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cine: Se estrena el Autorretrato de Godard en la Lugones

La guerra de un
hombre solo

Con más de ochenta películas filmadas y recluido en su casa suiza a la que muchos se refieren como “una torre de cristal”, en 1995 y recién a los 65 años, Jean-Luc Godard decidió que había llegado la hora de “hacer un autorretrato que fuera fiel a lo que pienso”. Lamentablemente, en la Argentina hubo que esperar cinco años para que se estrenara JLG/JLG (Autorretrato de diciembre), dentro del ciclo que la sala Leopoldo Lugones le dedica al cine francés inédito y al cineasta que se aventura a declarar la muerte del cine junto
a la del siglo que lo vio nacer.

Por Alan Pauls

En JLG/JLG, la joya cabizbaja que filmó en 1995 para “los herederos de Léo Gaumont”, Jean-Luc Godard despliega un día de su vida en el mes de diciembre, del áspero diciembre de Rolle, el pueblito suizo a orillas del Léman donde vive desde hace casi veinte años. Tratándose de Godard, como es obvio, “despliega” es sólo un decir. El día no progresa, y si es difícil distinguir la hora a la que se abre el film de la hora a la que se cierra no es sólo culpa del plomizo cielo de invierno que acecha sobre Rolle: es culpa de Godard –el único artista realmente brechtiano del siglo XX–, para quien las cosas, más que avanzar, se mueven, cambian por saltos y zigzags, choques y colapsos, y también es culpa del género que tenía en la cabeza al concebir la película. JLG/JLG no es una autobiografía, ni un diario íntimo, ni una memoria de cineasta: es un autorretrato (“Autorretrato de diciembre”, dice el subtítulo). Es decir: algo –una forma, una mirada, un dispositivo reflexivo– que Godard importa del más allá de la pintura para desestabilizar una vez más ese más acá que es el cine: para ver hasta dónde puede llegar con el cine. Y en un autorretrato nada progresa; un autorretrato es un corte, un estado, una “porción de vida”: la minúscula muestra de sangre que se coloca entre dos láminas de vidrio para examinarla bajo el microscopio.
Algunos pormenores de la agenda del día según JLG/JLG: sentado a un escritorio modesto y monástico, Godard toma notas en un bloc bajo una luz lánguida; medita y salmodia sobre el arte y la cultura (“La cultura es la regla, el arte es la excepción: forma parte de la regla el querer matar a la excepción”); vagabundea desabrigado a orillas del Léman mientras oye, entre otras cosas, la banda sonora de Johnny Guitar, donde Sterling Hayden sigue desangrándose de amor ante Joan Crawford; va escribiendo en hojas rayadas todos los títulos de las películas que no filmó (“El único rubro en el que mi filmografía iguala a la de Raoul Walsh, que hizo alrededor de 1300 o 1400 films”); lleva de la mano a la montajista a la que acaba de contratar, que es ciega; y en el momento más álgido del film es acosado por los agentes del “Control del Cine”, suerte de comando parapolicial que irrumpe en la fortaleza de Rolle para requisar su videobiblioteca y carearlo con sus viejas creencias. “Usted despotrica mucho contra Norteamérica”, lo increpan, mientras él, como un chico avergonzado, juguetea con uno de los carretes de su amado grabador Nagra, “pero en su biblioteca hay trece estantes de libros americanos contra dos de alemanes y uno de rusos”. Esas menudencias no bastan para hilvanar la intriga mínima que reclamaría cualquier autobiografía, pero son exactamente la clase de hilos que componen la trama de todo autorretrato. Intriga y trama implican incertidumbres distintas; la autobiografía se pregunta: “¿cómo llegué hasta aquí?”; el autorretrato, “¿dónde estoy parado?”.
