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Mañana cientos de miles de fieles asistirán a la iglesia de San Cayetano para pedir trabajo en medio de una de las crisis de desempleo más agudas de la historia argentina. El seguro de desempleo es irrisorio. Los desocupados que bajaron los brazos, llamados “desalentados”, conforman una nueva categoría social. Los hijos no pueden independizarse porque deben mantener a sus padres. Los matrimonios sin ingresos se separan para volver a sus respectivas casas paternas. Radar recorrió colas y hogares para conocer los cambios sociales que ya están entre nosotros.

POR MARCELO BIRMAJER

¿Qué es un desocupado? No es exactamente alguien que no tiene trabajo. Los hippies norteamericanos y europeos de los años 60, por ejemplo, muchos de ellos mantenidos por sus padres, no podrían ser equiparados con lo que en estas tierras llamamos un “desocupado”. Un joven español de la actualidad, quien después de un año de trabajo cobra un suculento seguro de desempleo y dedica el año siguiente a escribir, a pintar o a pasear, no se encuentra ni siquiera cerca de nuestra categoría de “desocupado”. El mismo ocio que ultramar puede resultar placentero o contestatario, es en nuestras tierras opresivo y destructor.
Cualquier porteño que hoy visite la ciudad de San Miguel de Tucumán se encontrará con dos datos que le provocarán cierta sorpresa: las calles céntricas y los bares están poblados de gente sin mayores apuros a cualquier hora del día, y en la mayoría de los comercios la moneda en circulación no es el peso sino un bono provincial emitido por las autoridades locales. La población de esta hermosa ciudad parecería estar participando de un gigantesco juego del Estanciero o Monopoly, de no ser porque las últimas estadísticas arrojan la friolera de unos 2.080.000 desocupados a nivel nacional, lo que significa más de un 15 por ciento de la población económicamente activa, concentrados en su mayoría en el interior del país (en Tucumán, solamente, hay un desempleo que supera el 20 por ciento, y que sumado al subempleo puede arribar al 40 por ciento).
Hace veinticinco años, trabajar diariamente en una oficina, según la literatura, era lo peor que podía ocurrirle a un ser humano. Se escribieron poemas reseñando el tumor burocrático que crecía en el alma del hombre que trabajaba en la oficina, cuentos sobre hombres que se suicidaban porque no soportaban la oficina; se hicieron películas sobre hombres y mujeres que “perdían” sus vidas en la oficina. Trabajar en una oficina era lo contrario a la vida.
Hoy, en la Argentina de la desocupación, trabajar en una oficina es la vida. La oficina es vivir. Es poder tomar mate con los compañeros, conocer chicas, jugar al truco. Es estar a salvo del caos de la ciudad desnuda, donde habita el sin trabajo, el delincuente, el policía corrupto y, flotando como el smog, la miseria definitiva. ¿Quién quiere aventuras? ¿Quién quiere acabar con la rutina? ¡La rutina es la garantía de vivir! Los argentinos de clase media y baja en general, y los desocupados en particular, no sólo están perdiendo sus coberturas médicas, su acceso a la buena alimentación, a la educación y al entretenimiento; hay un dato aún más desesperante: una absoluta imposibilidad de imaginar un futuro. El futuro no se imagina: se ruega, con devoción, día a día, que el día siguiente no sea peor que el anterior. El grueso de la población desocupada parece no tener más alternativa que pasar su vida aguardando que alguien se digne aceptar su fuerza de trabajo a cambio de satisfacer sus necesidades básicas. Pero siente negada la posibilidad de decidir o arriesgar dentro de un mínimo abanico de vidas posibles.

