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El rescate

Todos coinciden en considerarlo la figura más descollante que dio el folklore argentino. Sin embargo, sus grabaciones casi no se consiguen en disquerías argentinas, sus libros están fuera de catálogo y su historia transhumante se conoce poco y mal. Para paliar esa injusticia, a partir de la próxima semana Página/12 ofrecerá a sus lectores durante cinco semanas una extraordinaria serie de grabaciones realizadas en Francia y nunca editadas en nuestro país. A modo de anticipo, Radar recorre la historia del hombre que eligió llamarse Atahualpa por el último Inca y Yupanqui porque en quechua significa “haz de contar”.

Por Víctor Pintos

Es injusto: incluso en su propio país, Atahualpa Yupanqui pertenece a la particularísima clase de hombres trascendentes que son famosos pero desconocidos. Seguramente no habrá quien no lo señale sin dudar como el más grande folklorista que dio esta tierra, pero son pocos los que saben del anhelo profundo de ese hombre que fue libre hasta el último de sus días y así consiguió lo que se propuso desde un principio: que su creación perdiera al creador, que la gente –el pueblo, decía él– recordara versos y melodía sin que importara de quién habían surgido. Ser anónimo. Eso es lo que soñaba Yupanqui. Yo no le canto a la luna, porque alumbra y nada más, comienza la zamba “Luna tucumana”, cuya letra todos sabemos. Para recordar la música sólo hay que balbucear esos versos, y listo. Lo que no todos saben, es que es un tema de Atahualpa Yupanqui. Eso es llegar a ser anónimo.
En “El destino del canto”, un poema que es una especie de legado para los músicos populares que lo continuarían, escribió: “La tierra señala a sus elegidos. Y al llegar el final tendrán su premio: nadie los nombrará, serán lo anónimo, pero ninguna tumba guardará su canto”. Es de lo más significativo señalar que este poema es lo último que grabó Yupanqui en la Argentina, el 4 de octubre de 1979; haría otras grabaciones posteriormente, pero todas en el exterior. Sin habérselo propuesto, ése vino a ser su testamento, como le sucedió a Bob Marley con “Redemption Song”, el emblemático último tema de su disco póstumo, Uprising.
El anhelo de Yupanqui es, de por sí, poesía. Pero por su talento, su profundidad y, sobre todo, su respeto por el silencio y por la tierra no es justo que siga siendo un desconocido. Atahualpa hizo mucho en los 84 años que vivió. Dejó algunas de las más bellas canciones folklóricas argentinas: “Los ejes de mi carreta”, “El arriero” (que Divididos convirtió en un poderoso blues criollo), “Chacarera de las piedras”, “Viene clareando” o “Los hermanos”, por sólo nombrar cinco de las casi tres centenas que escribió y grabó. Además es autor del poema El payador perseguido, una especie de Martín Fierro contemporáneo y otros libros como El canto del viento y Cerro Bayo que hoy, increíblemente, están fuera de catálogo y, por lo tanto, fuera del circuito comercial. A eso debe sumarse una incalculable cantidad de ideas y pensamientos que todavía andan por ahí, en los cerros norteños, en la pampa, en el barrio de Palermo que habitó, al pie del Cerro Colorado donde tenía su maravillosa casa, o en las calles de París que fueron su paisaje durante años. Yupanqui hizo tanto y tan bueno, que sorprende y hasta escandaliza que su música se consiga poco y nada en las disquerías. En las argentinas, al menos. Por eso, el rescate que hará Página/12 a partir del próximo domingo, con la entrega en cinco semanas del material que apareció originalmente en Francia en la caja L’integrale (bautizada Atahualpa Yupanqui Íntegro para su edición argentina, ver recuadro) adquiere una especial significación. Ya es tiempo de empezar a conocer de verdad a Atahualpa Yupanqui.

