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Se estrena Solo contra todos, de Gaspar Noé

Viaje al fin de la noche

Mezcla de arte de choque, cine popular y experimento de
vanguardia, saludada por la crítica francesa, premiada en Cannes y acusada de filofascista, se estrena finalmente Solo contra todos, primer largo del argentino radicado en Francia Gaspar Noé, protagonizado por un carnicero galo rebosante de fantasías homofóbicas, racistas, incestuosas y criminales.

POR HORACIO BERNADES

“Una poción amarga, destilada del mal de vivir”, estampó Le Monde. Libération la caracterizó como una película que sigue “la huella de un ser inmundo” y transcurre “en el cerebro de un cerdo”. Para Les Inrockuptibles, se trata de “una de las más sorprendentes revelaciones de los últimos años”. Al mismo tiempo, parte de la opinión pública francesa retrocedió espantada, tildándola de “ejercicio de fascismo”, capaz de excitar las más bajas pasiones xenofóbicas, antiinmigratorias y racistas. Sin embargo, este largo y blasfemo monólogo de un personaje que carga con una inusitada capacidad de odio recorrió, como una mecha encendida, los festivales internacionales más identificados con el cine de punta. En Cannes 98, Solo contra todos se llevó el ansiado Premio de la Crítica, y desde allí no paró hasta Toronto, pasando por Rotterdam, Sundance y Telluride.
Sin duda, el argentino Gaspar Noé (36 años, hijo del pintor Luis Felipe Noé y radicado en Francia desde 1976) logró lo que se proponía con Solo contra todos: “que la gente se retire de la sala ofendida, indignada”. Lo raro es que esta película de choque, cuyo protagonista es un carnicero macerado en fantasías de incesto y muerte, resulta, al mismo tiempo, un film raramente introspectivo, puesto en escena con el rigor más espartano. Tras su paso, el año pasado, por el Primer Festival Buenos Aires de Cine Independiente, finalmente llegó la hora. Solo contra todos, opera prima en el largometraje de Gaspar Noé, está lista para su estreno en Argentina. Volverá a quemar, seguro.

EL RELOJITO DE CASTLE
En realidad, Solo contra todos empezó en 1991. En ese año, el Festival de Cannes exhibió Carne, mediometraje de 40 minutos firmado por Gaspar Noé, por entonces un chico de 28 años. En francés, carne quiere decir “carnaza”. El carnicero de Noé no es como cualquier otro: él vende sólo la peor carne, la de caballo. En Carne, el futuro protagonista de Solo contra todos (a quien el realizador mantiene literalmente anónimo, reforzando su condición de arquetipo social) se turbaba más de la cuenta por su hija adolescente e iba a la cárcel tras apalear sangrientamente a su novio.
Esta historia previa se revisa, a velocidad supersónica (que recuerda muchísimo el comienzo de Pi) en los primeros minutos de Solo contra todos, sobre un desfile de fotos fijas. Como si se tratara de un documental forense, allí puede verse, entre otras piezas de colección, la bombachita de la hija del boucher, tiznada por su primera menstruación y catalogada con una etiqueta policial. En este film de calculadas simetrías, de repeticiones, esa sangre no puede ser otra cosa que un anticipo de lo que vendrá. En la culminación y antes del impacto final, aparecerá un cartelito de advertencia: “Las personas impresionables tienen 30 segundos para abandonar la sala”. Y el reloj se pone en funcionamiento: 29, 28, 27...
El recurso está tomado de un film de William Castle, genio del artificio marketinero. Lo que demuestra que el eclecticismo de Gaspar Noé no se limita a ciertas confesadas admiraciones (Favio, Fassbinder, Kubrick, Pasolini) ni al largo listado de agradecimientos del final de la película. En ese rompecabezas estético, el nombre de Alain Cavalier (el de Teresa) aparece junto a los de Alex de la Iglesia, Sam Fuller, Dario Argento, Quentin Tarantino y Marc Caro (el de Delicatessen).

