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INEDITOS Stephen King escribe sobre su accidente


Crash!

Hace un año, Stephen King sufrió un accidente que parecía sacado de una de sus novelas: mientras caminaba cerca de su casa, el conductor de una camioneta empezó a luchar con su perro por una heladerita con carne y lo atropelló. Con la cadera y cuatro costillas fracturadas y la columna quebrada en ocho partes, King quedó postrado en una silla de ruedas. En plena recuperación, acaba de publicar lo que los fans esperaban: su versión del accidente.

POR STEPHEN KING

 

Cuando nos quedamos en nuestra casa de Maine, acostumbro caminar seis kilómetros por día, a menos que llueva torrencialmente. Cuatro kilómetros de ese paseo diario son caminos polvorientos a través del bosque, y los restantes por la ruta 5, de doble mano, que une las localidades de Bethel y Fryeburg.
La tercera semana de junio de 1999 fue una de las más felices para mi mujer y para mí: nuestros tres hijos, ya crecidos y diseminados por el país, habían venido de visita. Hacía seis meses que no estábamos todos juntos. Como si esto fuera poco, nos acompañaba nuestro primer nieto, de tres meses, tironeando alegremente de un globo atado a su pie.
El 19 de junio acompañé a mi hijo menor al aeropuerto de Portland a tomar su avión rumbo a Nueva York. Volví a casa, dormí una siesta y salí a dar mi caminata habitual. Planeábamos ir a ver una película en familia, así que tenía el tiempo justo para volver y organizar la salida.
Creo recordar que salí a las cuatro de la tarde. Justo antes de llegar a la ruta principal (en Maine, cualquier camino con una línea blanca pintada en el medio es una ruta principal), me adentré un poco en el bosque para orinar. Pasarían dos meses hasta que pudiera orinar parado de nuevo.
Cuando llegué a la ruta, tomé hacia el norte, caminando por la banquina de ripio, en sentido opuesto al tránsito. Me pasó un auto, que también se dirigía al norte. Un kilómetro después –me dijeron más tarde– la mujer que manejaba ese auto observó una camioneta Dodge celeste dirigiéndose hacia el sur. Zigzagueaba por la ruta, apenas controlada por su conductor. Cuando ya estaba a salvo, la mujer le comentó a su acompañante: “El que estaba caminando por la banquina allá atrás era Stephen King. Espero que el de la camioneta no le pase por encima”.
La visibilidad es bastante buena a lo largo del kilómetro y medio de la ruta 5 por la que camino habitualmente, pero hay una pequeña colina, baja y empinada, en la que el peatón apenas puede ver lo que se avecina por el camino. Yo ya había subido las tres cuartas partes de esa colina cuando la camioneta asomó por la cumbre. Iba por la banquina. Mi banquina. Tuve quizá tres décimas de segundo para darme cuenta de eso. El tiempo suficiente para pensar Ay Dios, me va a atropellar un micro escolar y girar hacia mi izquierda. Después, tengo una laguna en la memoria. Del otro lado de ella estoy en el piso, mirando la parte de atrás de la camioneta, que está volcada a un lado del camino. Esa imagen es clara y precisa, más una foto que un recuerdo. Las luces traseras tienen tierra; la patente y el vidrio están sucios. Registro estas cosas sin pensar en mí. No estoy pensando.
Acá hay otra laguna en mi memoria y después me estoy enjuagando sangre de los ojos con la mano izquierda. Cuando logro ver con claridad, miro a mi alrededor y veo a un hombre sentado en una piedra. Tiene un bastón en la falda. Este es Bryan Smith, el hombre de cuarenta y dos años que me acaba de atropellar. Smith tiene un notable record de manejo: una docena de delitos, multas y apercibimientos. No estaba mirando la ruta en el instante en que nuestras vidas colisionaron porque su perro Rottweiler había saltado del baúl de la camioneta al asiento trasero, donde había una heladera de camping con carne, y él intentaba espantarlo. El Rottweiler se llamaba Bullet (Smith tenía otro en casa, llamado Pistol). Más tarde, Smith les dijo a sus amigos que pensó que se había llevado por delante a “un ciervo pequeño”, hasta que vio mis anteojos ensangrentados en el asiento delantero de su camioneta. Salieron volando de mi cara cuando traté de correrme del paso. El marco estaba roto y curvado, pero los lentes estaban intactos. Son los lentes que estoy usando ahora mismo, para escribir esto.

