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Tesoro mío
(o la Argentina que no miramos)

Por Alan Pauls

Hace ya seis años, un oscuro tesorero de banco de provincia regocijó a muchos de sus compatriotas con uno de los pocos entusiasmos espontáneos que la industria de los medios estaba en condiciones de proporcionarles: el delito como forma verosímil de revancha. El golpe de Fendrich, un empleado intachable, tuvo todo para encender las maltrechas esperanzas de la población: fue seco, limpio, irónico; fue un corte que dividió el tiempo y la vida en dos partes irreconciliables: un pasado opaco, administrativo, consumido en el acto obsceno de contar plata ajena, y un futuro salvado, clandestino pero extático, lleno de libertad y de placeres. Lo que la jerga hípica llama un batacazo. Seis años más tarde, Fendrich está preso, el paradero de los 31.953 billetes sigue siendo un misterio (lo que mantiene en alto la cotización del ex tesorero en la bolsa de los héroes populares) y hay una película argentina, Tesoro mío, cuyo protagonista se llama Dietrich, es bancario, vive en una ciudad de provincia sin nombre pero con río, y en el anteúltimo plano del film, con la misma avidez entrecortada con que antes miró, tocó o se frotó contra todo lo que sabía que no poseería jamás, mete atropelladamente en una caja de cartón una parte de los fajos de dinero que estuvo custodiando durante los ochenta minutos a los que la película reduce su vida.
Ése es el final, el golpe. Al principio, sin embargo, Tesoro mío -.como todas las películas que gozan del cuerpo a cuerpo con lo inmediato-. enfrenta al espectador con esa fórmula convencional que empieza con “Los hechos y personajes de esta película” y termina con “mera coincidencia”. Sergio Belotti (el director) y Daniel Guebel (el guionista) no han mentido: Tesoro mío no es una versión del llamado Caso Fendrich; es la contraversión de algo más difuso, menos personal y también incalculablemente más significativo: esa felicidad romántica y delictiva .-la misma, probablemente, que alguna vez despertó Vairoletto, y la misma que después suscitaron los boqueteros.- en la que el Caso Fendrich, gran catalizador del malestar y la insatisfacción colectivas, hundió a una porción considerable de argentinos.
Tesoro mío es la antítesis perfecta de Caballos salvajes: no se detiene en el aire libre, los paisajes abiertos, el horizonte despejado, toda esa Patagonia de libertad que se despliega ante el justiciero popular después de dar su golpe, sino en el encierro, el aburrimiento atroz, la mezquindad insoportable, las sobremesas inútiles, todo ese páramo de resentimiento y vileza que pudo haber precedido a un golpe que el público, que nunca va al cine sin saber algo de lo que verá, sabe positivamente que fue exitoso. En ese sentido, el film de Belotti no es sólo un film que conjetura lo que el público no sabe (cómo fue el antes del golpe); es un film que narra la contra de lo que el público sabe; un film que inventa, así, una especie de mundo bizarro: el mundo de la contrafelicidad. La decisión era arriesgada; exigía una gran dosis de ascetismo: había que renunciar -.entre otras cosas-. a la épica expansiva en la que descansaba, por ejemplo, el efecto de dicha de Caballos salvajes. Había que ir a fondo con un mundo mediocre, resentido y estéril, un mundo definitivamente privado de algo que el cine argentino no parece poder dispensar sin ser necio, hipócrita o cínico: la redención.
¿Es bueno que en una película no haya lugar para la redención? No lo sé; me lo pregunto a menudo. Lo que sé es que si Tesoro mío me hubiera contado cómo el desfalco cambiaba la vida de Dietrich, cómo ese bicho ruin, paranoico y vulgar, por obra y gracia de un baúl de Renault 18 lleno de plata robada, pasaba a ser un turista despreocupado en una playa caribeña, cómo las intrigas, la traición y los chistes lamentables que animan el tedio de esa ciudad de provincia eran desalojados por el confort de un ticket de primera, la excitación de un hotel cinco estrellas o la transparencia del mar, yo -.argentino-. hubiera desconfiado. Nada en elfilm de Belotti permite entrever cómo serían sus personajes en otras circunstancias. Lo que hay es lo que se ve. No hay salida. No hay exterior. Ésa es la materia –a la vez familiar y enrarecida– con la que opera Tesoro mío: esa tautología obcecada que llamamos ser nacional. O, para decirlo de otro modo, el estereotipo. El film rechaza las convenciones del Bien y los milagros de la Redención, pero sólo para encarnizarse metódicamente con las del Mal, las del Disvalor: lo que en el idioma del grotesco -.una estética argentina que resucita, exhumada por cierta facción del cine independiente-. se conoce como “las lacras de la condición humana”. Sólo que Guebel y Belotti hacen un uso intensivo del estereotipo; se demoran, insisten, martillan una y otra vez el mismo clavo, explotan el potencial dramático de sus personajes y sus situaciones casi hasta el martirio, y sólo se detienen cuando el estereotipo, exhausto, libera su jugo más precioso: la Risa.
Porque hay risa, en Tesoro mío, y mucha. Y la Risa aparece bajo tres formas: una, tematizada, en los chistes que los personajes, bromistas compulsivos, no dejan de intercambiar (es como si dos tipos de chiste -.el malo y el malvado, el torpe y el dañino-. definieran una clase propiamente argentina de lazo social); la segunda, en la estructura de chiste que subyace a la mayoría de las situaciones: repetición y sorpresa, adivinanza, acumulación y remate (el chiste como Gran Libreto Conductista argentino); la tercera, la más rara y la única verdaderamente siniestra, es también, quizá, la más “nuestra”: es la risa bestial, casi puramente física, que estalla en la fiestita de cumpleaños de Dietrich, cuando su mujer, atontada de alcohol, rechaza el asedio sexual de un amigo de su marido, también borracho, gritándole desconcertada: “Pero ¡¿no eras puto, vos?!” Es la carcajada-límite, la última, la que nace de la tierra extenuada o de los escombros: la risa terminal de los argentinos.

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