moderna que oculta, como esas tumbas histéricas, muchas más reliquias de las que muestra). El museo abre a las 9 y cierra a las 4 de la tarde, lo que incrementa la entrada de divisas porque casi siempre se impone el retorno al día siguiente.
A (el verdadero héroe de esta historia, detalles más adelante) me dice que preste especial atención a una minúscula cabecita: la pieza más antigua jamás encontrada en Egipto, que obliga a pensar que ahí está el principio de todas las cosas tal como las conocemos. No alcanzan los dedos de la imaginación para contar hasta el 5000 a.C. La miro fijo –ojo contra ojo– y siento un poco de miedo y de claustrofobia. A me informa que hace poco alguien se escondió dentro de un sarcófago y esperó a que las puertas se cerraran para ponerse a robar. Lo agarraron a la mañana siguiente cuando los primeros turistas entraban y él salía con un bolso lleno al hombro. Recién después se instalaron las alarmas electrónicas: los egipcios piensan que sus antepasados pueden y saben cuidarse solos. A me relata la historia de un ejecutivo inglés que se llevó a su casa un fragmento de piedra con hieroglifos sin pedir permiso. Sus negocios, su matrimonio y su salud se pudrieron como un dátil. El pobre tipo se presentó en la embajada de Egipto con su pecado envuelto en un trapo, llorando perdón, devolviendo lo ajeno, pidiendo piedad. Todo esto me dice A, con voz de ultratumba, mientras contemplamos la máscara de oro de Tut, sobre cuya momia las últimas investigaciones han revelado que el faraón fue asesinado por sus ministros.

EL AVION
De salida, A me cuenta que en los sótanos del museo hay una pieza casi secreta y sorprendente: la maqueta milenaria de un avión. Ciertos técnicos alemanes construyeron una réplica y la hicieron volar. Escucho a A sin decir palabra porque no deja de bombardearme con información. Aescucha todo el tiempo canciones de ABBA y un hit local y étnico titulado “Guarda el que se ría”. A habla un perfecto español, es guía de turismo (título muy codiciado por estos lados) y sabe todo lo que hay que saber sobre historia local. Antigua y moderna. Lo que nos lleva, de un avión egipcio a otro avión egipcio, al misterio del piloto hipotéticamente suicida de ese boeing de Egyptian Airlines que meses atrás se dejó caer a la salida de Manhattan. A me ofrece sus teorías y rumores como ofrendas: fue derribado por un misil norteamericano, complot yanqui-israelí, asesinato en masa de toda una camada de militares egipcios que viajaban ahí dentro, parálisis histérica del presidente egipcio al enterarse. A hilvana una historia dentro de otra como si se trataran de maldiciones faraónicas y me produce la curiosa sensación de que me habla de algo muy nuevo con modales muy viejos. Su relato de la masacre de turistas en Luxor suena a maldita incursión de los persas sobre las arenas sagradas. Después me cuenta que se descubrió un bar en un oasis de la frontera con Libia donde te vendían momias por debajo del mostrador: de perros, de niños, de mujeres. No le pregunto a A qué día es hoy y en qué año estamos; me da miedo lo que pueda llegar a contestarme.

