Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
 




Vale decir


Volver

Cine
El astillero, de Onetti, filmado por David Lipszyc
y adaptado por Ricardo Piglia

Dejemos hablar al viento

Una de las fantasías predilectas de los cinéfilos se hace realidad: El astillero de Juan Carlos Onetti, libro-desafío por excelencia, fue llevado al celuloide por el director David Lipszyc con guión de Ricardo Piglia y actuaciones de Ricardo Bartis, Cristina Banegas, Ingrid Pelicori, Norman Briski y Ulises Dumont. A partir de este jueves, un nuevo episodio del dilema de siempre: qué hace el cine cuando se mete con la literatura.

POR CLAUDIO ZEIGER

El astillero gozó del raro prestigio, durante los años esplendorosos del Boom, de ser uno de esos libros más conocidos que leídos, por un lado accesible (es quizás el título que más identifica a su autor), por el otro inaccesible (requiere, preferentemente, conocimiento previo sobre la obra de Onetti). Escrito en los albores de la década del ‘60 y publicado poco después, Juan Carlos Onetti ofrecía en él una puerta de entrada a su literatura de mayor aliento y hermetismo, un paso más allá de sus cuentos más contundentes (“Bienvenido, Bob”, “El infierno tan temido”, único texto de Onetti que había llegado al cine hasta ahora). Santa María, ese condado rioplatense y faulkneriano al mismo tiempo, que había surgido como territorio imaginario en La vida breve, pasaba a ser, en las novelas posteriores, un lugar real, universal, pero esencialmente provinciano, suma de todos los fracasos, poblado de personajes inolvidables como el doctor Díaz Grey y el escarnecido Juntacadáveres (conocido también como Larsen, aunque su verdadero nombre no es revelado). Ese hombre que había sido expulsado por las fuerzas vivas de Santa María tras intentar fundar un prostíbulo en la ciudad (en la novela Juntacadáveres), volvía cinco años después para vivir una historia terminal que gira alrededor de un astillero en ruinas tal como El castillo de Kafka gira alrededor de un edificio inaccesible.
El astillero hizo proliferar interpretaciones simbólicas y alegóricas sobre la condición humana y también tentó, ya desde la fecha de su publicación, a muchos onettianos fervientes, como Eduardo Mignona y Federico Luppi. Con el estreno de la película de David Lipszyc, se descorre uno de los velos de la fascinación ejercida por esta novela amarga, compleja, llena de resonancias del mundo Onetti. Lo que lleva a un dilema: ¿cómo llevar al cine todo un mundo narrativo cuando se intenta adaptar sólo una de las piezas del conjunto? ¿Cómo hacer una película que transmita la marca ineludible de un estilo, esa visión canallesca, pero a la vez elegantemente distanciada del mundo de los pobres de espíritu, los que aspiran a una felicidad mediocre, ordinaria? ¿Cómo transmitir, si esa fuera la idea, que fundar un prostíbulo es más retorcidamente heroico que fundar un banco, y también que robarlo?
La adaptación de El astillero fue realizada por el propio director y por el escritor Ricardo Piglia, quienes para armar el guión cinematográfico se inclinaron por una particular forma del ascetismo: vaciaron las calles de Santa María y de Puerto Astillero hasta reducirlo a un desierto donde deambulan despojos humanos que destilan fuertes emanaciones alegóricas. Así, vaciado el “escenario”, se hace más elocuente la decadencia de la condición humana: el astillero con sus oficinas grises como símbolo pelado. Es de lamentar, entonces, para los onettianos de pura cepa, la total ausencia de esas voces encantadoramente perversas, las de los notables (y no tan notables) del pueblo, que hacen circular versiones siempre diferentes sobre un mismo episodio que por supuesto nunca se termina de aclarar. Muy por el contrario, la peculiar polifonía onettiana cede lugar en el film al laconismo más extremo, a la austeridad.
El film abre con la visión de un río marrón y triste. En la lancha que surca el agua se recorta la figura de Larsen, que rompe una carta que acaba de leer. Larsen, el rufián, el canalla con aspiraciones, encarnado por Ricardo Bartis, vuelve al pueblo porque una mujer lo convocó. Pero en esta trama, virada al policial metafísico, Larsen parece más un detective que un perseguido. Esta astucia del guión, que parece funcionar bien en los primeros tramos del film, se vuelve en su contra cuando empiezan a sucederse las escenas en forma mecánica y los diálogos acumulan una sobreabundancia de datos, indicios, presagios, frases sueltas (en un momento pareciera que hablan voces, como si los cuerpos apenas fueran su sostén: esa obsesión de Piglia que aquí terminó por automatizar los diálogos). El clima noir empieza a esfumarse en la espesa red de relaciones que teje Larsen con los otros personajes. Nada queda muy claro, y nadie parece muy conmovido. Los actores, inmersos en una atmósfera teatral, se dedican a actuar, se diría, demasiado. Más de lo recomendable en cine. Bartis –complejo, excesivo a veces, ajustadísimo otras– termina por convertir su personaje en una lección de dramaturgia hasta el cotidiano gesto de llevarse una cuchara a la boca mientras toma una sopa; Ingrid Pelicori tomó al pie de la letra que su Angélica Inés (la hija del todopoderoso, pero decadente Jeremías Petrus) es una loca, pero la exterioriza como a una histérica con abstinencia sexual; más ajustados al marco literario de sus personajes lucen Cristina Banegas (Josefina, la sirvienta de los Petrus que en el film es quien convoca a Larsen a volver y hacerse cargo del astillero) y Norman Briski, en una actuación memorable de no más de tres escenas, además de reiteradas apariciones de su rostro en una ventana, compactando en pocos minutos todos los matices del miedo, la canallada y la ambición de ese vil comerciante que es el viejo Petrus. Luis Machin y Alfredo Ramos componen un buen dúo de canallitas menores (Gálvez y Kunz, los dos empleados a cargo del astillero); Ulises Dumont aporta solvencia al comisario del pueblo y Mia Maestro (la chica de Tango de Saura, hoy instalada en Estados Unidos) hace un buen aporte a su personaje de mujer de Gálvez.
A tranco lento, con un énfasis cada vez más evidentemente puesto en las mayúsculas, la película va recorriendo los tópicos de poder y sumisión que supone el astillero como símbolo: la Ley, la Locura, el Sexo, La Traición. Allí parece estar puesta –y agotada– toda la energía necesaria para desmontar esta complejísima novela. Pero reducida a trama, desgajada del envolvente discurso onettiano, no dice nada claramente. Onetti nunca suscribió una versión tan tajantemente material de los móviles de un crimen, un chantaje o un robo. Onetti no era Chandler. Pero hay algo más: la película puede ser vista como una puesta en escena de lo difícil que es leer El astillero, y en este punto es donde más sorprende la frialdad de la lectura, su incapacidad para transmitir la más mínima emoción más allá de actuaciones didácticas, lecciones de elipsis y metáforas de conceptos.
Los onettianos de ley (ya que es de suponer que quienes vean el film sin conocer un poco de su universo narrativo van a encontrar serias dificultades en entender de qué va este policial que apenas produce intriga) se preguntarán si, al fin y al cabo, no pasa con Onetti algo similar a lo que pasa con García Márquez cuando se intenta llevarlos a la pantalla. Trampa impiadosa para cineastas, la adaptación de esta clase de obra sirve para confirmar que la literatura, cuando el cine la desafía un poco deportivamente, gana.

arriba