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Se estrena la nueva película, de Oliver Stone

Siempre en domingo

Después de retratar la paranoia en la guerra, en el sistema financiero, judicial, carcelario y mediático de Estados Unidos, Oliver Stone ha decidido llevarnos él solo al siglo XXI, a través de otro exposé (paranoico, por supuesto), esta vez de... el fútbol americano y las bambalinas de su bestial negocio. José Pablo Feinmann vio Un domingo cualquiera y cuenta por qué descubrió más de Hegel que del siglo que comienza en la nueva película de Stone, protagonizada por Al Pacino, Cameron Diaz, Ann Margret, James Woods, Elizabeth Berkley y Jaimie Foxx.

POR JOSE PABLO FEINMANN

“Bienvenidos al siglo XXI”, dice en algún momento algún personaje de la película. Admito que no recuerdo quién lo dice porque admito que me costó mucho ver y entender a los personajes de Oliver Stone entre tanto editing estilo MTV, entre tanto vértigo y entre tanto rap-rock estridente. Pero no nos adelantemos. “Bienvenidos al siglo XXI”, dice alguien. Y no hay que ser muy avispado para descubrirlo: es el propio Stone quien nos lo dice. Es Stone quien nos dice yo los pongo al día, este vértigo que les traigo es el del nuevo siglo, esta brutalidad, este desmadre colosal, esta guerra sin piedad es el siglo XXI. La frase revela la pretenciosidad de este director que sobredimensiona todo. Ahora no explota Vietnam: explotan los estadios, los jugadores, los entrenadores y las mujeres que giran alrededor del negocio del fútbol americano. Lo que nos hunde en el vértigo no es la bala mágica de JFK sino los travellings, las peripecias de las steadycams, las cinco o seis o siete cámaras con que Stone filma cuanto filma y –más todavía– las minicámaras que mete en el cuerpo de los jugadores para hacernos vivir todo como si estuviéramos ahí, para eso él es Stone y su arte es el del vértigo. Hemos llegado al siglo XXI y las peores profecías de la ciencia-ficción se cumplen.

LA PROFECIA SEGUN STONE En realidad, las profecías de la ciencia-ficción, contrariamente a, por ejemplo, las de Marx, se han cumplido abrumadoramente porque apostaron a los aspectos más oscuros de la condición humana. Sobre todo a uno: el espíritu de dominación. La ciencia-ficción de Marx, que algunos llaman utopía o gran relato, no se cumplió porque pronosticaba un final feliz: el reino de la libertad, la sociedad sin clases, el triunfo de la libertad sobre la necesidad, el fin de la explotación, todo eso. Pero no: los genios de la ciencia-ficción descreyeron de la búsqueda de la libertad en el hombre y descreyeron, así, de todo pronóstico feliz. Incluso el gran libro de Aldous Huxley ironiza desde su título: el mundo feliz es el más deshumanizado de los mundos. La felicidad viene de la mano de la deshumanización porque el hombre, tal como es, jamás habrá de alcanzarla. Así las cosas, eso que abrumadoramente señalaron los genios de la cienciaficción como el futuro de la humanidad fue el triunfo del espíritu de dominación, el sometimiento de las mayorías del planeta a las grandes corporaciones gobernantes. Es raro el libro de ciencia-ficción en que el mundo no sea una corporación en la que existe todo, en la que nada falta, salvo la libertad, eso que daba un sentido a la vida de los hombres.
Pues bien: éste es el mundo en que parece instalarse la mínima historia que cuenta Oliver Stone.

HACER LA GUERRA El film de Stone parece el futuro realizado de un viejo film de Norman Jewison, uno de 1975, del siglo pasado, un film de ciencia-ficción que se llamaba Rollerball. Planteaba un mundo dominado por las corporaciones, un mundo en que el deporte había llegado a un grado tan extremo de bestialidad que lograba suplir en los hombres el pathos de la guerra. Los seres humanos, belicosos por naturaleza, concurrían a los estadios y ahí veían a una serie de tipos (equipados como los jugadores de Stone) despanzurrarse unos a otros hasta sublimar los ímpetus hostiles de los espectadores, que volvían sosegados a sus hogares, a sus trabajos, al mundo feliz. Esto es lo que nos dice Stone cuando dice: “Bienvenidos al siglo XXI”. Rollerball ha devenido real. Y esa realidad se ve en Un domingo cualquiera. Sospecho que el ego de Stone (que es una corporación en sí mismo) le hace creer que ha realizado el primer film del siglo XXI. No es así. Todo lo que Stone muestra son clichés, arquetipos que existían en el lejano siglo que hemos dejado atrás. Veamos.

