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El reestreno de La naranja mecánica y la edición de The Wall en vivo

El

ladrillo

mecánico

A pocos meses de la muerte de Kubrick, su familia ha decidido levantar la prohibición de exhibir en cine y video La naranja mecánica que impuso su director después de la censura a la película. Y acaban de editarse en CD los históricos conciertos de Pink Floyd presentando The Wall en el Earl’s Court de Londres, con el título Is There Anybody Out There? Uno y otro fenómeno permiten a Rodrigo Fresán sumergirse en el túnel del tiempo y encontrar paralelismos y semejanzas de los dos pilares por excelencia de la violencia y la alienación brit pop.

POR RODRIGO FRESAN

Para empezar, una pregunta más o menos pertinente: ¿cuál es la relación peligrosa entre una película maldita de Stanley Kubrick basada en una novela maldita de Anthony Burgess titulada La naranja mecánica y un álbum maldito titulado The Wall y firmado por la legendaria banda de art-rock Pink Floyd o, si se prefiere, por su alguna vez mesiánico líder Roger Waters? Varias respuestas, todas ellas atendibles. La primera, y más tonta: que ambas obras empiezan con un interrogante (el libro con un “¿Y ahora qué pasa, eh?” y el disco con una canción titulada “In The Flesh?”). La segunda, más coyuntural y urgente es que –muerto el rey, viva el rey– la familia de Kubrick ha decidido autorizar la vuelta a la pantalla grande (cines) y a la pantalla chica (videos) de La naranja mecánica prohibida en Inglaterra desde 1974 por voluntad del director. Simultáneamente, Pink Floyd y el rey autodepuesto Roger Waters lanzan al presente un pedazo de pared pretérita: los históricos conciertos en el Earl’s Court londinense, con el título Is There Anybody Out There? y el subtítulo The Wall Live 1980/81.
Pero hay otra aproximación posible, del tipo Greil Marcus/Nick Tosches/Lester Bangs, aquellos padrinos del Nuevo Periodismo Rockero y Pensante: el drugo Alex del film preanuncia al führer Pink del disco. La naranja mecánica es el libro más rocker y el que más ha influenciado al universo pop, aunque en su versión cinematográfica no se oiga un segundo de feedback o distorsión (Beethoven sintetizado y pasos de Gene Kelly para patear viejitos, en cambio). El libro de Burgess –bocetado en 1960 cuando su autor fue erróneamente informado de que llevaba un tumor dentro de su cabeza y que se había iniciado una brevísima cuenta regresiva hacia el otro lado– fue una de las seis novelas que Burgess despachó a toda velocidad para dejarle algo a su esposa, quien en 1944 había sido atacada en la calle por una pandilla de desertores norteamericanos que le provocaron un aborto. La primera versión era contemporánea (es decir, con slang adolescente del momento) y Burgess supo que no iba a demorar en envejecer. Entonces decidió futurizarlo: inventar un lenguaje/dialecto llamado nadsat con partes de ruso y cockney, para ser moderno y ser “ultraviolento”. El asunto, publicado en 1962, no les gustó a los críticos (ni al mismo Burgess, quien también despreciaría la adaptación cinematográfica aunque nunca negó deberle fama internacional y una buena vida desde entonces). A quienes sí interesó un poco fue a los jóvenes. Los entonces flamantes Rolling Stones pensaron en filmarlo (¿habrá un mejor drugo que Keith Richards?), pero la cosa nunca pasó de ahí. Con el tiempo, Stanley Kubrick intuyó que ese libro le ofrecía el único paso posible, luego de haber destruido el mundo en Dr. Insólito y de haber registrado el fin de la historia en 2001: Odisea del Espacio: La naranja mecánica como apología de lo moderno y postal funeraria para el sueño hippie.