Smith se da cuenta de que estoy consciente y me dice que la ambulancia está en camino. Habla calmado, casi alegremente. Su mirada, mientras sigue sentado en esa piedra con el bastón en la falda, podría ser descripta como de amable conmiseración, como si dijera ¿No tenemos la peor de lassuertes, nosotros dos?. Él y Bullet salieron del camping en el que estaban porque “quería una de esas barritas nutritivas que tienen en el almacén”. Cuando escuché eso, unas semanas después, se me ocurrió que casi muero asesinado por un personaje de mis novelas. Es casi gracioso.
La ambulancia está en camino, pienso, y es eso bueno, porque fue un accidente terrible. Estoy tirado en la zanja, tengo sangre por toda la cara y me duele la pierna derecha. Miro hacia abajo y veo algo que no me gusta: mi cintura está de costado, como si le hubieran dado media vuelta a la derecha a la parte inferior de mi cuerpo. Miro nuevamente al hombre del bastón y le digo: “Por favor, dígame que sólo está dislocada”.
“No”, dice. Como su cara, su voz es alegre, apenas interesada en todo esto. Podría estar viéndome por TV mientras mastica una de esas barritas nutritivas. “Está rota en cinco, quizá seis partes”.
“Perdón”, le digo. Todo se nubla por un tiempo. No es un desmayo, sino como si se hubiera cortado la película de la memoria. Cuando despierto, una camioneta naranja y blanca está detenida al costado del camino, con la sirena y las luces de emergencia encendidas. Un paramédico –se llama Paul Fillebrown– está arrodillado a mi lado. Está haciendo algo. Creo que cortando mis pantalones, aunque eso puede haber sucedido después.
Le pregunto si puedo fumar un cigarrillo. Se ríe y me dice: “Lo dudo”. Le pregunto si me voy a morir. Me dice que no, que no me voy a morir, pero que necesito ir al hospital y rápido. ¿Cuál prefiero? ¿El de Norway-South Paris o el de Bridgton? Le digo que prefiero Bridgton, el Hospital Northern Cumberland, porque mi hijo menor nació allí hace veintidós años. Le pregunto de nuevo si me voy a morir, y me responde de nuevo que no. Me pregunta si puedo mover los dedos del pie derecho. Los muevo, pensando en esa canción infantil que me enseñó mi abuela (“Este dedito fue al mercado, este dedito se quedó en casa”) y en que debería haberme quedado en casa: dar una vuelta había sido una mala idea. Entonces me acuerdo de que a veces la gente que queda paralítica cree que está moviendo el pie. “¿Los dedos se movieron, no?”, le pregunto a Paul Fillebrown. Dice que sí, una sacudida fuerte y saludable. “¿Me lo juras por Dios?”, le pido, y creo que lo jura. Empiezo a desmayarme de nuevo. Fillebrown me pregunta en voz baja si mi mujer está en la casa grande del lago. No me acuerdo. No me acuerdo dónde está mi familia, pero logro darle los teléfonos de la casa grande y de la cabaña al otro lado del lado, donde se queda mi hija cuando viene a visitarnos. Podría haberle dado mi número de seguro social si lo hubiera preguntado. Tengo todos los números en la cabeza. Lo que desapareció es todo lo demás.