EL HEGELIANO Al Pacino es un entrenador solitario, duro y cálido a la vez, con una profunda comprensión del alma humana, un hombre que sabe que en el mundo sólo vale ganar y que sólo gana quien está decidido a morir por el triunfo. Esto –que me disculpe Stone– ya lo había dicho Hegel en el lejanísimo siglo XIX, en algo que se ha dado en llamar la dialéctica del amo y el esclavo. ¿Por qué algunos se transforman en amos y otros en esclavos? Porque en el enfrentamiento originario, algunos (los que devienen amos) poseen un deseo de dominación que los lleva a desechar el miedo a la muerte: no les importa morir, sólo les importa dominar. Por el contrario, los que devienen esclavos, siempre, en algún momento, le tienen miedo a la muerte, con lo cual se atan a la naturaleza y renuncian al espíritu de dominación, que no es parte de la naturaleza sino de la conciencia. Es lo que, palabras más, palabras menos, dice Pacino a sus hombres: “Sólo van a triunfar si morir les importa menos que a sus adversarios”. ¿Qué más es este coach, aparte de un plagiario de Hegel (lo que, convengamos, no es poco para un entrenador?) Pacino es un buen tipo, pero siente que el final se acerca. Siempre, en el fútbol (de todo tipo, americano o eso que los yanquis llaman soccer y reservan para sus damas y sus niños, porque es cosa de maricas, así de bravos son), el horizonte del miedo es el horizonte de la decadencia física. Ponerse viejo es lo peor que le puede pasar a alguien. Y a Pacino le está pasando.

LA CHICA Cameron Diaz es la heredera del venerable creador del club, hombre lleno de gloria, amado por todos, pero definitivamente muerto. Lo retiró la huesuda, que es esa que retira a todos y nos impide jugar, no sólo al fútbol americano sino hasta al yo-yo. Cameron es fría y llena de ambiciones y no se detiene ante nada. Ni ante la puerta del vestuario de sus jugadores, ya que la abre y entra a felicitarlos y los felicita muy tranquila entre un montón de pijas asombradas por la osadía de esta chica. Pero Cameron fracasa, como elección de Stone y como lo que intenta actuando. A mí me gusta, pero todavía no puede meterse en un papel dramático. Las escenas que tiene con Pacino las pierde irreparablemente. Y eso que Pacino no es Lawrence Olivier, sino un actor que habla con voz de rastrillo, exhibe arrugas tal vez venerables y grita con entusiasmo.

LOS DEMAS (Y LA OTRA CHICA) Ann-Margret es la madre de Cameron y la viuda del gran fundador del club. Y es, ¡por supuesto!, alcohólica. Dennis Quaid (que cada día se parece más a mi amigo Víctor Laplace) es el jugador estrella en decadencia: también se está poniendo viejo. James Woods es un médico inescrupuloso. Como Matthew Modine, que te pone sobredosis de demerol con tal de que no jodas y salgas a jugar. Y Jaimie Foxx es el infaltable joven valor, que se come todo, que tiene hambre de gloria, se rodea de mujeres y deja el alma en la cancha porque sabe que el futuro es suyo, que lo aguarda y sólo tiene que atraparlo. (Hay muchos otros clichés. Entre ellos: Elizabeth Berkley, la gran mina de Showgirls, que hace de Elizabeth Berkley y se acuesta con Pacino y deja que Stone le ponga la cámara en su mismísima, o por ahí nomás. Lástima por Berkley, ya que tiene verdadero talento. Pero el naufragio de aquel film de Verhoven en la mojigatería yanqui parece haberla arrastrado impiadosamente. ¿Recuerdan Scream II? El asesino, por teléfono, con voz siniestra, le pregunta a uno de los péndextarados-futuro-fiambre cuál es la mejor película de terror. Y el péndextarado, súbitamente ingenioso, le contesta: Showgirls. Y no dudo de que Wes Craven habrá pensado que era el gran chiste de su película.)

