Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
 




Vale decir


Volver



1- Fischer a los trece años. 2- Diez años después. 3 - En 1996, Fischer reapareció para presentar el FischerRandom en Buenos Aires.

El Rey mago

Revolucionó dos veces el ajedrez: cuando apareció y cuando desapareció. Durante veinte años enloqueció a la Casa Blanca y al Kremlin. Llevó el ajedrez a la tapa de los diarios. Acusó a los grandes maestros soviéticos de negociar empates entre ellos para impedir que él se coronara campeón mundial. Cuando por fin logró derrotarlos, fue destronado mediante una disposición burocrática. Cuando volvió en 1992, el gobierno yanqui libró un pedido de captura internacional. Radar rastreó a amigos y enemigos de Bobby Fischer para reconstruir la vida del hombre que hoy, desde Budapest, propone modificar el ajedrez para vencer a las supercomputadoras con lo único que ellas no tienen: imaginación.

Por Juan Ignacio Boido

Para muchos, si no para todos, Bobby Fischer apareció de la nada, como una sublimación de todas las aristas dispersas que habían ido puliendo el ajedrez durante los últimos trescientos años hasta darle su forma actual. Era a la vez un compendio y una entidad imposible de asimilar a ninguno de los modelos anteriores. No era un humanista disipado, como el genial Philidor, que a mitad del siglo XVIII tiró por la borda el rigor del claustro académico para sumergirse en el Café de la Régence parisino, donde se divertía escuchando a sus amigos Rousseau y Diderot y Robespierre advertirle que los esfuerzos mentales de las partidas a ciegas podían volverlo loco. Tampoco era el diamante casi perfecto pero teóricamente en bruto que fue Paul Morphy, el norteamericano capaz de anticipar intuitivamente posiciones y estrategias que recién años después entrarían en los libros. Ni se acercaba al juego deliberadamente complicado de Alexandre Alékhine. Ni, mucho menos, era un dandy como el cubano José Capablanca, que durante los ‘20 y los ‘30 recorría el mundo con pasaporte diplomático y graduaba la duración de sus partidas de acuerdo a la hora en que había citado a una dama en su suite. Fischer fue, en cambio, una categoría en sí mismo, completa y absolutamente revolucionaria, de una autonomía que le permitió desafiar a la falange de ajedrecistas soviéticos que por esos años monopolizaban el ajedrez. Y despreciarlos públicamente, al punto de tratarlos como peones políticos no como contrincantes, sin por eso quedar pegado al anticomunismo burdo de Washington. Según George Steiner, verlo caminar hacia su silla antes de una partida era como “ver entrar en escena al mismísimo Hamlet”. Para Marcel Duchamp, contemplar a Fischer frente al tablero era como ver “a un derviche a punto de pasar al otro lado de la iluminación”. Para Arthur Koestler, “estar ahí, era como mirar a alguien que en cualquier momento podía encontrar la línea más corta que unía el cero con el infinito”. Aun hoy, para quienes levantan apuestas de matchs imposibles por Internet, Fischer sigue siendo imbatible. La composición de sus partidas es rutinariamente comparada por muchos con la claridad matemática de las fugas de Bach y la precisión técnica de las sonatas de Mozart.
Sin embargo, las descripciones inspiradas por Fischer desde su irrupción a los siete años en el mundo del ajedrez parecen siempre desmedidas y, a la vez, insuficientes. Desmedidas porque parecen demasiado poéticas para esa genialidad quirúrgica que desplegaba a cara de perro sobre el tablero. Insuficientes porque poco y nada se sabe de su vida, incluso de la anterior a su retiro intempestivo en 1975, hace exactamente veinticinco años, después que le ganara finalmente a los rusos y enfureciera por partes iguales al Kremlin y a la Casa Blanca.

“Esto es lo que sé desde chico: uno debe
tener confianza en sí mismo. Pero esta
confianza debe estar fundada en los hechos.”

Fischer fue una mente decidida, capaz de unir un talento natural al que todo parecía caerle del cielo con el conocimiento enciclopédico más vasto de la historia del ajedrez humano. El dato fundamental para entender cabalmente su irrupción en el mapa es la situación del ajedrez en la Unión Soviética de posguerra. El bloque de jugadores de la URSS ya había desterrado del mundo ajedrecístico al dandismo, a los médicos y matemáticos aficionados a las genialidades de salón, más apoyadas en improvisaciones deslumbrantes que en modificaciones milimétricas a estrategias largamente estudiadas. Si el Kremlin entendía o no la Guerra Fría como un juego de mente es un tema aparte, pero estaba claro que, con buena parte de sus intelectuales en Siberia, el ajedrez fue convertido en el estandarte intelectual soviético. Para cuando Fischer nació, en Chicago, en marzo de 1943, todos los colegios de la URSS recibían periódicamente la visita de cazatalentos de Moscú y en todo el territorio soviético proliferaban institutos especiales donde los niños entrenaban en turnos de ocho horas diarias. Chicago, en cambio, no tenía ni una sola academia de ajedrez. Nada más ajeno al autodidactismo de Fischer que esos planes quinquenales de estudio, que incluían séquitos de asesores para cada jugador en cada torneo y pactos secretos entre ellos para evitar intrusos en los primeros puestos de las tablas de posiciones. Mientras los grandes maestros soviéticos vivían en la holgura económica, subvencionados por el Partido, Fischer se convirtió en un abanderado de los reclamos de mejoras en premios y condiciones de juego para poder vivir del ajedrez. Esta actitud no sólo le permitió llegar a la primera plana de los diarios, además lo hizo ver como un maníaco caprichoso, un niño malcriado, en vez del adulto en miniatura que deseaba con tal intensidad destronar a los soviéticos que, desde los trece años, no hizo más que “acostarme pensando en el ajedrez y levantarme pensando en el ajedrez”.

