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Patologías - Cuando los Rockers Enloquecen

Los extraños del pelo largo

Pocos han merecido tanta atención por sus desvaríos psicológicos como los rockeros: dan conferencias de prensa en la cama, reconocen públicamente creerse Peter Pan, empiezan a rezar el Padre Nuestro sobre el escenario, se ordenan como sacerdote y delatan a sus amigos drogadictos. Aprovechando el dossier “Cuando los rockeros enloquecen”, publicado por la revista especializada Q en su último número, Rodrigo Fresán confecciona una historia clínica con los casos más agudos y recurrentes de la historia del rock. ¡Salud!

Por RODRIGO FRESAN

Cuando Francis Scott Fitzgerald apuntó aquello de “los escritores no son personas exactamente” lo dijo porque no había conocido -por razones obviamente cronológicas– a ningún animal del rock and roll. Comparados con cualquiera de ellos, los escritores son bastante personas y el pobre de Scott hubiera dormido más tranquilo pensando que sus festivos exabruptos e irresponsabilidades financieras no eran nada en comparación con los actos y dichos de esos seres que han definido buena parte de los modales de la segunda mitad del siglo XX.

EL VIRUS Hay algo desde el vamos perturbador en la condición del rocker: el exceso es su razón de ser y su necesidad de mutar constantemente está digitada por el hecho de que su público natural son los adolescentes, individuos de personalidad frágil si la hay. Los rockers no son personas exactamente porque no saben cómo. Si les va muy mal, entran en una especie de espiral polimorfo y perverso donde están dispuestos a probar cualquier cosa con tal de cambiar la polaridad del asunto; y si les va muy bien se descubren víctimas de un pacto fáustico que los obliga a ser cada vez más novedosos (y, en más de una ocasión, decididamente ridículos). El problema del rock, los grandes culpables y pacientes cero a la hora de contagiar el virus fueron cuatro muchachos llamados John, Paul, George y Ringo. Antes de su conversión de orugas de campera de cuero a mariposas tecnicolores en mitad de su largo y sinuoso camino, a nadie se le había ocurrido que el rock, esa música para sacudirse, podía elevarse a fenómeno estético de consideración. Antes, todo era “be-bop-a-lula”, “lououie-lououie” y “tuttifrutti”: chicle y testosterona. La aceptación de los Beatles como pasto intelectual –en combinación con el advenimiento de la mirada warholiana sobre lo popular– no sólo posibilita las retrocanonizaciones (desde Robert Johnson a Buddy Holly) sino que obliga al resto de la manada a la compulsión, la enfermedad, y nada parece indicar que alguien se haya preocupado por llamar al doctor.

EL SINTOMA El quid de la cuestión parece estar en un narcisista complejo de inferioridad. Los muchachos empiezan desde abajo, ensayan en el garaje de Papá y le piden a Mamá que les cosa ropa vistosa hasta que, de golpe, están en la tapa de los diarios y tocan para la Reina o en la Casa Blanca. Si la celebridad ha sido un asunto históricamente peliagudo para los artistas, los músicos de rock dan siempre la sensación de que acaban de recibir una sesión de electroshock de la que no se reponen nunca y que los lleva a creerse capaces de elevar hasta de lo sublime esa actividad que al principio era simplemente diversión. De ahí, los libros, las películas, los álbumes conceptuales, las óperas rock, lo que venga. Cuanto más grandilocuente y llamativo y ávido de trascendencia, mejor. Si no hay nada debajo, no importa. Lo que importa es no conformarse con ser un simple rocker. Hacer la mayor cantidad de cosas posible. Ser renacentistas, volver a nacer, molestar. Mucho.