EL ESTADO DE MALESTAR Del recorrido por las filas de desocupados, se deduce que el Gobierno ha dejado de ser un tema a tener en cuenta. Sin que la siguiente deducción sea un extracto literal de los testimonios recabados, con una buena dosis de interpretación podríamos sugerir que durante el alfonsinismo existió la esperanza de que el Estado, además de ser la ontológica antítesis del Estado homicida militar 76/83, nos garantizara, junto con la libertad, un sistema de relativo bienestar material. Durante el período Menem, la oposición reclamaba no sólo por aquel Estado de bienestar (que los argentinos ya comenzaban a diferenciar de la democracia) sino también que, aun cuando no se tratara de un Estado homicida y cuando las libertades públicas estuvieran garantizadas, no se llegara tan lejos como para transformar el esperado Estado de bienestar en un concreto Estado de malestar por culpa de la corrupción. En laactualidad, casi pareciera que a los argentinos nos basta con que nuestro gobierno (la diferencia entre gobierno y Estado sigue sin ser evidente) no nos mate, no prohíba la libertad de expresión y no nos robe. Ya no hay mayores expectativas por la positiva respecto del gobierno sino la esperanza bastante certera de que mantendrán las reglas básicas por la negativa: no matarán, no prohibirán, no robarán. Ni siquiera se espera que impartan justicia respecto de los peores homicidios, como no lo hizo Menem ni logra hacerlo De la Rúa. El gobierno termina siendo un mal necesario, del que sólo se espera que no empeore.
No hay dudas acerca de que la actual crisis está íntimamente relacionada con la gestión de la administración menemista y que aceptar la falsa propuesta comparativa entre ineficiencia y corrupción, además de absurdo, es convalidar la corrupción. Pero la actual administración es de una ineficiencia pasmosa no en comparación con la administración anterior (a la que la ciudadanía condenó de un modo inequívoco, expulsándola por medio del voto) sino en comparación con las propuestas que publicitaban cuando se hallaban en la oposición. Ahora que argumentan con la remanida “pesada herencia”, se concluye que: o bien antes de asumir no estaban al tanto de la situación en la que se hallaba el país, o bien hicieron promesas que sabían a ciencia cierta no podrían cumplir, o bien prometían sin saber a ciencia cierta cómo cumplirían.
La actual ministro de Desarrollo Social, por ejemplo, cuando se postulaba para gobernadora de la provincia de Buenos Aires, nos explicaba cómo por medio de la educación apartaría a los adolescentes de la droga. Es de suponer que contaba con estadísticas puntuales y que el método publicitado también produciría resultados palpables. Sería bueno que, ahora que cuenta con un cargo no menos importante que aquel para el que se postulaba, publicara: las estadísticas respectivas a cuántos adolescentes, a nivel nacional, logró apartar de la droga en concreto o potencialmente, e incluir de un modo dinámico en la realidad educativa y posteriormente productiva; qué planes ha puesto en marcha al respecto; con qué cuadro se encontró en cifras; y cuáles son las expectativas numéricas estimadas respecto de ese cuadro. Vale decir, un comprobante de cumplimiento de sus promesas. Cuántos adolescentes, en números aproximados, logró o logrará apartar de la droga y sus consecuencias.
El Gobierno no sólo no logra modificar las variables duras –la macroeconomía, la recesión, el intercambio comercial con las grandes potencias– sino que tampoco es capaz de infundir en los ciudadanos un mínimo grado de acción política, de sentido de comunidad, de responsabilidad de los unos por los otros. Es evidente, recorriendo las filas de desocupados, que cada uno de los postulantes tiene la única esperanza de ganarle al de atrás y de no ser vencido por el de adelante. Es cierto que un relativo grado de competencia estimula la inteligencia, pero en un país donde no existe el mínimo sentido de conjunto, de empresa compartida, la competencia ciega resulta demoledora. El odio por los inmigrantes recientes (inmigrantes que no alteran en modo alguno el mapa de la desocupación en un país, por otra parte, compuesto mayoritariamente por descendientes de inmigrantes) no es debido a un sentido nacional (algo de todos modos condenable) sino a un odio disparatado de todos contra todos que se potencia contra el Otro Total que cruza la frontera. Vicente, de Monte Grande, de 32 años, se queja de que en la construcción, que “está muy parada, contratan todos bolivianos, paraguayos y peruanos, porque cobran menos y no hacen ningún aporte”; a sólo unos pasos, buscando el mismo trabajo de limpieza, Fabiana, de 24 años, de Villa Lugano, con un marido precisamente peruano, “que siempre cobra en negro”, está tratando “de conseguir algo en blanco porque me quiero casar y tengo que tener cobertura médica por si quedo embarazada”.