Está llegando gente. En algún lugar, la radio del patrullero emite pedidos de auxilio. Me suben a una camilla. Duele, y yo grito. Me meten en la ambulancia y se cierran las puertas. La radio policial se escucha más cerca. Alguien dice: “Mejor cerrarlas de un portazo”.
Paul Fillebrown se sienta a mi lado con unas tenazas y me dice que tiene que cortar el anillo de mi mano derecha, el que mi mujer me regaló en 1983, doce años después de casarnos. Trato de decirle que lo uso en la derecha porque el anillo de casamiento lo sigo llevando en la izquierda. Me costó quince dólares y noventa y cinco centavos en la joyería Day’s de Bangor y lo compré un año y medio después de conocer a mi mujer, en el verano del ‘69, cuando trabajaba en la biblioteca de la Universidad de Maine. Yo usaba patillas gruesas y vivía cerca del campus, en un lugar que costaba siete dólares por semana (un cambio de sábanas incluido). El hombre había llegado a la Luna y yo, al cuadro de honor. Abundaban los milagros y las maravillas. Una tarde almorzaba con mis amigos de la biblioteca, en el parque detrás de la librería. Entre Paolo Silva y Eddie Marsh estaba sentada una chica muy prolija, con una risa infecciosa, pelo teñido de rojo, las mejores piernas que había visto en mi vida y un ejemplar de Soul on Ice. No podía creer que un estudiante universitario pudiera tener una risa como ésa. Además, puteaba como un marinero. Se llamaba Tabitha Spruce. Nos casamos en 1971. Seguimos casados. Y en todoeste tiempo no me ha dejado olvidar que cuando la conocí yo creía que era la novia sofisticada y cosmopolita de Eddie Marsh. En realidad, los dos éramos de clase trabajadora, comíamos carne, apoyábamos al Partido Demócrata y sospechábamos, como típicos yanquis, de la vida fuera de Nueva Inglaterra. La combinación funcionó. Nuestro matrimonio ha durado más que todos los líderes mundiales, excepto Castro.
Una versión balbuceante de esta historia se escapa de mis labios, pero nada que Paul pueda entender, mientras asiente y sonríe, cortando el segundo anillo de la mano hinchada. Cuando lo llamo para agradecerle, dos meses después, sé que Fillebrown me salvó la vida. Él sugiere que quizás alguien más estaba cuidándome. “Hace veinte años que hago esto y cuando te vi tirado en la zanja no pensé que pudieras llegar al hospital”.
La gravedad de las heridas provocadas por el impacto son tales que los doctores del hospital North Cumberland deciden que no pueden tratarme allí. Alguien pide un helicóptero y me trasladan al Centro Médico Central Maine, en Lewiston. Para entonces, Tabby, mi hijo mayor, y mi hija están conmigo. A los chicos sólo les permiten verme un rato. Mi mujer puede quedarse un poco más. Los médicos le dicen que estoy muy golpeado, pero que voy a sobrevivir. La parte inferior de mi cuerpo está cubierta. No le permiten ver el extraño modo en que giró hacia la derecha, pero pueden lavarme la sangre de la cara y sacar los pedazos de cristal del pelo.