LOS CASOS La edición de mayo de la revista Q anuncia en tapa con letra catástrofe ¡CUANDO LOS ROCKERS ENLOQUECEN! y ofrece un desopilante informe sobre los cien momentos más demenciales en la historia del fenómeno. Su lectura produce, primero, carcajadas y, enseguida, cierta tristeza ante la evidencia de la profunda insatisfacción que siente esta gente. ¿Los ricos también lloran? Si son rockers no sólo lloran: también se mandan colosales cagadas, incomprensibles para cualquier ciudadano medianamente cuerdo. El artículo de Q es una especie de bizarra guía Guinness de excesos dignos de Calígula y permite, a partir de sus cien casos paradigmáticos, la sistematización de ciertas conductas recurrentes del rocker enloquecido, o enfermo. Y, como con las enfermedades, estos “casos” deberían llevar el apellido de su más dedicado cultor. Veamos:

1 Síndrome de Lennon Dícese de la necesidad irrefrenable de hacer el ridículo pensando que dicha “transgresión” cumple una función benefactora para la humanidad toda. Se manifiesta en la enunciación de las frases más incorrectas en el lugar menos indicado (“Los Beatles son más grandes que Cristo”, en el corazón de la Norteamérica más reaccionaria), en el acto de sentirse portavoz y elegido metiéndose adentro de una bolsa y atendiendo al periodismo en la cama, en la composición de brillantes jingles antimaterialistas desde una palaciega mansión campestre, en la creencia de que es vanguardista casarte con una persona mediocre en el arte y astuta para los negocios. Dibujar mucho, escribir mucho, dejarse filmar mucho mucho mucho. Tener la necesidad de demostrar constantemente que se es culto, mediante el procedimiento de leer un libro al año y no parar de hablar de él. Abogar por la Paz Universal mientras se odia a todo el mundo. Sufrir infancia dickensiana, negar el formidable pasado, enaltecer un opaco presente, asegurar que uno vive con la mujer de su vida (y que después se descubran diarios en los que uno se refiere a ella como “vaca japonesa”), asegurar que se tendrá una muerte prematura y violenta, y acertar. Ser responsable directo de la idea de que el rock (y, por lo tanto, los rockers) pueden y deben salvar al mundo. Variaciones burguesas de este síndrome: el Stingo (que viene acompañado de un cacique amazónico, y que se manifiesta en el uso recurrente de las palabras Amnesty, Greenpeace, el uso de calzado Reebok y la práctica del sexo tántrico).

2 Mal de Bowie necesidad irresistible de ser más moderno que nadie. Obliga a cambiar constantemente de estilo y de credo. A ser tan diferente todo el tiempo que se empieza a perder la noción de quién toca ser ese día. Este mal lleva a cometer errores garrafales –siempre con mucha gente delante– como mezclarse con satanistas que te roban tu materia fecal; recibir a una multitud de fans en Victoria Station con el saludo nazi; caer de rodillas y empezar a rezar el “Padre Nuestro” durante un concierto en homenaje a Freddie Mercury; estar convencido de que se es un buen actor de cine; vestirte de mujer porque te gusta pero afirmar que es un acto transgresor; haber sido mimo y estar orgulloso de ello; organizar una gira a partir de la idea de una gigantesca araña de cristal y llamar a Peter Frampton como guitarrista; fundar una banda en la cual “desaparecer”, renegar de todos tus hits como solista, jurar que no volverás a tocarlos en vivo y arrepentirte de ello al año siguiente. La versión femenina de este flagelo responde al nombre de Madonnitis y sus víctimas se descubren cierta mañana como ninfómanas fashion para, por la tarde, mutar a madre milenarista y yogui-hippie un tanto craquelé. En resumen: la necesidad de convertirse en otra persona y otra y otra y otra, no para mejorar sino simplemente para ir tachando las posibilidades de una larguísima lista. Momentos interesantes: Marvin Gaye como jugador de fútbol americano, MC Hammer gangsta, Paul Weller incursionando en la House Music, Miguel Mateos “comprometido”, Patricia Sosa sex-symbol, Andrés Calamaro dylanizándose.

3 Bobimia variante más exquisita del Mal de Bowie y puesta en marcha por Bob Dylan. Aquí lo que importa no es ser moderno sino simplemente ser impredecible. Empezar como cantante de protesta; mutar a mesías psicodélico; reaparecer como trovador folk-noir; devenir optimista burgués country; pasar por los blues del divorciado (atención a los síntomas, no confundirlo con el Síndrome Lennon); convertirse al cristianismo, desaparecer; aparecer en el video de “We Are the World” haciendo caras raras; tocar en Live Aid haciendo caras más raras todavía; cantar lo que se te cante y grabarlo; lanzar cada tanto un disco magistral que desconcierte en serio a toda la concurrencia y te haga el más grande a partir de la pequeñez de los demás. Envejecer con estilo y sin molestar a nadie. Nueva mutación de este bacilo: la Beckitis.