EL OJO Y LA ESTETICA STONE En suma, no era necesario que pomposamente nos anunciaran que entrábamos en el siglo XXI para luego exhibirnos a un entrenador duro y solitario, a una chica bonita y ambiciosa, a una viuda alcohólica, a un par de médicosinescrupulosos, a un jugador viejo y decadente, a otro joven y vertiginoso y a una prostituta de mil dólares el polvo. Sólo la vanidad de Stone puede creer que esto es nuevo. Hay algo que explicita su estética, que es la del amontonamiento de imágenes, la del sometimiento de la conciencia del espectador por medio de la metralla visual y sonora (uno de los deportistas, todo tatuado y lleno de músculos, es decir, un hombre de hoy, dice en cierto momento que a él le gusta el rock, pero el nazi-rock, que es el que nos arroja la banda sonora durante una película que dura, atención, ¡dos horas y cuarenta y cinco minutos!). Sigo. Decía que hay algo que explicita claramente la estética de Stone: a un jugador le sacan un ojo durante la lucha. En serio, le sacan un ojo. Y Stone no ahorra nada: nos muestra el ojo volando por el aire, cayendo a tierra y un tipo con guantes que lo recoge y lo pone en una bolsita de plástico. Entonces, uno de los relatores, interpretado por el propio Stone, dice: “Creo que hay un jugador que tuvo un problema en un ojo”. Y luego nos muestra al pobre tipo –al pobre tuerto, ahora–, mientras lo sacan de la cancha, sangrándole el lugar donde solía tener su ojo. Así es Stone. Para él, tener un “problema en un ojo” no es, pongamos, que se te irritó la conjuntiva. No: es que te lo barrieron para siempre y se lo tirarán a los perros.
Esta estética del montaje MTV, del nazi-rock y de la steadycam en el mismísimo culo de los jugadores no podía sino anular la trama y las interpretaciones. En Un domingo cualquiera no hay escenas dramáticas. El plot se ahoga en medio del vértigo de las imágenes. Los actores dicen algunos textos, pero incluso ahí, cuando los están diciendo, Stone viene a refutar –y tal vez sea éste su mérito– una de las frases más estúpidas de la cultura de la imagen, esa que dice que una imagen vale más que mil palabras. Si así fuera, el film de Stone valdría infinitamente más que el Ulises. Y no. Es hora de decir, en medio de este caos grosero y estridente, que, hoy, una palabra vale más que mil imágenes. Sobre todo si esas imágenes son las que, impune y gratuitamente, nos arroja Oliver Stone.
Y vale la pena abundar sobre este asunto. Stone arroja imágenes con la impunidad de su condición de artista tosco, que filma a los golpes, a los martillazos. Ejemplo: dos personajes están hablando y, de pronto, vemos pasar unas nubes veloces contra un cielo casi negro. Nadie sabe por qué y, menos que nadie, Stone. Lo puso y se acabó. Es su estética del vértigo videoclipista. Como cuando vira del color al blanco y negro. ¿Por qué algunas cosas se ven en color y súbitamente estamos metidos en el blanco y negro? Porque sí. Gratuitamente. De este modo, Stone suma, a la impunidad, la gratuidad y, por fin, lo increíblemente obvio. Porque, créase o no, en una peli en la que todo el tiempo se habla de los gladiadores de hoy, vemos sin nada que lo justifique en la trama, al fondo, en un televisor que está ahí por casualidad, la carrera de cuádrigas de Ben-Hur, con Charlton Heston y Stephen Boyd reventándose a latigazos y los carros desbocados y la gente gritando y todo eso. ¿No es demasiado obvio? Nunca lo será para Stone. Porque su arte es ése: someter al espectador por medio del exceso infinito.

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