El helicóptero aterriza en la playa de estacionamiento. Me llevan hasta él en silla de ruedas. El ruido de la hélice es muy fuerte. Alguien me grita al oído: “¿Alguna vez subiste a uno, Stephen?”. Es alguien que suena alegre, entusiasmado. Trato de decir que sí, que de hecho he volado dos veces en helicóptero, pero no puedo. De pronto, es muy difícil respirar. Me suben al helicóptero. No hay una nube. Oigo más voces en la radio. Esta parece mi tarde para escuchar voces. Se me hace cada vez más difícil respirar. Le hago gestos a uno de los enfermeros. “Siento que me estoy ahogando”, murmuro. Alguien chequea algo. Otro dice: “El pulmón le dejó de funcionar”.
Escucho un ruido de papel, algo sale de su envoltorio y una segunda persona me grita al oído: “Te vamos a hacer una traqueotomía, Stephen. Te va a doler un poco, un pinchazo”. Lo único que siento es que alguien me clava algo puntiagudo con el pulgar. Entonces se siente un silbido, como si mi cuerpo perdiera algo. De hecho, creo que era exactamente lo que estaba sucediendo. La respiración normal, el inhalar-exhalar de siempre, tiene ahora un ruido diferente: shlup, shlup, shlup. El aire está frío, pero al menos es aire y sigo respirándolo. No quiero morirme, y mientras miro el cielo azul me doy cuenta de que estoy a un paso de la muerte. Alguien me va a arrastrar para un lado o para el otro muy pronto. No hay nada que yo pueda hacer, excepto estar ahí tirado escuchando mi respiración: shlup, shlup, shlup.
Diez minutos más tarde aterrizamos en el hospital. Me sacan del helicóptero. Alguien golpea la camilla contra una pared y grito. “Perdón, perdón. ¿Estás bien, Stephen?”. Cuando estás herido, todo el mundo te llama por el nombre. “Díganle a Tabby que la quiero mucho”, les grito, mientras siento ganas de llorar. “No va a hacer falta que se lo diga yo”, me dice el tipo que empuja la camilla. El aire acondicionado está prendido y pienso que hace una hora yo estaba caminando por la ruta, pensando en juntar frambuesas, pero rápido, porque a las cinco y media teníamos que ver La hija del general con John Travolta, que había hecho de villano en Carrie, mi primera novela. “¿Cuándo? ¿Cuándo puedo decírselo?”, le grito, o creo que le grito, al camillero. “En un rato”, me responde. Entonces me vuelvo a desmayar. Esta vez es todo un rollo de la película de mi memoria el que desaparece. Tengo flashes de caras, quirófanos, máquinas de rayos X, alucinaciones, sueros, morfina, voces lejanas y manos que me untan una crema en los labios. Tiene gusto a menta. Pero sobre todo, hay oscuridad.
La predicción de Bryan Smith terminó siendo moderada: la pierna estaba rota en nueve partes. El cirujano que la armó de nuevo (el formidable David Brown) me dijo más tarde que, debajo de la rodilla, mi pierna parecía “un puñado de bolitas en una media”. Fueron necesarias dos incisiones para aliviar la presión causada por la explosión de la tibia y lograr que la sangre volviera a circular por la parte inferior de la pierna. Si esos cortes no se hubieran hecho (o si hubieran demorado en hacerlos), hubiera sido necesario amputarme la pierna. La rodilla derecha estaba abierta a la mitad; el hueso de la cadera y cuatro costillas estaban fracturados, la columna estaba quebrada en ocho partes. La clavícula derecha había aguantado, pero estaba en carne viva. El corte en el cuero cabelludo necesitó treinta puntos. Así que diría que la predicción de Bryan Smith fue un tanto moderada.
La destreza al volante del señor Smith fue analizada por un tribunal, que lo procesó por dos delitos: conducción peligrosa (bastante grave) y lesiones importantes (un delito tan grave que significa la cárcel). Después de mucho meditarlo, el fiscal permitió que Smith se declarara culpable del cargo menor, conducción peligrosa. Fue sentenciado a seis meses de prisión en suspenso, un año de inhabilitación para manejar y probation. La inhabilitación se extendía a vehículos como trineos de nieve, jeeps y etcétera. Probablemente, Bryan Smith esté de vuelta en el camino para la primavera o el verano del 2001.
David Brown me reconstruyó la pierna en cinco operaciones maratónicas que me empujaron hasta el borde de mi resistencia física. Me dieron también una oportunidad de volver a caminar. Un aparato de acero y fibra de carbono fue fijado a la pierna para mantenerla en su lugar. Ocho clavos llamados Schanz atravesaban el aparato hasta penetrar en los huesos, por encima y por debajo de la rodilla. Otros cinco clavos más pequeños irradiaban de la rótula. Parecían rayos de sol dibujados por un chico. Tres veces por día las enfermeras sacaban las gasas de los clavos y limpiaban los agujeros con agua oxigenada. Nunca me empaparon la pierna con querosén para después prenderla fuego, pero si esto ocurre alguna vez, ya sé cómo se siente.
Entré en el hospital el 19 de junio y el 30 me paré por primera vez. Di tres pasos titubeantes hasta una cómoda y me senté con mi papagallo en brazos tratando de no llorar. Me dije que tenía mucha suerte. Eso funcionaba la mayoría de las veces, porque era cierto. Otras no, y entonces lloraba. Uno o dos días después, empecé la rehabilitación junto a una mujer de ochenta años, llamada Alice, que había sufrido una embolia cerebral. Nos animábamos mutuamente. Al tercer día le dije que se le veía la enagua. Ella me respondió: “Y a usted se le ve el culo, muchachito”, y siguió caminando.

