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François-Marie Banier en el Recoleta

El cazador oculto

Escribe, pinta y saca fotos. Incluso escribe y pinta sobre
algunas de sus fotos. Se define como “un celoso guardián de la singularidad ajena” y basta ver sus extraordinarios retratos fotográficos, de personajes públicos y anónimos, para entender cabalmente a qué se refiere. Hasta el 21 de mayo, el francés François-Marie Banier exhibe en el Centro Cultural Recoleta su multifacética obra. Radar recoge en estas páginas algunos de sus extraordinarios retratos y reproduce una conversación de su autor con el crítico de plástica Raúl Santana.

Por Raúl Santana

Mediados de enero, París Saint-Sulpice, en el atelier de Banier.
¿Su fotografía es metonímica?
–Discúlpeme pero no sé lo que quiere decir metonimia. Usted va a conseguir que me ponga a reflexionar acerca de mi falta de reflexión como artista. Sé que estoy enamorado de cada forma única, su paso por la tierra tiene para mí el valor de una aparición. Tiempo atrás, cuando fotografié a una de mis primeras modelos (las hermanas gemelas que frecuentaban el barrio VII de París), al salir de su casa pegadas una a la otra, como un solo personaje, eran una página viva de Poe. ¿En qué estado se despertaban? ¿De qué color era el empapelado de su casa? ¿Y el de sus sueños y conversaciones? O la mujer de la pipa, parada en la puerta de ese café de Madrid, insecto fugado de una página de La balada del café triste de Carson McCullers, ¿a qué pregunta responde, con esa certeza clavada en la mirada? Cada vez que me conmueven esos seres anónimos llenos de sentimientos, les pido limosna con mi sombrero... Comprenderá que mi sombrero es la cámara de fotos. Si entiende por metonimia una asociación de ideas, una construcción interior que debe tranquilizar más que una convulsión interior, entonces mi fotografía es metonímica. De todas maneras, es lo que usted quiera: lo que usted hará de ella.


Vladimir Horowitz, Nueva York, 1985.

Madeleine Castaing, París,1981.

¿Usted dirige sus sesiones?
–¿Dar órdenes para hacer sonreír ante la cámara o levantar la cabeza? Claro que no. Fotografiar es tener entre las manos una placa sensible. No estamos en la guillotina. Ya sea tomando fotografías en la calle, haciendo un reportaje en Sarajevo o trabajando en un estudio para una agencia de publicidad, la calidad del fotógrafo se mide en el momento en que su dedo presiona el disparador para hacer tambalear la vida que huye. El fotógrafo dice: es así y no de otra manera, y para siempre. Si se equivoca, es un asesino. Peor: un traidor. Peor todavía: un idiota. Uno puede corregir sus palabras. En la fotografía, jamás. Ahí está el reto.
¿Qué relación tiene usted con sus modelos?
–Nuestra mirada es a menudo superficial y prejuiciosa, gastada por la rutina. Nos conformamos tan fácilmente con nuestros límites... Y es raro que la verdad corrija nuestros errores, todavía no la he visto golpear a nuestra puerta para decirnos: “Ustedes se equivocan, no era así”. La fotografía dialoga, es inagotable. Tome el retrato de Rimbaud por Carjat, o la Marilyn Monroe de Avedon: son como cartas muy hermosas que uno puede releer cien veces y descubrir sin cesar otra cosa. Mi obsesión es capturar la novela de la vida de cada uno. Así como el peso de todo el libro está presente en cada frase de Flaubert, yo estoy todo entero en cada una de mis fotos.
¿Todo entero?
–Cuando tomo una foto, no puedo abstraerme de mi situación. Del niño que fui, de la gente que conocí, de mi identidad a la hora del disparo. Una vez Cartier-Bresson me reprochó que yo hacía en cada foto mi propio retrato. Pero el fotógrafo, aun cuando fotografía un felpudo en forma de erizo, no está impávido, no es un espejo. En cada uno de los paisajes de Kertesz encontramos toda la tragedia del Tratado de Versailles que secciona a Hungría, la hace picadillo. No estoy al tanto de todo lo que ocurre en el mundo pero sé de la injusticia, de la tortura. El año pasado vi en el Centro Recoleta las fotos de los desaparecidos. Y ya no se puede fotografiar a un hombre en la Argentina sin tener conciencia de las a-trocidades cometidas por los militares. Federico Peralta Ramos, aquel personaje de Buenos Aires, siempre decía: “Dios dirige el tráfico”. Un optimista: hace rato que Dios descansa. En cuanto a los muertos, estoy menos seguro: creo que quienes aparentemente nos han dejado solos en la tierra se ocupan de nosotros. Guían nuestros pasos, nos acompañan, nos ofrecen aquí y allá eslabones de la cadena.


