Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
 




Vale decir



Volver

Territorios: Caleta Olivia


La quimera del oro negro

A punto de cumplir cien años, Caleta Olivia, en Santa Cruz, es una ciudad habitada por los fantasmas del desarrollo petrolero. En Caleta hay, además de un paisaje con lobos marinos, ballenas, pingüinos y cormoranes, un bosque petrificado de 120 millones de años. Pero lo que más seduce de esta pequeña ciudad oceánica es su potencial patagónico para cruzar historias que esperan ser contadas, historias que ensamblan la épica con las tensiones entre centro y periferia y los efectos del ajuste económico.

Por Guillermo Saccomanno

Caleta Olivia tiene nombre de mujer. El mito cuenta que en 1901, cuando en el Golfo San Jorge ancló el buque Guardia Nacional de la Marina, cargando personal y materiales para la instalación del telégrafo, a bordo, acompañando al capitán Ezequiel Guttero, viajaba una mujer llamada Colette Olivier. Algunos piensan que Colette era la esposa del capitán. Otros, su amante. Ser la única mujer a bordo era ya un buen punto de partida para que a su paso se tejieran conjeturas. ¿Qué podía atraer a una mujer hacia este golfo inabarcable en el que la meseta patagónica se hunde en el Atlántico?
Al margen de la coincidencia fonética entre el nombre de una mujer y un accidente geográfico, la incógnita perdura. De todos modos, si un pueblo necesita siempre un mito fundacional, éste bien puede servirle a esta ciudad. Pero en la historia de Caleta no cuenta sólo este indicio de una historia romántica. La Patagonia, está comprobadísimo, dispone de un repertorio inagotable de historias y Caleta no es una excepción.
“Es el Far West”, me había dicho Antonio Dal Masetto cuando le comenté que viajaba a Caleta. “Es el Far West petrolero.” Dal Masetto tiene bastante vivida la Patagonia. Este territorio siempre ejerció una atracción literaria enorme. Entre algunos de sus referentes pueden contarse las exhaustivas investigaciones de denuncia de Osvaldo Bayer sobre los fusilamientos de los huelguistas en 1920, bajo el gobierno de Yrigoyen (que luego servirían de base al film La Patagonia rebelde de Héctor Olivera); Los dueños de la tierra, la ya clásica novela de David Viñas sobre aquellas luchas y la toma de conciencia social; y también, los primeros cuentos de Dalmiro Sáenz, ambientados algunos ya en los tiempos del vértigo petrolero.
Al salir de Comodoro Rivadavia buscando la ruta 3 en dirección a Caleta puede llamar la atención el nombre de una avenida: Estados Unidos. Este nombre no tiene consonancia literaria. Está ligado a la influencia ejercida por las compañías petroleras que operaron en la zona desde fines de los ‘50, creando una atmósfera típica del subdesarrollo y la colonización. En este paisaje se alternan casas chatas, galpones, trailers. Si se consulta la guía turística de YPF, que ya no es más YPF, la información sobre Caleta indica que se encuentra casi 100 kilómetros al sur de Comodoro. En este trayecto la ruta 3 bordea el océano, de un azul purísimo. Hay que pasar por Punta Peligro, la entrada de cerro agudo y afilado en el mar, que presenta una curva angulosa que, cada tanto, algún automovilista encara confiado y termina clavándose fatalmente en el fondo del mar acantilados abajo.
Al llegar a Caleta, mientras se pasa cerca de unos inmensos tanques negros de petróleo levantándose entre la ruta y la playa, se divisan las primeras casas, edificaciones grises y bajas con techos de chapa gris, cuya construcción parece haber sido abandonada por la mitad. El paisaje que se abre a la vista es marrón, del color de la tierra de la meseta. Un cartel al costado del camino avisa: “Bienvenidos. Caleta para Cristo”.