HACIENDO FILAS Si Allen Ginsberg viviera en Buenos Aires, su actual aullido podría comenzar con un: “Yo he visto a las mejores mentes de mi generación haciendo fila junto a la puerta de entrada de un edificio, vestidos de traje los hombres y de negro las mujeres, con un diario bajo el brazo, listos para el ritual de las preguntas, olvidados por completo de la capacidad humana de elección y creación”.
El 70 por ciento de los desempleados no terminó la secundaria. La mitad de los desempleados son mujeres. Cerca del 50 por ciento tiene menos de 25 años. El 60 por ciento es de nivel medio-bajo o bajo. Sobreviven gracias a los ingresos de otros miembros del hogar o ayudas de amigos. El 22,8 por ciento vive de las llamadas “changas” (trabajos de un par de días, un día o un par de horas de duración). La Anses (Administración Nacional de la Seguridad Social) otorga actualmente un seguro de desempleo, que en ningún caso supera los 300 pesos (para quienes ganaban más de mil) y que desciende proporcionalmente según el sueldo otrora cobrado por los postulantes: sólo un 5 por ciento de los desocupados se encuentra en condiciones de reclamar este seguro; es decir, en condiciones de comprobar que ha trabajado al menos un año, según las leyes vigentes. En abril de este año, 122.502 personas cobraban este seguro, de las cuales 56.571 viven en el Gran Buenos Aires y 12.294 en la Capital Federal. El resto se distribuye en el resto del país.
Cada vez se hace más evidente la figura del “desalentado”. Es la persona que, luego de aproximadamente un año de búsqueda infructuosa de trabajo, pierde por completo la voluntad y la esperanza de encontrarlo. A partir de entonces, pasa su tiempo frente al televisor –con suerte– o vagando o realizando actividades hasta ahora ocultas, que sólo se nos revelarán en el futuro. Al desaliento anímico se suma la dificultad para movilizarse: ya no hay plata para tomar un colectivo hasta el sitio donde ofrecen una posibilidad de trabajo, ni para mantener el traje.
Mariela, proveniente de Salta, tiene 24 años y lleva uno en Buenos Aires. En los primeros seis meses consiguió trabajos que no duraban más que dos, y en el segundo semestre, nada. Busca trabajos de 150 pesos por cuatro horas, o 300 por más de ocho. Miguel, de 31 años, lleva cuatro meses sin trabajar: “Voy tirando gracias a un primo que es pintor”. Cecilia, de 40 años, de San Fernando, está en la fila de la Anses. “Vengo a hacer los trámites para sacar el fondo de desempleo. Mi último trabajo fue como secretaria en un estudio contable por dos años. Ahora me echaron a mí junto a dos personas porque no nos podían pagar más. Es un estudio chiquito. Son tres contadores y se quedaron con sólo una secretaria. Hace un mes que estoy buscando trabajo, pero con mi edad me va a resultar difícil. Tengo que competir con chicas de 25 años que piden menos plata que yo. Además, yo tengo dos hijos y a mi marido no le alcanza el sueldo para mantenernos. El seguro de desempleo me va a ayudar por un tiempo.”
En la referencia de Cecilia a su potencial competidora de 25 años se descubre una falta de perspectiva común a la mayoría de los damnificados: la imposibilidad de pensar una salida conjunta. Del mismo modo que es un lugar común –y una realidad– señalar que pasamos penurias materiales en un país cuyas riquezas naturales y culturales son desbordantes, no es menos cierto que aun con el ínfimo sustento en efectivo que alcanzan a juntar cientos de miles de desocupados –150, 300 o 400 pesos– se podrían originar mínimos microemprendimientos o salidas medianamente más productivas o esperanzadoras que realizar esas desoladoras filas. No es sólo la deserción del poder lo que desampara, ni siquiera la ya endémica apatía en cuanto a reclamarle al poder o enfrentarlo legalmente, sino la completa imposibilidad de pensar alternativas al margen del poder, entre damnificados, con los mínimos recursos con los que aún cuentan. Ése es, probablemente, uno de los efectos más devastadores de esta desocupación:la aparente imposibilidad de combinar el reclamo con la autogestión, la erosión sistemática de la capacidad humana de elección y creación.