4 Delirio de Harrison Convertirse a una religión oriental como excusa para aprender a tocar instrumentos raros, grabar discos más aburridos quebailar con tu hermana monja y promover a demasiados artistas de nombre impronunciable. Ser étnico, comprar barato un gurú barato. Decir que el rock ha muerto. Meditar de más. Ordenarse como sacerdote y delatar a la policía a los amigos drogadictos (variante Sinead O’Connor) o, peor todavía, hacerse amigo de Charles Manson (variante Beach Boys). Ignorar la figura de Leonard Cohen y a cualquier otro que no intente convencer a nadie con sus inclinaciones budistas. Visitar a otros convalescientes del mismo mal, como Carlos Santana, Peter Gabriel, David Byrne, Manu Chao. Preocuparse si se empieza a pensar profundamente en cosas como el rock mexicano o venezolano o colombiano o egipcio o nigeriano.

5 Patanismo Conducta antisocial derivada de la cultura futbolística y de la vida como hooligan. Originaria de Gran Bretaña pero universalmente extendida. Promover el tratamiento de rivalidades musicales como si se tratara de asuntos de importancia universal. Ser mediocre. Ser bocazas. Rozar lo nazi. Pelearte con tus compañeros de banda. Decir estupideces con acento proletario, beber mucho, casarte con modelos y/o actrices de segunda: Rolling Stones, Oasis, vamos las bandas.

6 Fiebre de Pepper A partir de la escucha del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, creer que ya no tiene sentido dedicarse a escribir buenas canciones. Los mismos Beatles decidieron que no les alcanzaba con los discos y decidieron crearse un país propio con películas como Magical Mistery Tour y boutiques nada redituables como The Fool. Lo importante ahora son los “conceptos”, las óperas-rock y los montajes monstruosos. Uno de los principales contagiados de este mal es el líder de una banda llamada The Who, quien se aboca a propagar por el mundo el Townshendismo con obras a veces interesantes por su percepción sociológica (Quadrophenia), a veces estúpidas por su pretenciosidad (Tommy) y a menudo francamente incomprensibles (Lifehouse y Psychoderelict). Más logrado es el Floydismo (cuyas manifestaciones adoptan nombres como The Dark Side of the Moon, Wish You Were Here, Animals, The Wall y The Final Cut). Especialmente peligroso es el patetismo positivista Yes y sus degeneraciones Wakemanistas (que llevan al paciente a tocar teclados envuelto en una capa y mezclar Holiday On Ice con el Rey Arturo). Películas peligrosas: La canción es la misma, The Wall, Give my Regards to Broad Street, Adiós Sui Generis, Purple Rain, Peperina, Tango Feroz.

7 Setentismo suerte de gigantismo musical del que adolecen ciertas víctimas incurables de los ‘70, con especial debilidad por el rock barroco combinado con satanismo y maquillaje (Alice Cooper, Kiss), las bandas de heavy-metal grabando con orquestas (Deep Purple), los disfraces o referencias al esoterismo celta y los gnomos (Peter Gabriel, Led Zeppelin), las teorías críptico-sónicas (Robert Fripp, Brian Eno). El mundo entero sufre aún las consecuencias de esa década infame súbitamente revalorizada. Otras de las señales de que el Apocalipsis está cerca.

8 Necrofilia Glamour víctimas del mantra si-está-muerto-era-un-genio, por más que exista abundante evidencia en contrario. El caso Jim Morrison es el más representativo, pero se proyecta hasta alcanzar a figuras como Tanguito, Federico Moura y Miguel Abuelo. Ayuda haber muerto joven. Pensar en Sid Vicious, Janis Joplin, Freddie Mercury, Michael Hutchence, Jeff Buckley... la lista es demasiado larga. La muerte inmortaliza y consagra. Pocas disciplinas más necrófilas que el rock. Mi Luca Prodan es más grande que el tuyo y contar anécdotas incomprobables. Asegurar que el beatle muerto Stu Sutcliffe era un gran artista plástico. Variante interesante: volverse loco como método para certificar la genialidad (Sid Barret, Rocky Erickson, Vince Taylor, Brian Wilson). Indispensable aspirar a que filmen una película con tu vida.