Jean-Luc Godard esperó cumplir 65 años para formulársela. Recién entonces, dijo, “fui capaz de hacer un autorretrato que fuera fiel a lo que pienso” y se filmó “viviendo una vida de sereno anonimato”. Terrence Rafferty escribió en el New Yorker que en la película el cineasta “parece estar escribiendo un guión, pero si es así, el proceso no parece muy distinto de la depresión. Godard trabajando es como un chico aislado que se consuela hablando con amigos imaginarios. Es una visión atractiva, pero uno no puede evitar pensar: ‘Bueno, ya está: cortala’. Lo genial de JLG/JLG es que eso es también lo que Godard se dice a sí mismo”. Fidelidad, anonimato, aislamiento, genialidad: Godard, experto en suscitar efusiones de grandilocuencia, favorables y desfavorables, también suele ser el primero en minimizarlas.
A esta altura de su carrera, después de más de ochenta películas, lo menos que se puede decir de su posición es que es perturbadoramente paradójica. Su nombre es la Gran Marca del arte cinematográfico del siglo XX, pero ese siglo –que es el siglo del cine, el siglo al que el cine, según palabras del mismo Godard, “no tiene por qué estar en condiciones desobrevivir”– ya ha terminado. Está solo, probablemente más solo que nunca (la cineasta Anne-Marie Miéville, su compañera desde hace un cuarto de siglo, brilla por su ausencia en el film), pero trabaja sin descanso (hace un promedio de 1,3 películas por año) y desafía con perplejidades cada vez mayores a públicos cada vez más chicos. Cría fama de ermitaño, de ríspido, y los medios hablan de Rolle como de una torre de cristal, pero nadie de su generación se ha aventurado en tierras más extrañas que él. Son muy pocos los cineastas vivos que su intransigencia reconoce como pares (los Straub, Kiarostami, Pelechian), pero su carrera, comparada con la seca irreductibilidad de los otros, parece un relajado experimento de versatilidad: Godard ha filmado con superestrellas (Brigitte Bardot, Johnny Halliday, Alain Delon, Woody Allen, Gérard Dépardieu), ha participado en campañas de Amnesty International, ha hecho spots publicitarios para Telecom y Girbaud, clips para los Rita Mitsouko y France Gall y “auditorías culturales” para empresas. Sus películas más promocionadas (Hélàs pour moi, de 1994, cuyo afiche realzaba la misteriosa presencia divina que brillaba en los apellidos de sus estrellas, Godard y Dépardieu) apenas llevan setenta mil espectadores al cine, pero el tiempo, poco a poco, transforma sus tics físicos de artista desdeñoso en logotipos de un mito vago y universal: los anteojos de Godard son tan célebres como los de Brecht; sus cigarros (reemplazo de los Gauloises de hoja con que apestaba sus rodajes blanco y negro), tan ubicuos como los de Orson Welles; sus sacos de tweed y sus camisas a cuadros, tan impasibles como los pantalones de corderoy de Woody Allen.
Hay, en efecto, un “personaje” Godard, del que el autorretrato de 1995 no es una primicia sino, de algún modo, la versión tardía, fúnebre y extraordinariamente conmovedora. A su manera ensayística, con la desnudez impúdica y temeraria que un Michel Leiris, digamos, le exigía a la sinceridad, JLG/JLG reescribe una figura cuya historia podría empezar a principios de los años ‘80, con Prénom Carmen. Había quedado atrás la larga posteridad de mayo del 68, con la radicalización estética y política de los años ‘70, el colectivo Dziga Vertov, los programas que llamaban a disolver las nociones de “autor” y de “obra” en los fragores del agitprop y los primeros, visionarios experimentos con un enigma llamado video. Godard, que ya había vuelto a la “ficción” con Passion (1981), arremete un año más tarde con el melodrama de Bizet y decide asumir personalmente uno de los papeles protagónicos del film. Godard es el tío Jean, un director de cine retirado, levemente psicótico, que su sobrina (Marushka Detmers) repatria de una clínica psiquiátrica con el pretexto de devolverlo a la actividad cinematográfica y la intención de usar el rodaje del film como pantalla para un hold up. Ahí, en ese