HISTORIA DEL SIGLO XXI Cuando el “desalentado” o el “desocupado” que no consigue trabajo es un hombre o una mujer que convive con su pareja e hijos, se producen crisis a repetición. Los hombres se violentan o se deprimen; las mujeres que han trabajado durante años padecen largas rachas de llanto y les resulta imposible adaptarse al rol exclusivo de amas de casa, que había sido ya abandonado por sus propias madres. Es una paradoja trágica e interesante: a partir del expansivo crecimiento económico de los años 50 en Estados Unidos y sus ecos en el resto del mundo capitalista, la mujer salió definitivamente del hogar, se incorporó decididamente al mercado del trabajo y, según autores como Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX, esto se convirtió en uno de los factores que motorizó la enorme racha de divorcios en los países desarrollados entre los años 60 y 80. Lo paradójico es que ahora las crisis familiares se producen no porque la mujer abandona el hogar sino porque vuelve a él. Las profesionales psicólogas, diseñadoras gráficas, enfermeras, contadoras; o simples empleadas de los más diversos rubros, que durante años lograron aportar parte del sustento familiar y ahora se encuentran desocupadas y obligadas a cumplir exclusivamente el rol de amas de casa (no hay plata para pagar una mujer que ayude), entran en crisis y ponen en crisis a la pareja. El mismo status que para sus abuelas hubiera significado la completa armonía, y que para sus madres era un desafío en cuyo resultado no necesariamente se les iba la vida, es para ellas una cuestión de salud mental o angustia.
En los hombres las reacciones no son menos paradójicas: la mujer, cuyo rol como trabajadora es más reciente en el tiempo, mantiene la crispación y la angustia activa durante el período de su desocupación; el hombre, totalmente desconcertado frente a una realidad que nunca imaginó, se quiebra con más facilidad y cae en un pozo de angustia pasiva, sin expresión, de desolación callada. La mujer de clase media mantiene la expectativa por un trabajo que hasta hace menos de un siglo no se consideraba que debiera cumplir, consciente de que ese derecho, el paradójico derecho al trabajo, fue conseguido por medio de acciones sociales y políticas, que no era naturalmente dado; mientras que el hombre queda totalmente fisurado frente a la ausencia de una situación que le parecía tan garantizada como la ley de gravedad.

LA INSEGURIDAD SOCIAL Otro ejemplo que marca las distintas posibilidades de reacción frente a un mismo hecho objetivo, dentro de la clase media, es la diferencia de estrategias frente al desempleo que se dan entre un trabajador free lance y un trabajador dependiente de una única empresa. El free lance (abogados, diseñadores, periodistas, contadores) está acostumbrado a una dinámica de ahorrar en los tiempos de bonanza y sobrevivir entre ahorros y changas en las épocas de vacas flacas; con los mismos ingresos, el mismo nivel educativo, y una mayor capacidad de ahorro; sin embargo, una mucha mayor cantidad de empleados contratados de clase media entran en una completa crisis al ser despedidos o cerrar su fuente de empleo. Para el free lance, la caída de una fuente de empleo es parte de su realidad cotidiana: trabaja para varias empresas (a menudo más de dos y con suerte diversa), para particulares, tal vez incluso para el exterior. Nunca puede quedarse tranquilo: debe generar no sólo recursos variados sino también una cobertura psicológica para afrontar los vaivenes económicos y sociales de su azarosa existencia. El empleado dependiente, en cambio, con sueldo y aguinaldo, no puede concebir la idea de quedar a la deriva y pensar formas de arreglo con una realidad variable. Al free lance le cuesta proyectar un futuro, pero tiene la esperanza de alguna vez lograrlo; el empleado dependiente construye su futuro con facilidadmientras mantiene su relación con la empresa, pero pierde hasta la esperanza en caso de que la relación con la empresa se interrumpa.