AHORA ESTOY, AHORA NO ESTOY
Kubrick estrena su cancerígena película en 1971, casi como una coda al fin de los acuarianos años 60, o como un efectivo y efectista prólogo a una década infame: a su sombra, argumentaron los políticamente correctos de entonces, se cometieron asesinatos, violaciones y delitos varios. Los chicos no estaban bien y salían del cine y se vestían de drugos y hacían de las suyas. Polémicas en los medios, amenazas de muerte a Kubrick y familia hasta que el Gran Paranoico decide él mismo bajar al monstruo de cartel, prohibirlo, encerrarse y –dicen los que lo conocieron bien– perderse para no encontrarse. Así, La naranja mecánica se convirtió en una suerte de último gesto original de alguien que, a partir de entonces, se pasó filmando remakes más o menos interesantes: el drama histórico de Barry Lyndon como revisitación de Espartaco; la claustrofobia hotelera de El resplandor como reflejo distante del encierro en la sala de mandos de Dr. Insólito; la guerra imbécil de Nacido para matar marchando a suplantarla otra guerra imbécil de La patrulla infernal; y el tránsito nocturno de Ojos bien cerrados como eco sexuado y decadente de las andanzas sonámbulas de Alex en La naranja mecánica. Pero lo más importante quizás es que La naranja mecánica empieza a narrar lo que The Wall cierra cantando. El Alex delictivo y tribal, cuya violencia acaba por ser asimilada por la sociedad mediante un lavado de cerebro y pupilas –el Método Ludovico–, como símbolo de unos 70 guerrilleros y disco-watergateros que desembocarán en el Pink solitario, solipsista e individual de The Wall como perfecto preanuncio de los yuppies y desangelados 80, donde ya no quedan batallas sociales que librar y alcanza con mirar televisión el tiempo suficiente para justificar arrojar el maldito aparato por la ventana de tu suite de hotel. Sexo, drugos y rock and roll.

LA CAIDA DEL MURO
Piénsese en The Wall como el fino arte de encerrarse a destruir televisores y desarmarse a uno mismo. El gesto en cuestión –paradigma de la mística rockera– ya había sido inaugurado por el Elvis gordo (que solía dispararles a las pantallas) y por el magnate ermitaño Howard Hughes (quien llevó el Do Not Disturb a categoría de religión), pero encuentra en el disco doble de Pink Floyd (y en su desafortunada versión cinematográfica a cargo del mediocre Alan Parker y protagonizada por el punkie Bob Geldof, quien no demoraría en autocanonizarse como Madre Teresa Pop de Live Aid) su hora más gloriosa. The Wall es el vómito catártico y autocomplaciente de Roger Waters –uno de los cantantes y letristas más injustamente ignorados a la hora de la grandeza histórica del género– y la continuación de esos exorcismos y terapias que responden al nombre John Lennon Plastic Ono Band o Berlín o Time Out of Mind. Lo curioso fue toparse con tanta furia enmarcada en el contexto de Pink Floyd, paradigma del rock sofisticado que, en 1979, corría el riesgo cierto de ser devorada por la esperable barbarie punk y new wave a la vuelta de la esquina.
En el libro de 64 páginas que acompaña a Is There Anybody Out There?, Roger Waters cuenta que la súbita iluminación le llegó luego de haber escupido a un fan durante la gira de Animals y experimentar la desesperación de haber llegado a un callejón sin salida, en su vida y en su carrera. Como banda, Pink Floyd era mucho más grande que sus integrantes y llevaba grabadas tres obras “conceptuales” que preanunciaban los temas de The Wall: el clásico universal The Dark Side of the Moon, el clásico de culto Wish You Were Here (mi favorito, ya que estamos) y el clásico y talentoso paso en falso de Animals. Pero, para 1979, Pink Floyd estaba en bancarrota por haber tomado todas las decisiones correctas y una equivocada: confiar sus robustos royalties a la empresa inversora Norton Warburg de la Bolsa londinense. De ahí la idea de esconderse, de tocar detrás de una pared, de montar uno de los más exitosos y turbulentos negocios en la historia de la música popular.
Piénsese en The Wall como el arte de recuperar tus millones narrando en público tu crisis de la mediana edad y, a la vez, creando el manifiesto punk y blasfemo más lujoso y resistente, y jamás imaginado por personajes como Sid Vicious o Marilyn Manson. En perspectiva y a la hora de lo sociólogico, ¿cómo no admirar a The Wall manteniéndose en pie luego del terremoto que barrió de la faz de la tierra a los dinosaurios sinfónicos, y logrando tal proeza valiéndose de los rasgos más fuertes de la nueva especie gobernante? Pink Floyd es a Genesis y Yes lo que Steely Dan es a los Eagles y los Doobie Brothers, así como The Wall perfora hoy más y mejor que todos los alfileres de gancho en las mejillas de entonces.
Ahora bien: del mismo modo que esa ficción moral que es La naranja mecánica (novela y película) es tan fácil de malinterpretar y de atribuirle propiedades cuasisatánicas, The Wall puede ser entendida (malentendida, mejor dicho) como un gesto casi pornográfico a la hora dela sinceridad dolida o como una especie de vacuo talk-show especialmente diseñado para un público adolescente necesitado de mantras y cánticos de guerra para despreciar la asimilación de cultura como fácil viñeta dickensiana donde los maestros son siempre muy pero muy malos: We don’t need no education y todo eso.