Para el que mira sin ver
Yupanqui nació como Héctor Roberto Chavero, el 31 de enero de 1908, en Campo de la Cruz, partido de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Su madre, Higinia, era vasca; su padre, José Demetrio Chavero, criollo. “Me galopan trescientos años de América, desde que don Diego Abad Chavero llegó para abatir quebrachos y algarrobos, a hacer puertas y columnas para iglesias y capillas”, escribió en El canto del viento.
Aprendió a tocar la guitarra siendo un niño, en Junín. Y ya a los trece años cambió su Héctor Roberto por Atahualpa, en homenaje al último inca (que, para él, era el gran símbolo de la América perdida). Unos años después, convirtió el Chavero en Yupanqui, por la dinastía que condujo al Imperio Inca en tiempos de esplendor. “Yupanqui viene del quechua”, contó en una entrevista, en 1981. “Soy un conocedor de esa lengua porque en mifamilia algunos la hablaban; los de la parte de Loreto, originarios de Santiago del Estero. De esa zona surgieron, y después se desparramaron por ahí, por las sierras de Alta Gracia o por Mercedes, en San Luis.” Lo que no confesó fue la otra poderosa razón para elegir ese apellido: en quechua, Yupanqui quiere decir “haz de contar, contarás”.
A los diecinueve años, al tiempo que escribía la primera de sus canciones inolvidables (“Camino del indio”), su vida se convirtió en transhumante y fuente de leyenda: viajó por todo el país, casi siempre a lomo de mula y conchabándose en los más variados trabajos, aprovechando para ahondar en los secretos de las músicas ancestrales que encontraba a su paso. Sus pasos se asemejan a los que dieron los folksingers norteamericanos de la primera mitad del siglo pasado, de Woody Guthrie a Pete Seeger: como ellos, Yupanqui fue un itinerante, un hombre en viaje permanente, y así se convirtió en un recopilador de coplas populares y a la vez en un inventorde la poesía más natural que se pueda imaginar.
Cuando promediaban los años ‘40, ya había hecho algunas grabaciones (la primera vez que entró a un estudio fue el 20 de julio de 1936: en una sola sesión grabó seis temas, entre ellos “Camino del indio” y “Vidala del adiós”), tenía ya su prestigio pero poca plata en sus bolsillos, y una vida personal no muy ordenada: ya había tenido tres hijos (Alma Alicia, Atahualpa Roberto y Lila Amancay) con su primera esposa, María Alicia Martínez (de quien estaba separado), y otra hija (Quena del Valle), nacida en Tucumán. Por entonces, dos sucesos le cambiaron la vida. Se casó con Antoinette Paule Peppini (“Nenette”), una concertista de piano francesa nacida en Canadá, que se había radicado en la Argentina una década y media antes, y con quien tendría un hijo (Roberto, El Kolla) y compartiría la vida hasta la muerte y también la música:
Nenette sería su colaboradora y hasta coautora en muchas de sus más importantes obras. El segundo suceso que cambiaría su vida es el peronismo, que por entonces comenzó a gobernar el país. Yupanqui, zurdo para tocar la guitarra y para pensar, se descubrió profundamente antiperonista. La incomodidad se transformó en asfixia en 1947, cuando se afilió al Partido Comunista y comenzaron para él la censura, la persecución, las detenciones y hasta la tortura. “De aquel tiempo tengo el índice de la mano derecha quebrado”, contaría años después. “Me pusieron una máquina de escribir arriba de la mano y se sentaron arriba. Buscaban deshacerme la mano hábil, y no se habían dado cuenta de que soy zurdo.”
En esos años difíciles, su casa de Cerro Colorado se convirtió en un refugio seguro, tanto para él como para su mujer y su hijo más pequeño. A ese lugar del norte cordobés, bello y misterioso por las milenarias pictografías que los indios sanavirones dejaron en sus piedras, había llegado por primera vez a fines de los años ‘30, en uno de sus tantos viajes de trotamundos, cumpliendo el rol de número vivo musical en proyecciones cinematográficas ambulantes, que relataría así en El canto del viento: “Andábamos en un viejo camión, dando exhibiciones de películas mudas. El telón era una sábana cruzada en los caminos, de árbol a árbol. Sabíamos cobrar cincuenta centavos del lao que se puede leer, y veinte centavos del otro lado. Teníamos un público de botas y espuelas, de alpargatas, y casi todos en sulky o de a caballo. Luego se realizaba el concierto, y se ofrecía cinco pesos de premio a la mejor mudanza de malambo. Así recorrimos todo el norte de Córdoba y la región santiagueña, desde Sol de Julio, Ojo de Agua, Sumampa, hasta los venerables jumiales de Salavina. Así se nos pobló el corazón de vidalas y saudades”. De tanto ir a Cerro Colorado, hizo amigos en aquel pueblo. Uno de ellos, don Eustasio Barrera, le regaló un terreno al borde del río Los Tártagos, donde Yupanqui levantó primero un ranchito, y luego una casa que sería, hasta el fin de sus días, su lugar en el mundo. Es cierto que Atahualpa se lo pasaba viajando, y que pasaba largas temporadas en Buenos Aires y enParís, pero su casa estaba en Cerro Colorado, tal como cantó en “Chacarera de las piedras”: Aquí canta un caminante que muy mucho ha caminado, y ahora vive tranquilo en el Cerro Colorado. Caminiaga, Santa Elena, el Churqui, Rayo Cortado... No hay pago como mi pago, ¡viva el Cerro Colorado!.


Los primeros pasos. En Tucumán, con el grupo Aconquija (1941)

Con smoking y gomina, en un estudio. El poeta vestido de gala. (Años 40)