ESCENAS DE LA DESOCUPACION “Toda la vida tuve mi propia empresa”, dice Daniel, de 49 años y 4 hijos. “Tenía una empresa de repuestos de autos, pero nos fundimos. Desde entonces, todo se vino en picada. Trabajé en taxis, en negocios de ‘Todo por 2 pesos’, por nada... ni siquiera pude salvar mi casa. Me tuve que mudar a un lugar más chiquito con los 4 pibes y mi mujer. Además, mi hija más grande tuvo un hijo y también vive con nosotros. En total somos siete bocas para alimentar”, dice. Y sigue: “Lo peor que me pasó por estar desocupado es tener que vender la casa. Cuando la compramos, pensamos que estábamos hechos para el resto de la cosecha; pero no, no la pudimos mantener, porque las deudas me tapaban. Encima, ni los chicos pueden independizarse del todo: todos tienen que compartir su sueldo, porque si no, no llegamos”, confiesa. Y agrega: “En este momento que no tengo trabajo, subsisto vergonzosamente con el sueldo de mis dos hijos mayores (21 y 25 años). Casi no me quedó dinero de la venta de la casa y, además, ya no me queda nada para vender, salvo un auto modelo 76 que tendría que pagar yo para que se lo lleven”.
Y no se trata sólo de hijos que no pueden independizarse porque deben colaborar en la manutención de sus padres y del resto de la familia; uno de los ejemplos más contundentes de las anomalías familiares desatadas por la falta de trabajo se manifiesta en los casos de matrimonios de desocupados que, al no poder lograr el mínimo sustento, deciden “separarse” de común acuerdo y regresar cada cual a la casa paterna, obligados así a mantener un patético retro-noviazgo.

EL PRECIO DE LA LIBERTADLa utopía marxista, el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad por medio de la liberación del trabajo bruto gracias a la mecanización del trabajo y la socialización de la riqueza, ha devenido para los desocupados del tercer mundo en una pesadilla de hiperrevolución industrial (informática), libertad y nula socialización de la riqueza. El ocio, una reivindicación de la humanidad desde la salida del Paraíso, es para ellos el infierno. Autores como Hobsbawm, nuevamente, sostienen que la humanidad nunca conoció una bonanza material tan grande como la del siglo XX, pero los mismos autores aseguran que nunca antes tanta riqueza estuvo acumulada en tan pocas manos. Sin embargo, y quizá resulte una idea provocativa, la libertad, en la democracia capitalista, no falta. Los desocupados no son esclavos. Aunque los gobiernos de los países democráticos del tercer mundo han desertado de su responsabilidad social para con sus electores, aún quedan resquicios de posibilidad de acción, resquicios sobre los que podrían actuar no sólo los desocupados sino también, de modo solidario, todos aquellos empleados que se oponen al actual estado de cosas. (La mayoría de los pocos emprendimientos solidarios existentes en la actualidad ven sus energías y recursos absorbidos por las necesidades de los casos más extremos de indigencia y desprotección.) El gobierno, entonces, no cumple con las funciones que se le exigían, pero tampoco impide la solidaridad, no elimina coercitivamente la capacidad de la mayoría de los ciudadanos de pensar respuestas a las crisis independientes del poder. Mientras exista esa libertad, existe una responsabilidad. Una responsabilidad que tal vez Sartre tuvo más en cuenta que Marx. Una concepción de la responsabilidad que, en esta coyuntura de libertad desesperada, cobra una vigencia decisiva.

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