Samuel Beckett, Tanger, 1978.

¿Se siente expresionista?
–En el expresionismo prevalece la emoción. En mi caso, ella es la detonadora, la razón de ser del gesto creador. Después se ponen en funcionamiento otras maquinaciones: narrativas, espirituales, políticas, estéticas, según ciertos mecanismos que no comprendemos. Sea cual sea mi gusto por las formas y el movimiento espontáneo del modelo, mi fotografía es interior. Lo humano se esconde detrás de tantas informaciones falsas y tantos automatismos, que para hacer un retrato justo hace falta superar todas sus vías muertas y encontrar el milagro: la expresión de lo único. Esto no quiere decir ser expresionista sino ser el celoso guardián de la singularidad ajena.
¿Cómo escogió la fotografía?
–Yo no me daba cuenta adónde me metía. Era una época en que la escritura era todavía muy lenta para mí: problemas de sintaxis, de concepción, de construcción del personaje o el no-personaje, la nonarración, el asunto del punto de vista... Tenía urgencia por mostrar mi visión del mundo y esas decisiones que surgen por doquier. Cuando cumplí dieciocho años me hice un autorretrato subido a una silla, como si más alto fuera a recibir más luz. Es una foto que hoy no puedo ver. Me recuerda toda la tristeza y el dolor de aquellos tiempos.


“fotografías de esa gente sola que camina por las calles de la ciudad” que Banier comenzó a sacar para hacerlo reír: Les Jumeaux (1997), Rue du Regard (París, 1981)

¿Los primeros fotógrafos que lo marcaron?
–Mi padre era húngaro y también practicaba la fotografía, pero con esa cámara que se llevaba en el vientre: ese ojo en el estómago que obligaba a inclinarse como una rata, si cabe la imagen, para mirar por el objetivo. Hay sonrisas forzadas en esas fotografías, e incluso los objetos dan la impresión de haber encogido. El trabajo de mi padre era la publicidad. Admiraba a Kertesz, Brassaï, Cartier-Bresson, Bill Brandt. Un día, viendo las fotografías de Moholy-Nagy, comprendí que la fotografía podía ser movimiento en el interior de un plano fijo. También descubrí que toda buena fotografía implica una aritmética. Mi padre, con quien nunca hablé de nada, me contagió no obstante su obsesión, cada vez que abría un diario: la diagramación de una página. Recomponía o alababa a Man Ray, Lartigue, Peter Knapp, Cassandre, Guy Bourdin. Intentaba comprender por qué esas obras eran universos inevitables.
¿Cuáles fueron los primeros temas de sus fotos?
–Después de 1970, siendo amigo íntimo de Yves Saint-Laurent que vivía una vida muy recluida, un día, acaso para hacerlo reír, quise mostrarle que no éramos los únicos solitarios en la tierra. Despliego delante de él las primeras fotografías de esa gente sola que camina por las calles de la ciudad: mujeres viejas con bolsas de mercado, locos envueltos en frazadas como enormes muñecos de nieve... Yves era muy sensible a este universo, era una época en la que escribía mucho. Sus personajes (un portero con su manguera en el patio de un edificio, una mujer estúpida que amonesta a su amante hueco y triste, una actriz que se pierde dentro de sus personajes y se confiesa con su asistente de vestuario, el propio Yves puesto en escena sin ninguna contemplación) eran tan poderosos como mis héroes de lo cotidiano que le llevaba como tesoros todas las semanas.
Hay toda una galería de retratos de famosos en su obra: Beckett, Horowitz, Silvana Mangano, Nathalie Sarraute, Yves Saint-Laurent...
–El corazón de mi trabajo no es acumular retratos de diferentes personas. He fotografiado a miles de individuos, pero a aún más ausentes. Ausentes en los ojos, en el corazón. Muchas veces me he preguntado si la gente no me encargaba su retrato por ese otro que les falta, que ven sin verlo, al que les gustaría eternizar. Hay tanto de invisible en el arte...

Fragmento del reportaje de Raúl Santana incluido en el catálogo de la muestra Fotos y pinturas de François-Marie Banier.

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