Galopeador contra el viento
En 1949, con la ayuda del Partido Comunista, Yupanqui viajó por primera vez a Europa. Pasó un año tocando y viviendo en París y Budapest. A mediados del ‘50 compartió el escenario con Edith Piaf, y ella se encargó de recomendar al público francés a ese “artista de verdad” que había llegado desde la Argentina. Así comenzó su actividad internacional, mientras en su país estaba prohibido.
En 1952, por desencuentros con la conducción partidaria y también desencantado por la burocratización que vio durante su paso por detrás de la Cortina de Hierro, abandonó el PC. Ese año, poco después de la muerte de Evita, tuvo un corto período de actividad en el país cuando la censura aflojó su acoso, pero la tranquilidad fue breve y volvió a ser perseguido. Recién pudo volver a trabajar aquí en 1955, luego de la caída de Perón, cuando retornó no sólo a los escenarios sino también a los estudios: de aquel tiempo son sus primeros registros de “Chacarera de las piedras”, “Minero soy”, “Zamba del grillo”, “El alazán”, “Lloran las ramas del viento”, “A qué le llaman distancia”, “La humilde”, “La estancia vieja” o “El aromo”, muchos de estos temas escritos a dúo con su esposa Nenette, sólo que ella nunca firmó con su nombre, sino con el seudónimo Pablo del Cerro (Pablo por Paule, y del Cerro porque se sentía parte del Cerro Colorado). Tanto Nenette como su marido sabían que la ortodoxia folklórica nacional no le perdonaría a Yupanqui que compusiera con una mujer y, mucho menos, con una nacida en otro país.
Cuando arrancaron los ‘60, al tiempo que grababa su antológica obra El payador perseguido, Yupanqui comenzó una actividad internacional que ya no cesaría. Esa tarea intensa y nada fácil habla de cómo los “defensores” del folklore y el arte nacional trataban y tratan a sus artistas, porque la verdad es que Yupanqui siempre encontró más trabajo en el exterior que en su propio país. Su hijo El Kolla recuerda que, durante los ‘70, Atahualpa muchas veces levantó sus compromisos en Europa para ver si podía venir a tocar a la Argentina, y que cuando llevaba semanas y semanas en el país sin tener un contrato, solía caer en depresiones. Recién cuando lograba recuperarse, hacía resignado las valijas y se instalaba de nuevo en París, su centro de operaciones.
Yupanqui tocó en los más importantes teatros de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, hizo extensas giras por Japón, grabó en Alemania, México, España, Colombia y Francia, fue aplaudido y admirado por universitarios, intelectuales, colegas suyos y también por gente sencilla. Así se fue haciendo grande y cada vez más sabio. “Siempre tuve la impresión de que mi viejo había vivido desde mil años antes, sólo así podía explicarse el caudal de su experiencia”, dice El Kolla, su hijo. Yupanqui nunca fue adinerado: tuvo una vida austera, por convicción y por necesidad. Sólo llegó a tener un departamento en Buenos Aires, la casa del Cerro y un Citroën 2CV. En París siempre alquiló. Era un solitario. Le gustaba escribir (sus cartas a Nenette –que en la segunda mitad de este año serán editadas en libro– funcionan hoy como una especie de diario personal). No era fácil de tratar, cuentan quienes lo conocieron bien: además de gruñón y terco, también era sincero hasta la médula. Así lo recuerda El Kolla: “En casa era el mismo que subía a los escenarios. Quiero decir que no inventó un personaje: era así. Por eso tenía, ante los demás e incluso ante su familia, una actitud muy distinta a la de una persona común. Estaba profundamente conectado con su propio centro. Sabía que su tareaera comunicar a los hombres, en argentino, que hay otro modo de vivir la vida. Desde el principio fue consciente de que vino a hacer eso. Y eso hizo siempre”.
La vida se le empezó a terminar el 14 de noviembre de 1990, cuando murió Nenette. Él se durmió para siempre sólo un año y medio después, en la madrugada del 23 de mayo de 1992, en Nimes, una pequeña localidad francesa situada a 800 kilómetros de París. La noche anterior debía actuar en un pequeño cine con capacidad para 150 personas, en un espectáculo junto al grupo Los Del Pueblo y al cantante Rubén
Juárez. Pero antes de que comenzara su concierto dijo que se sentía mal y que debía descansar. Recorrió a pie las cinco cuadras que separaban la sala del hotel y se recostó en su habitación. Cuando empezaba a amanecer, a las cinco y media, su corazón dejó de latir. Como tantas otras veces, estaba solo.
Las cenizas de Atahualpa Yupanqui están enterradas bajo un roble, junto a su casa de Cerro Colorado, hoy convertida en museo.

Para el Che

En 1974, Yupanqui grabó en París “Nada más”, una canción que compuso en homenaje a Ernesto Guevara. Este tema permanece inédito en la Argentina, si bien Víctor Heredia hizo una versión en vivo durante el concierto de homenaje al Che en el estadio de Ferro, en octubre de 1997. La versión original de Yupanqui está incluida en el volumen 3 de la colección L’Integrale que ofrecerá este diario a partir del próximo domingo. Ésta es la letra completa:

Teniendo rancho y caballo
es más liviana la pena.
De todo aquello que tuve
sólo el recuerdo me queda.
Nada más.

No tengo cuentas con Dios,
mis cuentas son con los hombres.
Yo rezo en el llano abierto
y me hago león en el monte.
Nada más.

Me gusta mirarlo al hombre
plantado sobre la tierra,
como una piedra en la cumbre,
como un faro en la ribera.
Nada más.

Alguna gente se muere
para volver a nacer.
Y el que tenga alguna duda,
que se lo pregunte al Che.
Nada más.

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