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Once y medio

Por Marcelo Birmajer

Mi mejor amigo de la primaria se llamaba Néstor Burman. Ibamos juntos al colegio Pueyrredón, en la calle Boulogne Sur Mer, entre San Luis y Lavalle. Habitualmente, después de clase caminábamos hasta su casa y yo era invitado a tomar la leche. Teníamos diez años y nos sentábamos a mirar la tele en un televisor blanco y negro del tamaño de un puño. Entre los dos, en el sofá, se sentaba el hermano menor de Néstor, Daniel, de tres años, que con sus balbuceos y morisquetas aportaba una historia paralela a la de la minúscula pantalla.
Pasaron veinte años sin que nos viéramos. Nunca hubiera imaginado que las historias de Daniel crecerían de tal modo que llegaría a verlas en una pantalla gigante. Pero mientras disfrutaba de su película, no podía dejar de pensar que tal vez el corazón de esta trama llamada Esperando al Mesías latía en aquel televisor infinitesimal blanco y negro (más pequeño aún que el televisor del personaje de Stefania Sandrelli en la película), encendido cotidianamente para recibir a dos amigos que regresaban de la escuela por las calles del Once.
El Once que narra Daniel Burman en su película tiene otra topografía: pilotes amarillos o color ladrillo, vallas de protección, guardias. Burman me cuenta que, aunque muchas puertas se le abrieron, no pudo filmar los gendarmes y el resto de las medidas de seguridad que conforman la extraña cotidianidad del barrio desde mediados de los ‘90. Según Burman, la película es un “fresco posmenemista”, con el fuerte impacto de los atentados contra la embajada de Israel y la AMIA, la caída financiera de varias instituciones comunitarias (vinculadas a los cierres de los bancos Mayo y Patricios) y la consecuente “pérdida de confianza en los líderes de la comunidad”. Su propósito fue contar la historia de la ruptura de dos burbujas: la de un muchacho judío que se siente protegido pero a la vez abrumado por los ritos y los afectos, y la de un bancario que pierde su estabilidad económica y sentimental (y se dedica, desde entonces, a recuperar los documentos de identidad de las carteras robadas).
Héctor Alterio (descollante), Daniel Hendler, Stefania Sandrelli, Enrique Piñeyro y Melina Petriella componen una serie de personajes de una sutileza muy inusual, para narrar una trama delicada, en la cual la falta de énfasis es precisamente la difícil virtud a cuidar. “Creo que Chejov tiene una frase que dice que la felicidad no es más que la búsqueda de la felicidad. Yo creo que la identidad es la búsqueda de la identidad. Y, en esa búsqueda, uno se encuentra con un montón de herramientas, muchas útiles para vivir, y también para hacer una película”, dice Burman.
–¿Vio tu mamá la película? –le pregunté.
–Cuatro veces. Y me dio algunas de las claves más importantes acerca de lo que yo había puesto en esta historia, y que yo mismo no había terminado de ver: me ayudó a entender la idea de que mis personajes, más que encontrar una solución, aprenden a convivir, y por momentos a disfrutar, de una vida sin soluciones.
Daniel Burman nació en 1973. Después de haber intentado infructuosamente comprender sus frases cuando tenía tres años, lo siguiente que supe de él fue Un crisantemo estalla en cinco esquinas, su debut cinematográfico en 1996, que tampoco terminé de entender. “A diferencia de Un crisantemo..., en esta película, pensar en el público fue parte del proceso de producción”, dice Burman (mientras conversamos, el productor, Diego Ducovsky, le informa por celular cuántas personas entran a cada sala en la primera función matinal de este jueves de estreno). En Esperando al Mesías, se produjo para mí el efecto benéfico: un director de cine que nos permite acercarnos a sus propias preguntas, no muy interesado en entenderse a sí mismo, pero sí en que el público entienda su trama. Tal vez por eso recién ahora comienzo a comprender la cosas que me decía Daniel Burman a los tres años, junto a una tele de diez centímetros enblanco y negro, en las tardes plácidas de un Once en partes distinto y en partes igual.

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