EL PRESENTE
Esa noche, de repente, súbita necesidad de una buena dosis de algo contemporáneo, conocido, occidental. Síndrome de abstinencia, no me enorgullezco de ello, pero tampoco puedo evitarlo. Así es la vida. Recorro a pie tres kilómetros –casi me atropellan varias veces– hasta alcanzar el puesto de revistas del Hotel Intercontinental. Llegó allí como quien arriba por fin a un oasis luego de demasiados espejismos. Me acerco al último número de Vanity Fair (Madonna y Rupert Everett en la tapa; justo lo que necesito) con la misma mirada febril con que el malhadado Lord Caernavon alguna vez miró por ese agujerito de una pared virgen, dijo “¡Veo maravillas!” y compró. Y pagó caro. Yo también pago caro. Camino otros tres kilómetros hasta mi hotel al otro lado del Nilo. Abro mi revista y, con un escalofrío, veo que le faltan varias páginas. Artículos que empiezan y no terminan. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, gimo. Otros tres kilómetros y el tipo del Intercontinental que me muestra –con una de esas sonrisas no se sabe si de simpatía o desprecio– que todas las revistas están iguales. “Censura”, me dice. De regreso en Barcelona compro otro ejemplar de Vanity Fair y comparo: me faltan fotos de Melanie Griffith desnuda, de Susan Sontag vestida y de una mujer loca y asesina serial. Otras muestras de cómo funciona el presente en El Cairo. Voy al cine, doble programa: El juicio final con Arnold S. y 13 guerreros con Antonio B. Las películas empiezan una hora tarde. Nadie se queja. Me encuentro con una alumna de la facultad (alguien que me hizo el regalo de saber mucho sobre Borges y nada sobre Maradona) y me cuenta que Sexto sentido no le pareció muy buena a casi nadie en El Cairo porque todos se dieron cuenta enseguida de que Bruce Willis estaba muerto. Le pregunto cómo y me responde que “los egipcios sabemos mucho de esas cosas”. Nadie desconecta sus celulares durante la proyección y no vacilan en mantener largas conversaciones con novias y amigos en la distancia mientras, en la pantalla, Arnold combate contra el demonio y a nadie le importa demasiado. Más tarde, cuando Antonio B. proclama que “el único dios es Alá”, el cine se viene abajo: el público grita y salta y reza y yo me agarro a mi Vanity Fair y salgo más o menos corriendo hasta las orillas del Nilo y me subo a un crucerito. Cena y show a lo largo de un río ancho. Primero una odalisca un tanto rolliza que saca a bailar a japoneses; después una banda de cuatro músicos eléctricos estilo El crucero del amor disparando una peligrosa versión de –título bastante nefertítico, si se lo piensa un poco– “La copa de la vida” de Ricky Martin; al final un derviche que gira y gira estimulando el mareo de una inglesa gorda y victoriana. Subo a cubierta, hace frío y se tiene la impresión de que el barco no se mueve,que lo que se mueve es este famoso río de conducta cambiante que alguna vez llevó a Moisés a la corte de un faraón quien jamás imaginó que acabaría siendo un dibujo animado producido por un emperador judío llamado –en lengua hollywoodense– Steven Spielberg.

EL PASADO
Ahí están. Al final de una avenida estilo 9 de Julio que se lanza recta desde el centro viejo –es decir, británico– de la ciudad hasta alcanzar los bordes del desierto. Los árboles y las palmeras llegan hasta una línea y no pasan de ella, para que a partir de ahí todo sea arena. El pasado es el desierto. Un desierto más vivo que varias ciudades. Cientos de expediciones mixtas (los egipcios, vigilantes, siempre forman parte de los contingentes internacionales entre los que, no hace mucho, se destacó un pelotón patrio formado en la UBA), tribus de arqueólogos en busca de la tumba del iluminado Alejandro Magno quien, dicen, enloqueció al visitar estas tierras al dejarse convencer de que era el hijo pródigo de un dios local. Todos cavan, todos encuentran. La pesadilla de los constructores que tiemblan ante la idea de haber comprado un terreno donde, a la altura de lo que será el segundo nivel de estacionamiento subterráneo, aparezca la vida y obra de algún faraón desconocido o de un dios famoso. Allá vamos y A me cuenta que los egipcios de ahora saben poco y nada sobre su pasado. No les interesa. A lo sumo han oído hablar de Ramsés y poco más. A los egipcios les interesa el futuro. A me señala una obra faraónica: la construcción del Four Seasons frente al zoológico de El Cairo, el tercer edificio más grande del mundo. Llevan cinco años construyéndolo, cada piso vale millón y medio de dólares. Le pregunto a A quién va a vivir ahí. “Gente con mucha plata”, me contesta. Le pregunto quién tiene mucha plata en El Cairo. “Las bailarinas”, me contesta. Las movedoras de vientres son ricas y son figuras de importancia nacional y casi siempre acaban retirándose a vivir una vida santa y frugal y secreta en La Meca. La más famosa de ahora tiene 45 años, está casada con un popular traficante de armas y su voz y sus curvas y ondulaciones tienen tanto poder como un edicto presidencial, como el eco sostenido de la voz de Cleopatra. Le pregunto a A si vio la película con Elizabeth Taylor. Como casi todo egipcio, A odia esa películas occidentales sobre su tierra. Especialmente las de la momia. “Idioteces”, dice A. “La peor de todas es esa Stargate, donde los yanquis llegan al extremo de salvar a la civilización egipcia en otra dimensión. Acá no la dan, no se puede. Yo la vi por cable y casi me da un infarto. Nosotros tenemos nuestra propia película de la momia. Es muy buena”, me dice. Le pregunto a A cómo es la momia egipcia de su película egipcia. “Como la de las películas norteamericanas. Pero no se mueve”, me contesta A.