TODOS CONTRA MI
El que más sufre en La naranja mecánica es Alex. Se divierte un poco al principio, pero enseguida es pateado con entusiasmo por el guardaespaldas del escritor Alexander (musculoso de altura que más tarde conocería la más oculta de las famas como Darth Vader, en las tres primeras Star Wars) y sometido a un proceso de readaptación que te la regalo. El actor Malcolm McDowell todavía tiene pesadillas al recordar la compulsión kubrickiana a la hora de filmar cada escena cien veces (que se tradujo, en su caso, en córneas dañadas, costillas rotas y cientos de escupidas a su joven y resignado rostro para que Stanley consiguiera la perfecta disposición y ángulo del esputo sobre el labio superior del héroe). En cuanto al tema ultraviolencia, McDowell sostiene que lo suyo fue un servicio a la sociedad: “Es una lástima que los delincuentes juveniles no hubieran seguido vistiéndose de drugos a la hora de hacer sus fechorías, porque así sería mucho más fácil identificarlos por la calle”.
El momento central y más terrible de la historia es el reencuentro de Alex con sus camaradas y el descubrimiento de que ellos han cambiado sus mamelucos blancos, sombreros chaplinescos y narices postizas por uniformes de policía. Algo así debe haber sentido Roger Waters –indiscutible fuerza creadora de Pink Floyd luego de que el discutible Syd Barret friera su cerebro en aceite de LSD– cuando el derrumbe de la Gran Pared se tradujo en el derrumbe de Pink Floyd como entidad grupal. A partir de entonces, Pink Floyd se convirtió en mera banda de apoyo de las más íntimas obsesiones de Waters, que se continuarían en esa bellísima coda casi unplugged que fue The Final Cut, donde la guerra por unas islitas del Atlántico Sur era el telón de fondo donde volver a proyectar y llorar la muerte de un padre en la Segunda Guerra Mundial. Se podría argumentar que algo de razón tenía Waters: The Wall es uno de los álbumes más vendidos de la historia y, además de sanear las respectivas cuentas corrientes del cuarteto, hizo evolucionar pasos agigantados el rock-argumental sin por eso caer en el ridículo de experiencias anteriores, a cargo de gente tan respetable como los Beatles, los Kinks y los Who.
Pero el nombre del juego que cada cual atendió entonces –a principios de los 80– fue: todos contra mí y yo contra todos. El lanzamiento de Is There Anybody Out There? implicó las necesarias entrevistas promocionales donde cada uno de los miembros del grupo aprovecha una vez más para recordar con ira, prender el ventilador de mierda al máximo y hacer que el duelo Lennon/McCartney parezca una pelea de párvulos en el arenero del jardín de infantes. La nota de tapa de la revista Mojo del pasado mes de diciembre está armada como una historia oral de la debacle rabiosa de una banda conocida –al menos hasta The Wall– por hacer una música tranquila para corderos con piel de lobo. Poco y nada cuesta leer la prognosis de Mojo como el diario médico de una herida que no cicatriza y probablemente no vaya a cicatrizar nunca. “Decir que lo que ahora se conoce como Pink Floyd es Pink Floyd sería lo mismo que afirmar que Paul McCartney en gira con Ringo Starr son los Beatles”, sentencia un ultraviolento Waters a la hora de calificar a los actuales gordos que alguna vez fueron sus drugos y que ahora, asegura, compran canciones a ghost-writers rockeros de prestigio para salir de gira con coristas en minifaldas. Algo de razón sigue teniendo. La atendible diferencia es que Roger Waters, David Gilmour, Nick Mason y Richard Wright jamás gozaron de la potencia arquetípica de John, Paul, George y Ringo. De ahí la paradoja: los Beatlessin Ringo jamás serían los Beatles, mientras que Pink Floyd sin Waters siempre puede seguir siendo Pink Floyd. Y –para burla y furia de Waters– aceptar sin sonrojarse un premio de la Asociación de Distribuidores de Ladrillos de Norteamérica “por difundir los servicios de los ladrillos a la civilización o algo por el estilo”.