FLUIR DE UNA SUCIA CONCIENCIA
Si de influencias se trata, por qué no sumar la de Robert Bresson: el relato en off, el ascetismo del protagonista, los reiterados planos detalle. Y, faltaba más, la de Godard, de quien Noé toma el recurso de contrapuntear la acción mediante intertítulos. Como un film de Godard, Solo contra todos comienza con la palabra “MORAL” en gigantescas letras de molde. Enseguida, un parroquiano saca una .45 yproclama: “La moral es esto”. Nunca volverá a aparecer ese filósofo artillado en el resto del metraje, pero ya dejó el clima enrarecido para siempre. Una pistola es la única compañía del protagonista. Se la roba a su gorda mujer embarazada, luego de emprenderla a patadas contra su vientre henchido.
Durante 80 minutos que parecen siempre a punto de reventar, Noé le da implícitamente la razón a su “héroe”, al no juzgar jamás sus actos. Mucho menos, condenarlo. Todo el film no es otra cosa que un viaje interior a través del cerebro del carnicero. No hay ningún discurso externo que lo confronte. No hay afuera: Solo contra todos es puro adentro. Puro fluir de la sucia conciencia del protagonista, que tapiza el off entero, de punta a punta, con sus fantasías, slogans, afirmaciones y cavilaciones. Principales objetivos de esta maquinaria paranoica: negros, homosexuales, mujeres y árabes. Pero el boucher dispara también contra yanquis, capitalistas, la clase gobernante. Cuando se habla de “disparar”, debe ser entendido en sentido literal, ya que Noé reproduce no sólo los pensamientos del carnicero, sino también sus emociones. Estas tienen la forma de cañonazos imaginarios, que sacuden su cerebro en forma periódica, en medio de imágenes aceleradas y febriles. La radiografía de un cerebro, y también su resonancia magnética: eso es Solo contra todos.

UNA COSA QUE EMPIEZA CON P
El carnicero no para de pensar, ni siquiera cuando va al cine a ver un film porno. Como quien prende el grabador y lo deja andar, Noé sigue el curso de ese pensamiento, registra palabra por palabra, reproduce hasta la extenuación el monólogo interior del boucher. Este está hecho de frases cortas y definitivas, una serie de consignas para la acción directa. “Un hombre no es más que una poronga. Yo soy una poronga”, cavila nuestro penseur. “Una poronga tiene que estar dura. Yo estoy duro”. Masa de músculos, el hombre casi no tiene cuello, y su rostro luce siempre apretado como un puño.
Un tipo así, con un arma al alcance de la mano, es un peligro. Noé sostiene esa tensión, en estado de latencia, durante los 80 minutos que dura la película, haciendo que cada segundo le agregue un poco más de asfixia al anterior. Hasta que al final, el carnicero revienta, en compañía de su amada hija y luego de aquel cartelito de advertencia. Imposible saber si Noé leyó a Louis Ferdinand Céline, pero sobre cada una de las alambicadas puteadas del carnicero penden la letra y el espíritu de Viaje al fin de la noche. “Ya no hay quien quiera hacer la revolución, son todos maricones. Yo soy Robespierre”, larga al paso. “¡Cómo quiero a mi país!”, rumia en el colmo de su amargura, mientras contempla el perfil de una fábrica vacía. Ubicada la acción a comienzos de los 80, este desocupado sin la más mínima instrucción parece representar a miles y miles como él, una white trash francesa que mira con simpatía a Le Pen y jamás visitó el Pompidou.
Con insidia sin par, Noé se complace en darle el nombre de Residence Debussy a un geriátrico mugriento y roído de orines, así como el hotelucho de cuarta donde el carnicero organiza el último ritual se llama, pomposamente, Torre Picasso. “A los franceses les gusta dar de sí mismos una imagen de finesse, de mucho vino fino y roquefort”, dispara Noé, casi tan envenenado como su protagonista. “Pero hay toda una Francia que es otro mundo, que no tiene nada que ver con ésa”. Sólo un residente extranjero podía atreverse a algo así.

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