Memorias del subdesarrollo
En sus primeros años, los fundacionales, Caleta fue un puerto de embarque de la producción lanar de la zona. En 1921, YPF analiza el llamado Flanco Sur. Recién a partir de 1944 se encuentra petróleo en las proximidades de Cañadón Seco. Cuando hoy se recuerda en Caleta aquella época de YPF se despabila una melancolía densa.
Los trabajadores del petróleo procedían del noroeste. De Salta, La Rioja y, mayoritariamente, de Catamarca. El empleo era temporal y bien pago, si se comparaba la situación de estos trabajadores en sus provincias de origen. Venían acá con la esperanza de volver a su tierra, pero terminaban afincándose y trayendo a sus familias. “En la provincia, para muchos, somos los negritos del norte”, se dice en Caleta. “Catacruceños, nos llaman. Mitad catamarqueños y mitad santacruceños”. “Me acuerdo”, empieza el escritor Elpidio Isla. Alto, corpulento, morocho, con algo más de cincuenta años, Isla nació en Caleta. Isla se llama Aquilino Elpidio, pero prefiere ser llamado Elpidio, como su padre. Isla arranca: “Me acuerdo, sí. Caleta era como un pueblito del Oeste. En las mañanas de invierno los chicos salíamos a juntar hielo para después derretirlo en las casas, porque no teníamos agua corriente. Los inviernos, como los recuerdo, eran más crudos que ahora. YPF lo abastecía todo. Si en tu casa se quemaba una lamparita YPF mandaba un jeep con un electricista y te la cambiaba. YPF te proporcionaba la vivienda, una cabaña construida por canadienses o dinamarqueses. En los campamentos, los obreros podían repetir cuantas veces quisieran el plato de comida. Y no se guardaba para recalentarla al día siguiente. En la proveeduría de YPF los precios no se remarcaban. YPF te brindaba todo, desde la educación hasta un buenísimo servicio de salud. Y cuando se te venían las vacaciones te daba la facilidad para cambiar el auto y así trasladarte a tu provincia”. Isla recuerda con nostalgia: “Si aquello no era el socialismo, se le parecía bastante”, dice.
Cuando Isla se hizo escritor sus relatos fueron respaldados por Juan Rulfo. Exóticamente, varios de sus cuentos se publicaron en Boulder (Colorado), como demostrando que nadie es profeta en su tierra. Recopiladas en Las lluvias cortas, sus narraciones detallan con voz propia las vidas de quienes hicieron de este lugar en el mundo un destino. “Después de la privatización de YPF vino lo peor”, cuenta Isla. “Hoy Caleta tiene casi 40 mil habitantes y un 30 por ciento de desocupación. La municipalidad banca 3500 personas. Y esta es nuestra realidad.” Aunque el cuadro que describe Isla es penoso, y basta recorrer Caleta para ratificarlo, como escritor mantiene su confianza en el lugar. “Soy patagónico”, dice Isla. “Y acá está mi narrativa.”

Caleta-Texas
El sur del paralelo 42, a fines de los ‘50, cuando en el gobierno de Frondizi se arreglaron los contratos petroleros, las compañías yanquis se apoderaron de la zona. La Panamerican Oil Co., la South Cistern, entre otras, enviaron aquí técnicos de nivel intermedio que supervisaban la explotación de hidrocarburos. Esa época que se recuerda como aventurera junta historias de texanos y putas, de automóviles importados y dólares. En Caleta se acuerdan de los boliches que proliferaban por entonces con nombres que dicen bastante de aquel ambiente: Mogambo, Texas, Las Vegas, Blue Moon, California. Se recuerda que los yanquis, con sus sombreros de cowboy, entraban a los boliches, ponían sus botas tejanas sobre una mesa y prendían sus cigarros con el dinero argentino mientras elegían las putas más bellas. Porque en este sur donde circulaban los dólares, el whisky y los Impala, venían a probar suerte mujeres hermosas. Algunas, más tarde, habrían de afincarse en la zona, se casarían con algún enamorado próspero, formarían una familia hasta, en la actualidad, convertirse en abuelas respetables que integran las fuerzas vivas.
Entre los personajes que se suele recordar de aquellos años figura un tal Ojeda, chileno, pintor, que decoró tanto prostíbulos como whiskerías con sus frescos. En sus murales, Ojeda reproducía escenas del petróleo y del campo, paisajes patagónicos que contribuían a reforzar el color local. Pero en 1978, al plantearse la amenaza de guerra con Chile, el artista fue deportado.
En los ‘60, al reformularse la contratación con las compañías yanquis, al levantar esos campamentos donde se ocupaban hasta mil obreros en cada uno, los norteamericanos arrojaron al mar sus herramientas y sus vehículos. El recuerdo de autos y camionetas cayendo en el océano tiene bastante de cinematográfico. Entre restingas y cormoranes, esta es otra de las historias patagónicas que espera ser contada.

