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El capitalismo flexible
y la corrosión del carácter

Por Richard Sennett

Durante los últimos años he asistido regularmente a una reunión invernal de líderes de la economía y de la política en el pueblo suizo de Davos. A Davos se llega por una estrecha carretera que atraviesa los Alpes; el pueblo se extiende a lo largo de una calle bordeada de hoteles y tiendas para esquiadores. Thomas Mann ambientó allí La montaña mágica, en un gran hotel que fue sanatorio para tuberculosos. Pero, durante la semana del Foro Económico Mundial, Davos da alojamiento al poder, más que a la salud.
Davos está dedicado al calentamiento económico global, y su centro de conferencias está a rebosar de ex comunistas que ensalzan las virtudes del libre comercio y el consumo indiscriminado. Una prueba del papel dominante de Estados Unidos en el nuevo capitalismo es que la mayoría de los asistentes habla un muy buen inglés. El Foro Económico Mundial funciona más como una corte que como un congreso: sus monarcas son los regentes de los grandes bancos y empresas internacionales. Los cortesanos hablan con fluidez y en voz baja, siempre a punto de solicitar un préstamo o de concretar una venta. A esta semana de Davos sólo acude gente del más alto nivel, pero la atmósfera cortesana está contaminada por cierto temor: el de quedar fuera de combate y ser excluido de este nevado Versailles.
Una especie de resentimiento familiar me ha venido trayendo año tras año a Davos como observador. Mi familia estaba formada por activistas de izquierda. Mi padre y mi tío lucharon en la Guerra Civil Española; al principio combatieron contra los fascistas en España, pero al terminar la guerra lucharon también contra los comunistas. El desengaño posterior al combate ha sido la historia de gran parte de la izquierda americana. También mi generación tuvo que olvidar las esperanzas que nos cautivaron en 1968, cuando la revolución parecía a la vuelta de la esquina. La mayoría hemos terminado descansando, algo incómodos, en esa nebulosa situada justo a la izquierda del centro, donde las palabras ampulosas son más importantes que los hechos.
Aquí, en las pistas de esquí de Suiza, vestidos como si en efecto fueran a practicar este deporte, están los vencedores. Mi pasado me ha enseñado una cosa: sería fatal tratarlos como a simples malvados. Mientras la gente como yo se ha acostumbrado a albergar una especie de sospecha pasiva hacia la realidad existente, la corte de Davos rezuma energía, defiende los grandes cambios que han marcado nuestro tiempo: nuevas tecnologías, ataque a las rígidas burocracias, defensa de la flexibilidad y las economías transnacionales. Pocos de los que he conocido en Davos comenzaron igual de ricos y poderosos: éste es un reino de gente que “ha llegado”, y muchos de sus logros se los deben a la práctica de la flexibilidad.
El hombre de Davos más conocido por el público es Bill Gates, el ubicuo presidente de Microsoft. Cuando su cabeza gigante apareció en persona y a la vez en una enorme pantalla de televisión, algunos de los tecnólogos presentes comenzaron a murmurar; para ellos, la calidad de los productos Microsoft es mediocre. Sin embargo, para la mayoría de los ejecutivos Bill Gates es una figura heroica, y no sólo porque ha construido una gran empresa a partir de cero: es el epítome mismo del magnate flexible, como se demostró hace muy poco cuando descubrió que no había previsto las posibilidades de Internet. Gates hizo girar sus inmensas operaciones alrededor de una moneda de diez centavos, y reorganizó el foco de su empresa en busca de la nueva oportunidad del mercado.
Cuando yo era niño, tenía una colección de libros llamada The Little Lenin Library que explicaba gráficamente el carácter de los capitalistas. Una lámina especialmente espeluznante mostraba al viejo Rockefeller como un elefante que aplastaba a los desafortunados trabajadores con sus enormes patas, cargado de locomotoras y torres de petróleo. Puede que el hombre de Davos sea implacable y codicioso, pero Gates –como otros barones de la tecnología, capitalistas de riesgo y expertos en la reformulación de empresas que se reúnen ahí– parece no padecer la obsesión de aferrarse a las cosas. Sus productos aparecen con fuerza en elmercado pero con la misma rapidez desaparecen (Rockefeller, en cambio, quería poseer por mucho tiempo todo lo que adquiría, fueran pozos de petróleo, edificios, maquinaria o carreteras). La falta de apego duradero parece caracterizar la actitud de Gates hacia el trabajo; es en todos los aspectos un competidor inescrupuloso, y las pruebas de su codicia son vox populi, pero es igualmente capaz de destruir lo que ha hecho, según las exigencias del momento inmediato. Tiene, si no la capacidad de dar, sí la capacidad de desprenderse.
Esta falta de apego duradero está relacionada con la tolerancia a la fragmentación. Puede que sólo sea la necesidad económica lo que hoy impulsa al capitalista a apostar por muchas posibilidades al mismo tiempo. Estas realidades prácticas requieren, no obstante, una fuerza particular del carácter: la seguridad para moverse en el desorden y florecer en medio de la dislocación. Los verdaderos vencedores de hoy no sufren por la fragmentación. La capacidad de desprenderse del pasado, la seguridad necesaria para aceptar la fragmentación son dos rasgos de carácter que se manifiestan en Davos entre las personas que de verdad se sienten cómodas en el nuevo capitalismo. Y esos mismos rasgos de carácter son los más destructivos para los que trabajan en escalones más bajos del régimen flexible: los que corroen el carácter de los empleados corrientes que tratan de jugar de acuerdo con estas nuevas reglas.

El siguiente fragmento pertenece al libro La corrosión del carácter, un extraordinario ensayo del sociólogo Richard Sennett sobre las consecuencias del “capitalismo flexible” en los trabajadores, que acaba de llegar a librerías editado por Anagrama.

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