9Woodstockia Pasión festivalera que se repite cada veinticinco años, durante la cual una cantidad respetable de gente que no se tolera entre sí se junta en nombre de una buena causa a menudo difusa, como una exaltacióndel barro, lo tribal y tres días de paz y música. Las recaídas deben tener necesariamente auspicio contante y sonante de gaseosas globales y obligan a prenderle fuego a todo, no como muestra de pasión y rebeldía sino en señal de protesta porque los panchos están muy caros.

10 Jacksonemia Enfermedad tan extraña y poderosa que se ha registrado un solo caso. Todas las enfermedades rockeras van a dar aquí. Insuperable. Nadie se ha atrevido a tanto en tan poco tiempo. Algunos síntomas: vivir en un DisneyWorld privado; ponerse la cara de Diana Ross, pedir en matrimonio a Elizabeth Taylor y casarse con la hija de Elvis; comprar el auténtico esqueleto del Hombre Elefante y el catálogo de Los Beatles; tener un mono por mascota y componerle una canción de amor a una rata asesina llamada Ben; bañarse en Perrier y dormir en una cama de oxígeno; protagonizar videos rescatando al planeta de un holocausto ecológico y actuar en vivo fingiendo una crucifixión pública con resurrección incluida; mandar a construir estatuas de uno mismo y pasearlas por el mundo como promoción del nuevo disco; ser acusado de delitos graves y llegar a multimillonarios arreglos fuera de tribunales; tener hijos con una enfermera; sentirse Peter Pan y, además, reconocerlo públicamente; odiar a los padres, traicionar a los hermanos y amar a los niños. A todos.

CONCLUSIONES El análisis puntilloso de las cien anécdotas que componen el artículo de Q o de cualquier otro bestiario del rock no nos hace más sabios precisamente pero permite bosquejar diez útiles consejos aplicables a todas las latitudes: 1) Nunca construyas tu propio estudio, nunca decores tu propia casa; nunca uses bates de béisbol para otra cosa que no sea jugar al béisbol ni creas que escribiste una buena historia para el cine por el simple motivo de que alguien como Wim Wenders decida filmarla; 2) No inventes un idioma propio porque, a menudo, el resto de la gente no lo entiende, o piensa que has recibido una educación deficiente (y nunca, nunca te despidas diciendo “¡Gracias... Totales!”); 3) No incurras en conductas consideradas perversas por la sociedad, como cuando Chuck Berry montó un restaurante con cámaras ocultas en el baño de mujeres; 4) No te pases con las drogas y otras sustancias controladas, ni te zambullas a una pileta desde una habitación de hotel en un noveno piso, ni intentes una adaptación de la Crítica de la Razón Pura al Kabuki con música para Theremin y orquesta sinfónica; 5) No insistas con eso de ser Jesús reencarnado por el simple hecho de que mucha gente paga una entrada para verte; 6) Repite todas las mañanas frente al espejo: No sólo no estoy capacitado para salvar al universo, a las ballenas, a Irlanda o a Etiopía, sino que además nadie espera que lo haga); 7) De acuerdo, es nada más que rock’n’roll, pero no está tan mal como para que sea otra cosa (y, si no, ver todas las veces que sea necesario la película This Is Spinal Tap); 8) No te metas en política, no sabes nada de política, y no te preocupes: a esta altura, nadie sabe; 9) No intentes llevar tus propios negocios (existe un animal llamado “contador” y, si James Brown fue a la cárcel por no pagar sus impuestos, tú también puedes ir); 10) No construyas estatuas de ti mismo (no es elegante y es contrario a los preceptos de la mayoría de las religiones reconocidas, y conviene recordar lo que pasó con todas esas estatuas de próceres soviéticos después de la caída del muro).
Y, en caso de que no puedas cumplir con estos preceptos, al menos encárgate de jurar y perjurar que nunca te hiciste una cirugía plástica (decir que lo que pasó es que tu piel te cambió de color); no anuncies a los cuatro vientos que te vas a vivir a un castillo de Varsovia (si piensas construir allí un gigantesco parque de diversiones pata ti solo); aprende a volar para irte a otro planeta (ya que el mundo no quiere que lo salves) pero no olvides llamar a David Bowie para darle tu nuevo número de teléfono y decidir juntos a quiénes invitar a tu propio Woodstock privado.

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