El sueño eterno
En un cruce de avenidas, imponente, se levanta el Gorosito, una gigantesca estatua que homenajea al obrero del petróleo. Creado en 1969 por el escultor Pablo Daniel Sánchez, el Gorosito tiene trece metros de altura. Y se plantó cuando ninguna construcción de Caleta superaba los cuatro. Sin duda, el Gorosito corresponde a ese pasado idílico y optimista en que el porvenir no era esta realidad de desocupación y pobreza. El Gorosito, como respondiendo a una estética socialista, muestra a un obrero, el torso desnudo, abriendo una válvula de extracción de petróleo. El Gorosito mira hacia el norte. Y su actitud expresa aquello que la Patagonia, en ese instante, le suministra al país. Objeto tanto de veneración como de sarcasmo, el Gorosito encarna la deformidad de una utopía, aquello que se pudo, pero no. A su alrededor, en las calles céntricas, en la mañana de un sábado frío y soleado, se oye música cuartetera. Los negocios del centro de Caleta, vecinos haciendo alguna compra, adolescentes, le dan a la ciudad una actividad fugaz. Después del mediodía, Caleta se verá otra vez vacía. Pero el Gorosito permanecerá ahí, desde su estatura, recordando que alguna vez Caleta, como todos los argentinos, esperaba otra cosa de la vida. Demasiado quizá.
Aunque el rescate de la memoria y la persecución de una identidad pueden ser una obsesión para los escritores patagónicos, estos no son temas que interesen a todo el mundo en Caleta. Aquellos que tras la privatización de YPF juntaron unos pesos de indemnización y pusieron un kiosco o compraron un remise están más preocupados por la subsistencia cotidiana que por la revisión del pasado como explicación de las contradicciones del presente. “¿Cómo vas a pretender que la gente reflexione sobre lo que ocurrió con los fusilamientos del ‘20 si le cuesta pensar todavía cómo fue que se destruyó la ilusión del desarrollo petrolero?”, pregunta Isla.