cineasta que habla solo, camina siempre abrazado a su radiograbador, imparte abrumadoras lecciones de economía y estética y golpea todo lo que encuentra a su paso para comprobar que existe, se concentra el personaje que Godard irá haciendo aparecer, con intermitente regularidad, a lo largo de las dos décadas que vendrán. Es el has-been deprimido y mal afeitado de Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinéma (1986), en cuyo hombro llora su compañero de ruta Jean-Pierre Mocky; es el espléndido idiota de Soigne ta droite (1987), otro cineasta autista y sonriente que ha reemplazado el radiograbador del tío Jean por una lata de película (la vende por veinte dólares cerca del final del film) y anda tropezándose con el mundo porque no puede despegar los ojos de una edición de bolsillo de El idiota de Dostoievsky; es el profesor lunático de King Lear (1987); y es también el marido lento, torpe, incapaz de sintonizar con las cosas, siempre un poco en las nubes, que protagoniza inesperadamente el último film de Anne-Marie Miéville, cuyo título, Todavía estamos todos aquí (1998), puede leerse como una declaración de resistencia. Jubilados, locos o idiotas, estas criaturas en las que Godard, además de las ideas, invierte su propio cuerpo, han terminado por armar algo más que un rol-fetiche que se repite. Variaciones del outsider, siempre encarnan el margen, el exilio interno, la refracción absoluta, y son portadoras de un estupor irreductible. Son trágicas, sí, porque hay algo en el drama que viven que no tiene consuelo, pero al mismo tiempo, descendientes de Keaton y de Tati, tienen la energía cómica, la precisión y el dominio de la inestabilidad corporal que distingue a los grandes bufones y payasos. (Esa dimensión física de Godard y de su cine ha quedado eclipsada por el epíteto, siempre un poco goebbelsiano, de “intelectual”, pero otra primicia del ciclo organizado por la sala Lugones –un divertidísimo especial del programa de TV “Cinéma/Cinémas” consagrado a Godard– acaso sirva para reparar esa injusticia. Ahí Anna Karina, que fue su primera mujer, evoca la sorprendente condición atlética de su ex marido, capaz de “correr, nadar y pelear como nadie”, y el mismo Godard le da la razón un poco más adelante, en una entrevista de fines de los años ‘60, cuando confiesa cómo hizo para bajarle quince centímetros de peinado a la Bardot en El desprecio. “Por cada paso que yo dé haciendo la vertical”, dice que le dijo, “vos te bajás el peinado un centímetro. Y eso hice”. Y Godard se saca el saco y .-creo que sin sacarse el cigarrillo de los labios.- se pone a caminar con las manos ante un periodista estupefacto.)
Es difícil, en ese sentido, decir que esos clowns despistados y sabihondos son “personajes” en el sentido tradicional de la palabra. Los idiotas que actúa Godard nunca existen del todo; más bien deambulan por los films como espectros ridículos, molestos como lastres y leves como plumas, siempre inasimilables, y ese descolocamiento radical obliga al espectador a reconocerlos en otro plano, como si estuvieran impresos en otra dimensión del celuloide; no participan del todo de la historia que cuenta el film, pero tampoco son reales: están entre. Gilles Deleuze, el Filósofo Que Amaba a Godard, había acuñado un nombre especial para esa raza bizarra de criaturas que sólo viven para encarnar la pasión de una idea; las llamaba personajes conceptuales. “El idiota moderno no pretende llegar a ninguna evidencia”, dice Deleuze: “quiere lo absurdo, quiere convertir lo absurdo en la fuerza más poderosa del pensamiento, quiere crear, quiere que le devuelvan lo que estaba perdido, lo incomprensible”. De ahí, tal vez, la obcecación, la ubicuidad desubicada de los idiotas godardianos, que siempre parecen estar en el medio de todo, ocasionando pequeños accidentes, cortocircuitos, embotellamientos, y obligando a los demás a dar un rodeo para no tropezárselos. Es decir: enfrentándolos siempre a esa violencia que significa pensar. Godard el idiota es la imagen del pensamiento de las películas de Godard.