El 24 de julio, cinco semanas después de que Bryan Smith me atropellara, empecé a escribir de nuevo. No podía doblar la rodilla derecha. Mi cadera rota hacía que fuera una tortura estar sentado media hora seguida. ¿Cómo iba a escribir si lo más importante en mi vida era cuánto faltaba para la próxima inyección? Pero sentía que era la única salida. Ya había pasado por momentos difíciles antes y la escritura me había ayudado a superarlos. Había una voz en mi cabeza que no se cansaba de repetir: “Ahora es el momento”. Era posible desoír la voz, pero muy difícil dejar de creer en ella.
Al final, fue Tabby quien zanjó la cuestión, como ha hecho en todos los momentos importantes. Antes, era ella la que me decía que tenía que parar un poco, no trabajar tanto, pero también la que sabía que a veces escribir era lo único que me hacía salir adelante. Porque a veces escribir es un acto de fe, es escupir en el ojo de la desesperación. Escribir no es la vida, pero a veces puede ser una manera de volver a ella. Cuando le dije que lo mejor sería volver a escribir, esperaba un sermón. Pero lo único que me preguntó fue dónde quería que pusiera las cosas. Yo no tenía lamenor idea. Esa tarde, mi mujer me llevó a través de la cocina hasta mi nuevo estudio. Ahí estaban la laptop, la impresora, la lámpara, el manuscrito (con mis anotaciones prolijamente apiladas encima), varios lápices, unos libros de referencia y una foto de mi hijo menor. Me dio un beso en la sien, acomodó la silla de ruedas y me dejó solo para que averiguara si todavía tenía algo que decir.
Resultó que sí. La primera sesión duró una hora y cuarenta minutos, la mayor cantidad de tiempo que había pasado erguido desde el accidente. Cuando terminé, transpiraba como caballo y el dolor en la cadera era casi apocalíptico. Las primeras quinientas palabras eran terroríficas, como si nunca hubiera escrito en mi vida. Fui de una palabra a la otra como un viejo tratando de atravesar un arroyo saltando de piedra en piedra. Tabby me trajo una Pepsi y me reí a pesar del dolor. Escribí Carrie y Salem’s Lot en la parte de atrás de una casa rodante. Mi nuevo escritorio era lo suficientemente parecido como para sentir que se cerraba el círculo.
No tuve una iluminación milagrosa, pero con los días las palabras empezaron a venir cada vez más rápido. Todavía me dolía la cadera, la pierna y la espalda, pero el dolor se alejaba de a poco. Estaba en carrera. Las cosas sólo podían mejorar.

Y las cosas han seguido mejorando. Me operaron dos veces más desde entonces. También sufrí una infección bastante seria y sigo tomando alrededor de cien pastillas por día, pero el aparato en la pierna ya no está y yo sigo escribiendo. Algunos días son como arrastrarse. Otros, siento el hormigueo de la felicidad, esa sensación de haber encontrado las palabras exactas y haberlas puesto en el orden correcto. Todavía no tengo demasiadas fuerzas (apenas puedo escribir la mitad de lo que escribía antes), pero sí las suficientes. Escribir no me salvó la vida, pero está haciendo por mí lo que ha hecho siempre: convertir mi vida en un lugar más brillante y placentero.

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