El bosque petrificado
Dejando atrás Caleta, hacia el sur, se pasa por Fitz Roy, un caserío tímido al costado de la ruta. Un almacén, un bar, una estación de servicio acorralados por el viento. A un costado, herrumbrado, un acoplado cisterna. Por aquí, Carlos Sorín, el director de La película del rey, filmó la nunca estrenada Sonrisa de New Jersey con el por entonces ascendente Daniel Day Lewis.
José Font, más conocido como Facón Grande, fue uno de los protagonistas de aquella rebelión de 1920 que logró alarmar a los poderosos estancieros Braun y Menéndez Behety. En el film de Olivera, Federico Luppi era Facón Grande. Luppi y Bayer, el año pasado, estuvieron acá, en la ruta 3, lejos de Caleta y todavía más lejos de Buenos Aires, a 2000 kilómetros de distancia, cuando se levantó un monumento en su homenaje. El viento envuelve la estatua. En torno, todo es nada. La nada patagónica: meseta, elevaciones, aridez, una manada de guanacos que se espanta cuando pasa un auto. Como una redundancia, en la base del monumento hay un graffiti anarquista: “Contra toda autoridad, muerte a los patrones”, dice.
Siguiendo por la ruta 3, al doblar hacia el centro de la provincia por la ruta 49, se llega a un monumento de otra clase, un monumento natural: el bosque petrificado. Entre cerros y cañadones se encuentran restos de araucarias que, en su momento, hace 20 millones de años, tuvieron más de cien metros de altura. Esos troncos de piedra, de un marrón oscuro, veteados, que yacen ahí desde cuando los continentes todavía no se habían separado, desde una era en que los dinosaurios se paseaban tranquilamente entre una vegetación subtropical, hoy atraen, en los veranos, 3000 turistas aproximadamente. El cuidado y la protección de estas reliquias de la naturaleza es reciente. En Caleta nunca se olvida que Saipen, una empresa italiana que tenía como símbolo un perro negro con ocho patas y ojos de dragón, se cuatrereó unos cuantos troncos petrificados para decorar su casa matriz, sin contar un buen número de rocas que contenían pinturas rupestres. Con martillos neumáticos, dicen en Caleta, los italianos de Saipen se alzaron con los troncos y las pinturas cargándolos en un barco con rumbo a Italia. El saqueo de estos testimonios prehistóricos no es algo nuevo en la Patagonia. Más de un turista, como al descuido, suele hacerse de lascas, fragmentos de madera petrificada que se han desprendido de los troncos, algo más grandes que astillas, compuestos con sílice, que los indios, mediante percusión directa, golpeando roca sobre rosa, aprovechaban para hacer sus hachas, flechas y puntas de lanza.
Como para demostrar que no todo está perdido, los cuidadores del bosque petrificado son Fernando Escobar, de 26 años, y Gabriela, su mujer. Fernando es brigadista de incendios, viene de trabajar algunos años en Calafate y, junto con Gabriela, que es técnica en medio ambiente, hacen todos los días 21 kilómetros desde la seccional Horqueta para controlar el bosque petrificado. Los dos tienen un aspecto saludable, de pioneros jóvenes que se sienten capaces de desafiar las contingencias de este paisaje impiadoso.
Si se les pregunta cómo aguantan en el lugar, habitando esta soledad, Fernando dice: “Si la querés de verdad, la naturaleza te adopta”. Todas las mañanas, a caballo, Fernando y Gabriela recorren la extensión inmensurable del bosque petrificado, palmo a palmo, custodiando la existencia de choiques, matuastos y guanacos, estudiando la flora, detectando cada tanto alguna astilla del pasado, la punta de una flecha, una lasca imperceptible. Al volver a la casa que sirve de base, donde una bandera flamea deshilachada, a Fernando y Gabriela los esperan unos cuantos zorros colorados, mansos, como mascotas, esperando que les den de comer.
“Yo nací en Ciudad Jardín, en El Palomar”, cuenta Gabriela. “Pero largué todo para venirme a este lugar con Fernando”, dice con una sonrisa traviesa y cómplice. Fernando, pasando un mate, detalla alguna anécdota de los dos años de pareja que llevan: “Es la naturaleza lo que importa”, dice. Y después, con parsimonia, se pone a armar un cigarrillo. Afuera, en la tarde, aunque hay un sol tibio, la temperatura es de varios grados bajo cero. Para Fernando y Gabriela, acostumbrados a inclemencias más fuertes, no hace tanto frío.