Pero el idiota es básicamente alguien que está solo, aislado y a la vez protegido por las paredes acolchadas de un idioma privado, hecho de palabras y frases incomprensibles. La debilidad de Godard por las frases es conocida. “El travelling es un asunto moral”, “El cine es la verdad a 24 cuadros por segundo”, “La belleza es el comienzo del terror que estamos preparados para soportar”... Sólo que, en este caso, ese idioma privado es bien público. Algunas frases –muy pocas– son de Godard; la mayoría son de los escritores (Elie Faure, Rilke, Faulkner, Claudel) que el cineasta viene saqueando desde hace décadas, amparado por la sentencia borgeana -que el idiota Godard parafrasea en una escena de Soigne ta droite– según la cual escribir libros es un “desvarío laborioso y empobrecedor”, y “mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen”. La unidad “frase” es en Godard una especie de encrucijada donde convergen varias series cruciales: la literatura, por supuesto (Godard siempre dijo que su verdadero sueño era ver su nombre en la tapa de un libro de la editorial Gallimard), pero también un cierto uso políticoaforístico de la lengua (la consigna, el slogan, la “pintada”), una teoríade la propiedad (la frase es lo citable por excelencia), una vocación pedagógica (la imagen como pizarrón, la frase como sentencia y como ejemplo) y, sobre todo, un principio de montaje: Godard usa las frases como si fueran planos, para montarlas, y es por eso que todas sus películas, saturadas de personajes que intercambian citas a los gritos, también están plagadas de frases escritas (la letra de Godard podría encabezar perfectamente su colección de gadgets comercializables), como si la imagen –herencia del ardiente Mayo Francés, pero también de Eisenstein, de Brecht y de los samizdats chinos– fuera antes que nada un territorio a ocupar, como un muro en las calles. Ese Godard pedagogo, amante de las fórmulas, las ecuaciones líricas y las demostraciones, brilla especialmente en JLG/JLG cuando se aboca, marcador en mano, a probar sobre un pedazo de papel la secreta relación triangular que une, burlando siglos, contextos históricos, culturas y fronteras disciplinarias, una invención de la tecnología del audio –el estéreo– con un símbolo como la estrella de David. Es una escena simple y extraordinaria, digna de un documental educativo, y tiene la belleza que suelen tener todas las inspiraciones godardianas: nitidez, economía de medios, velocidad, una especie de perspicacia diagonal que todo el tiempo está inventando atajos. Eso que sólo en ajedrez y en matemática se llama elegancia.
Sin embargo, el lugar del pedagogo en el mundo no es menos problemático que el del cineasta. En los últimos diez años, Godard, reconocido anarquista, intentó tender más de un puente con instituciones con las que pensaba que sus ideas y su práctica podían articularse. Primero fue la Fémis, la escuela de cine de París y una de las más prestigiosas del planeta; después fue el TNS, la escuela nacional de teatro, con la que pretendía investigar “cómo funciona una fábrica de actores y qué quiere decir ‘actuar’ en la sociedad francesa hoy”; y por fin fue el Collège de France, máxima institución académica francesa ante la que Pierre Bourdieu, uno de sus miembros, decidió presentarlo como candidato. Godard fue rechazado en los tres casos. En los dos primeros, como él mismo declaró, fue porque “los estudiantes no me quisieron”; en el tercero, porque su nombre fue objetado casi unánimemente por los notables que evaluaban las candidaturas. Pero simultáneamente, a lo largo de esos mismos diez años, Godard se las ingenió para llevar a buen término uno de sus proyectos pedagógico-críticos más ambiciosos: las Historia(s) del cine, dos tomos en video que reescriben la vida del gran arte del siglo XX y explican por qué ya estamos asistiendo a su desaparición. Empresa demencial, enciclopedia personal que reorganiza, enloqueciéndolo, todo el archivo del cine, las Historia(s) del cine realizan un viejo sueño godardiano: pensar e historiar el cine usando imágenes, sonidos y montaje; es decir: la lengua misma del cine. Las compuso en su bunker de Rolle, en esas catacumbas high tech, tapizadas de monitores de video, que no aparecen en JLG/JLG pero sí en el especial de “Cinéma/Cinémas”, en una escena deslumbrante, gran éxtasis pedagógico, en que Godard le muestra a su entrevistador por qué es interesante el uso del slow motion en un documental del cubano Santiago Alvarez y por qué es inadmisible en el Kubrick de Nacido para matar.