LAS TUMBAS
Se llega a las pirámides rápido y sin problemas. Se las ve desde lejos como las vio Herodoto, el primer agente de viajes. Al llegar allí, El Cairo –a unos pocos kilómetros de distancia– retrocede varios milenios, como haciendo mutis por el foro, como pidiendo disculpas. El sitio principal –Kheops, Kefrén y Micerino– desborda de visitantes que ni se notan porque no son más que materia perecedera. Aquí fue donde Napoleón calculó que con las piedras de Kheops se podría construir una muralla de tres metros de altura que rodeara toda Francia. Aquí fue donde hace poco vinieron los franceses con la oferta de regalarle a la pirámide una nueva punta de oro macizo, para completarla y festejar el nuevo milenio. Le pregunto a A por qué los franceses ofrecieron eso y A me responde: “Los franceses siempre quieren dejar su marca. ¿O la Estatua de la Libertad no es francesa?”. A me dice que la construcción de la gran pirámide se extendió a lo largo de treinta años, de los que se trabajaba apenas tres meses. Siete años y medio de trabajo constante, calculo. Poco más que el Four Seasons. Los padres y los abuelos de A venían aquí adesenterrar cositas, como alguna vez los nuestros desenterraron almejas en las playas Mar de Ajó. Toda familia tiene sus reliquias familiares. A me confiesa que él tiene varios escarabajos sagrados y la estatua de un gato sacro, regalo de los abuelitos. Le pregunto si alguna vez pensó en venderlos y me mira como si lo hubiera insultado. En el fondo se alzan las estructuras que esconden lo más nuevo de lo más viejo: la tumba subterránea de Osiris, el sitio exacto donde la leyenda se corporiza en realidad de necrópolis sumergida. Prohibido el paso, pero paso lo mismo y miro hacia abajo. Un pozo que parece no tener fondo. Mircea Eliade cuenta en su vasta Historia de las creencias y las ideas religiosas: “Según la tradición, Osiris fue un rey legendario por la energía y la justicia con que gobernaba Egipto. Seth, su hermano, le tendió una trampa y consiguió asesinarlo. Su esposa Isis, Gran Maga, consiguió ser fecundada por Osiris muerto. Después de sepultar su cuerpo, Isis se refugió en el Delta y dio luz a un hijo: Horus. Cuando creció, Isis hizo reconocer ante los dioses los derechos de su hijo, y éste se lanzó al ataque contra su tío. Al principio, Seth consigue arrancarle un ojo, pero el combate continúa y Horus acaba venciendo, recupera su ojo y se lo ofrece a Osiris. De este modo, Osiris resucita”. Todo esto pasó aquí, un día como hoy, mientras en el resto del mundo, los monos adoraban un monolito marca Kubrick.

EL ADENTRO
Una vez alcanzado ese punto, sólo queda alejarse y se comprende el efecto hipnótico de las dunas, un lugar donde no hay sombras salvo la propia. Arenas adentro se pasa por ruinas milagrosamente flamantes. Casas de ministros, sepulcros de doncellas, pequeños estadios en los que el faraón debía matar un toro con sus manos para probar grandeza y conseguir permanencia. Sus vidas y obras se cuentan en las paredes, con claridad de buen comic. Lo mejor de todo aparece con un extraño efecto de anacronismo lógico: en una zona militarizada, abierta a los visitantes recién hace dos años, rodeada por rampas donde duermen varios misiles de largo alcance, se alzan la pirámide “romboidal” (de forma curiosa e indecisa: termina con un ángulo diferente al que empieza) y la pirámide “roja” (de piedra color sangre seca). Entro en esta última. Hay que descender de espaldas y agachado unos sesenta y cinco metros planeta abajo. A me asegura que las piernas me van a doler mucho al día siguiente. Ahora, casi una semana después, puedo asegurar que A –como de costumbre– estaba en lo cierto. Pero valió la pena. ¿Cómo explicar la sensación de estar dentro de una pirámide? ¿Cómo describir ese perfume a tripas de la Historia rodeado por bloques de piedra de perfecto encaje? Se piensan muchas cosas ahí adentro, en la cámara mortuoria de un faraón cuya momia nunca se encontró, pero -al menos en mi caso y nada me cuesta imaginar a muchos en la misma– se empieza liviano y se va alcanzando tal supuesta trascendencia que, saludable mecanismo de defensa, se acaba abrazando la sólida y cobarde retirada de la reflexión boba. Yo pasé de meditar sobre el sentido de la muerte y la vida a pensar en el “Chico Momia”, cuya triste historia cuenta Tim Burton en su librito La melancólica muerte del Chico Ostra y en las páginas que le faltaban a mi Vanity Fair, mientras silbaba “Egyptian Reggae” de Jonathan Richman. Después –sentimiento ancestral, chispa de la vida– abrí una lata de Coca-Cola y, mirando hacia arriba, hacia ese lejano punto de luz marcando la salida o el más allá de todas las cosas, me pregunté cómo carajo haría para subir todo eso que había bajado.

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