Patagónicos
En junio, algunos hechos despiertan inquietud en la zona. En la provincia la Secretaría de Energía le reclama duramente a Repsol-YPF y Vintage Oil Argentina que paguen las regalías del gas que se ventea por negligencia y que cumplan con las normas vigentes sobre contaminación. Hay también un juicio por acciones de YPF: la venta de acciones bursátiles en el exterior perjudicó a ex agentes de YPF y Gas del Estado. Una buena noticia, la primera exportación de 40 mil kilos de ajo santacruceño a Brasil, no es suficiente para atenuar la inquietud que despierta el lock out de la pesquera Barilari que paraliza la actividad de unos 600 pesqueros. La política cruenta del ajuste también golpea en Caleta.
Si se piensa en este panorama se comprenderá por qué cuando en una familia de Caleta un hijo concluye el secundario se hace una fiesta inolvidable. Que los hijos puedan ir a estudiar a una universidad, trátese de Bahía Blanca, Córdoba o La Plata tiene una connotación importante de oportunidad de ascenso social. Otra interpretación de la vapuleada economía, con más claridad que la explicación de un Chicago Boy, la suministran los asaltos a un locutorio, un supermercado o el robo y asesinato de un remisero a manos de una pareja boliviana.
Alejandro Burgos, próximo a cumplir treinta, es un poeta seguidor de Baudelaire. Su admiración hacia el Subcomandante Marcos y su compromiso poético se evidencia en uno de sus poemas, “Pobreza”. Escribe Burgos: “El hambre./ El hambre que avanza./ Como la tormenta en la noche./ El hambre en su caballo raído,/ llega,/ se mete/ en el cuerpo, / en la cabeza./ No tiene dientes/ ni uñas/ pero devora/ tu dignidad/ con la rapidez/ que los buitres se comen/ la carroña”.
Pero los patagónicos también suelen disponer de un humor especial ante la adversidad. Silvia Trillo Quiroga, después de vivir en Neuquén, ya hace años que vive en Caleta. Silvia coordina un centro comunitario orientado a la mujer y la familia en el que se cubren las urgencias y necesidades de unos 300 chicos de la calle. La institución, subsidiada por una cooperadora, tiene el apoyo de docentes y vecinos. “Casi todos estos chicos tienen antecedentes policiales”, dice Silvia. “Y todo lo que precisan es solidaridad, ternura, ser comprendidos. Después de un período con nosotros es difícil que reincidan en el delito.” En este centro los chicos acceden a la educación por el arte. Hace poco pudieron montar un “rockservatorio”. Entonces los chicos formaron un grupo: “Los clandestinos”.
Los patagónicos tienen en claro que para hacer algo, hay que hacerlo a pulmón. Y esta es la actitud de César Gribaudo, el encargado del “Museo del hombre y su entorno”. César tiene casi cuarenta años, es alto, flaco y desgarbado. Al hablar se toca la barba: “Lo que nosotros hacemos es apoyar la educación y regionalización. Llevamos los chicos al paisaje y les enseñamos a reconocer y clasificar la flora y la fauna. Después, en el museo, les proponemos continuar el aprendizaje en libros y láminas. Es una manera de generarles no sólo una valoración de su tierra, sino de instruirlos en la preservación”. La palabra museo es exagerada para el local en que César y sus colaboradores, con cartones, chinches y etiquetas, como en la escuela, pudieron rescatar, para su exposición, una considerable cantidad de objetos de los aborígenes, incluyendo la réplica de un carnotauro, primo del dinosaurio. César se entusiasma y se pone didáctico para mostrar sus hallazgos y describir sus proyectos, que suelen chocar con la indiferencia gubernamental. “Hace ya bastante que apalabré funcionarios para obtener un viejo galpón petrolero, donde funcionaba la proveeduría. Quiero recuperar su fachada, conservar su aspecto y, adentro, en más espacio, disponer este museo como corresponde. Pero hasta ahora, a pesar de las promesas, sigo esperando”.
A César le importa no sólo el pasado prehistórico, la detección de testimonios que causan verdaderas epifanías en los investigadores extranjeros que exploran en la Patagonia. Queda claro que la historia del petróleo es tan importante para el museólogo como la de los animales prehistóricos o las pinturas rupestres.
Laura Grau, una joven funcionaria de turismo, coincide en los planteos de César. “Es que para nosotros es tan crucial el rescate del pasado petrolero como el prehistórico”, dice. “Para nosotros es fundamental esa recuperación”. Porque muchas veces, cuando se discute la identidad patagónica, al acentuar la historia de los aborígenes, en el énfasis que se deposita en esta cuestión se suele tener la intención de tapar las contradicciones más recientes, de escamotear un análisis y una revisión de los conflictos más próximos, su índole económica y política.
De nuevo, en estas reflexiones, como suele ocurrir cotidianamente en la Patagonia, y no sólo en la Patagonia, la tensión entre centro y periferia viene a primer plano.
Como me pasó en otros viajes al sur, uno se da cuenta que la Patagonia no es sólo una experiencia de paisaje, si bien su marca es determinante y constitutiva. La identidad patagónica, tan discutida, persigue una construcción ideológica sin advertir muchas veces que la tiene. Y esta identidad poco tiene que ver con el color local que le adjudican los viajeros del centro, esa maqueta en la que participan lineamientos del posmodernismo, la new age y la políticamente correcta estrategia marketinera de Benetton, cada vez más propietario de una porción riquísima del sur precordillerano. En todo caso, el discurso de lo patagónico, como último gran relato épico, en su esencia, articula las claves de la dominación colonial, la conquista de un territorio tan desolado y hostil como vital y seductor. Las historias que se encuentran en Caleta no hablan de otra cuestión
.

arriba