LOS TUYOS, LOS MIOS, LOS NUESTROS
Más allá de los años, las polémicas y las peleas, La naranja mecánica y The Wall continúan funcionando con la perfecta puntualidad de artefactos influyentes y poderosos. La película de Kubrick no sólo se prolongó en las vísceras de la conciencia rockera (desde el nacimiento del tecno-pop de Cabaret Voltaire y The Human League anticipado por la música del entonces Walter y ahora Wendy Carlos a la actitud de los Sex Pistols, quienes también pensaron en refilmarla; desde el video de Blur para la canción “The Universal” hasta el nombre de Heaven-17, banda mencionada por Burgess en su libro; para no mencionar la adaptación musical y bastante floydiana que hicieran Bono y The Edge para el teatro y todas esas pequeñas bandas que todavía hoy siguen componiendo canciones en jerga Nadsat) sino en toda una estética a la hora de entender el cine ultraviolento: la furia pandillera de The Warriors, la desesperación anfetamínica de Quadrophenia, la violencia como actividad recreacional de Asesinos por naturaleza, la idea de que se puede bailar y cortar una oreja al mismo tiempo en Perros de la calle, la forma de musicalizar Trainspotting o el angst aburrido de El club de la pelea provienen –con muchas más ganas de escandalizar y mucha menos elegancia– de los gajos de una naranja que tal vez nunca termine de pelarse. La violencia británica de hoy –hooligans arrrasando Europa; serios doctores seriales que asesinan a sus pacientes con dinero previa modificación de testamento; niños que matan a otros niños para ver qué se siente– ha superado con creces a la furia anticipatoria de La naranja mecánica, por la sencilla razón de que la película de Kubrick era, ya entonces, futurismo falso para así poder contar sin trabas lo que iba a suceder el próximo fin de semana.
En cuanto al álbum de Pink Floyd –fábula moral sobre los peligros y privilegios del rock mesiánico– se ha hecho carne en ídolos que subieron o bajaron o decidieron darse de baja: Prince, Kurt Cobain, Mick Jagger, Michael Jackson, Peter Gabriel, Bruce Springsteen, Sting, Billy Corgan, Bono, el John Lennon heroinómano y con delirios persecuctorios –parece que era cierto nomás– de los últimos tiempos y, por supuesto, siguen las firmas. Todos ellos fueron un poco Pink cuando erigieron los ladrillos de una religión pública y privada que tarde o temprano se les vino –o se les va a venir– encima. Poca diferencia hace que algunos terminen “curados”, como Alex o como Pink: “Fuera de la pared donde los corazones sangrantes y los artistas dicen lo suyo”.

¿HAY ALGUIEN AHI AFUERA?
Para los adictos a The Wall, la edición de estos conciertos empieza con un verdadero hallazgo formal y conceptual: el tema titulado “In the Flesh?”, que en el disco original ejecutaba Pink Floyd, pero en la presentación sobre el escenario era presentado por un Pink Floyd falso. Cuatro músicos con máscaras de Waters, Gilmour, Mason y Wright –las mismas máscaras que hoy ilustran la edición limitada de la caja Is There Anybody Out There?– pretendiendo decir así que ya no importaba el individuo sino el producto y la etiqueta. Cualquiera podía ser Pink Floyd y siempre habrá –Waters lo sabe mejor que nadie– quien lo aplauda. Y, quién sabe, tal vez algún día se junten todos, cuando Barret salga del sótano de su madre donde cultiva hongos, y partan a Machu-Picchu a dar ese concierto tan profetizado como improbable, del que muchos siguen monologando como si se tratara de la segunda venida del Mesías. Mientras tanto y hasta entonces, ahí está esta nueva encarnación de The Wall, una revisitación mucho más noble que aquella que Waters armara por las suyas junto al muro de Berlín (con las presencias estelares de Van Morrison, Bryan Adams, Sinead O’Connor, Joni Mitchell y Scorpions, entre otros). Aquí está, invisible pero imaginable en los entusiastas gritos y aplausos de los que allí estuvieron (¿otro de esos brillantes efectos de sonido à la Pink Floyd, el único que le faltaba a la versión en estudio?) todo lo que sucedió entonces: un avión volando sobre el público, las marionetas y proyecciones a cargo del ilustrador Gerald Scarfe, un ejército de técnicos uniformados, una pared creciendo y envolviéndolo todo con ladrillos de paranoia, megalomanía, desesperación, arengas cuasifascistas y collages sónicos de conversaciones rotas y objetos a romper. Y –si se trata de justificar para siempre semejante histeria y exceso– la limpia y plácida belleza de “Comfortably Numb”, acaso la canción más hermosa jamás parida por Pink Floyd, donde se nos habla con las palabras justas y con un sobrenatural solo de guitarra sobre la fiebre de un hombre encerrado que recuerda la fiebre del niño que alguna vez fue y la presión del afuera porque el show debe continuar. Minutos después, a la altura de “Run Like Hell” y fuera de programa, Roger Waters pregunta: “¿Hay algún paranoico entre el público? ¿Hay algún débil y cobarde ahí?”. Y todos juntos entonces responden como una sola voz remasterizada, con mecánica disciplina druga y naranja: “YEAH!”.

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