Mostrar, demostrar: eso es el cine según Godard, y “el cine” es tanto Prénom Carmen como la bella Carta a Freddy Buache (también incluida en el ciclo de la Lugones) o como las Historia(s) del cine. Y si Godard resulta intolerable, si confinarlo a la historia del cine, como a un dinosaurio, resulta más tranquilizador que pensarlo en el cine, es quizá por el increíble encarnizamiento con que cuarenta años después de Sin aliento -la película sin la cual no existiría absolutamente nada del cine contemporáneo, de Scorsese a Léos Carax, de Fassbinder a Tarantino, de Jim Jarmusch a Wong Kar Wai–, su director sigue martillando sobre la idea -probablemente robada de Paul Klee– de que mostrar, en el sentido delcine, es hacer visible lo invisible. Toda la cuestión es cómo. Y aquí la respuesta de Godard es simple: para mostrar hay que rozar, frotar, ligar, acercar dos cosas que naturalmente no tenderían a acercarse pero que piden, de algún extraño modo, estar juntas. Mostrar es montar: es unir lo que está cerca con lo que está lejos, lo pequeño con lo grande, lo viejo con lo nuevo, la ficción con el documental, la imagen con el sonido, lo que se ve con lo que se oculta, el síntoma con el nombre de la enfermedad, la prueba con el veredicto. Y es en ese singular primitivismo cut-andpaste donde Godard, una vez más, parece arrastrarnos en otra de sus espirales paradójicas. Porque, profundamente eisensteiniano como es, como siempre fue y como sigue siendo, Godard parece suscribir con tenacidad la idea de un “ser propio del cine”, una especie de quintaesencia cinematográfica. Pero apenas dicta sentencia y dice: “El cine es el montaje”, Godard gira la cabeza y se pone a escanear el mundo y descubre montajes pensados y hechos por otros, en todas partes, y el montaje, que antes era el ADN del cine, pasa a ser una suerte de principio general, extendido, del que el cine es apenas un brazo ejecutor provincial, con la misma jerarquía que la literatura, la ciencia o la filosofía, disciplinas con las que empieza a confundirse. “Si decimos que Copérnico, hacia 1540, trajo la idea de que el sol había dejado de girar alrededor de la Tierra, y si después decimos que más o menos por esa misma época Vesalio publicó De Corporis Humanis Fabrica, entonces tenemos a Copérnico en un libro y en el otro a Vesalio. En un libro el universo y lo infinitamente grande. En el otro, el interior del cuerpo humano, lo infinitamente pequeño. Y después, cuatrocientos años más tarde, tenemos a François Jacob, el biólogo, que escribe: ‘El mismo año, Copérnico y Vesalio...’ Y bien, ahí Jacob no hace biología: hace cine. Y ahí está la historia. La historia es un acercamiento. Es montaje”.
Pero ¿por qué a Jacob el biólogo lo entienden y por qué Godard, que filma lo mismo que Jacob dice, es calificado de “incomprensible”, por ejemplo, por el periodista de Cigar Aficionado que va a entrevistarlo a Rolle, atraído por los Cohibas que el cineasta compra en Suiza por veinte dólares y que luego, para su decepción, enciende doce veces en tres horas? Porque de la biología se espera algo parecido al pensamiento; del cine -esa feria de atracciones– no. Y esa violencia naturalizada basta para explicar cualquier soledad. ¿Godard marginal? Sin duda. Siempre y cuando leamos “marginal” a la manera godardiana, es decir: al pie de la letra. “En un libro”, dijo en Montreal en 1995, “el espacio primordial es el margen, porque se junta con el espacio de la página anterior. Y en el margen se puede escribir y tomar notas, que son tan importantes como el ‘texto principal’. Siempre me consideré un marginal”.

JLG/JLG se exhibe el viernes 16 a las 14.30, 17, 19.30 y 22 en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín (Av. Corrientes 1530)

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