“Yo creo que mi inconsciente está dedicado al ajedrez todo el tiempo. Incluso cuando no estoy estudiando o sentado delante de un tablero, se me ocurren cientos de ideas nuevas. Las cosas simplemente me vienen.”

Por lo poco que se sabe, la infancia de Fischer parece la de un autómata lanzado hacia un único objetivo. En 1945, el matrimonio de sus padres vuela por los aires. Papá Fischer, un biofísico alemán que había conocido a su mujer en Suiza, donde se casaron y desde donde emigraron a Estados Unidos justo antes de la guerra, se manda a mudar. Muchos suponen un regreso intempestivo a Alemania. Fischer nunca vuelve a saber de él. Previo paso por Los Angeles y Arizona, la madre se instala en Nueva York con sus dos hijos. Joan, cinco años mayor que Bobby, es la encargada de cuidarlo de noche, mientras la madre termina un Master en Enfermería (carrera que había empezado a cursar, curiosamente, en el Primer Instituto Médico de Moscú). Para entretenerse, los hermanos juegan al Monopoly, a las damas y al ajedrez, que había aprendido solo, leyendo las instrucciones que traía en la caja un tablero para principiantes. “Al principio era un juego como los demás. Un poco más complicado solamente.” Entre los seis y los diez años, ese juego apenas un poco más complicado que los otros comienza a fagocitarlo progresivamente: compra cuanto libro de ajedrez se cruza en su camino, deja sistemáticamente plantados a los pocos amigos que quieren estar con él, se vuelve un problema para la psicopedagoga de su escuela. La solución materna es anotarlo en las clases del Club de Ajedrez de Brooklyn para que por lo menos tratara con algunos chicos de su edad. La solución es peor que la enfermedad: el tiempo libre que le deja el club lo pasa cuidando a su tío abuelo, con quien juega horas y horas sobre la cama, y poco a poco se va atreviendo a buscar contrincantes entre los adultos que juegan por dinero en Washington Square y el Central Park. La madre, desesperada, consulta a varios psiquiatras. No hay mucho que hacer, le dicen. Si eso es lo que le gusta, hay que dejarlo jugar; le podrían gustar cosas peores. “Durante cuatro años hice lo imposible para que se alejara del tablero”, diría ella mucho después. A los diez años, Fischer se hace socio del Club de Manhattan, el más competitivo de Estados Unidos, y pasa el verano jugando como un poseído, hasta ganarle en una demostración al campeón norteamericano, el gran Samuel Reshevsky. Se anota en torneos de adultos, entra quinto, sexto, aprende a no perder los estribos, a no llorar nunca, a exigir silencio cuando juega en las plazas. Paralelamente, empieza a tomar clases con John Collins, un espástico en silla de ruedas, que es campeón estatal de Nueva York: él es quien le organiza las lecturas que lo convertirían en el jugador con mayor preparación teórica en la historia del ajedrez. El último empujón se lo da una maestra que, en plena clase, le grita: “Fischer, no puedo obligarlo a que me escuche ni evitar que juegue alajedrez. Pero al menos no traiga el tablero a clase”. Desde ese día, “empecé a jugar de memoria y descubrí que así podía jugar todo el tiempo”. Muchos años después, cuando le preguntaron cómo fue exactamente ese período, del que emergió con una fe casi mesiánica en sí mismo, dispuesto a convertirse no sólo en campeón del mundo sino en el mejor jugador de la historia, la respuesta fue: “No sé, a los once simplemente empecé a jugar bien”.

“Todo lo que quiero hacer en la vida
es jugar al ajedrez.”

Primer inconveniente: cuando Fischer empieza a jugar bien, no tiene casi nadie con quién jugar: mientras el título mundial pasaba de mano en mano entre soviéticos, el campeonato norteamericano se suspendía por falta de quórum, la vieja guardia de ajedrecistas norteamericanos volvía a sus profesiones y abandonaba la práctica competitiva, por lo asfixiante que resultaba sobrevivir en un medio de premios insignificantes en metálico y escasísima organización. ¿Quién podía entrenar a ese monstruo? Nadie. Durante las siguientes dos décadas, Fischer enfrentará por las suyas a los soviéticos, revitalizando el fervor por el juego en Estados Unidos. Lo que no logrará nunca es otorgarle autonomía, una vida propia, despegada de ese fanatismo mercantilista que los yanquis prodigan a sus ídolos.
A los trece años ya es campeón juvenil y recibe de la Cuba de Batista una invitación para dar la que será la primera de una numerosa serie de exhibiciones. Por esa época, Larry Evans, Gran Maestro doce años mayor que Fischer, lo lleva en su auto de regreso a Nueva York después de un torneo en Montreal: “En todo el viaje no miró ni una sola vez por la ventanilla. Lo único que hizo fue hablar de ajedrez, ajedrez y ajedrez. Me bombardeaba con preguntas técnicas y armaba combinaciones en el aire que ningún chico de esa edad podría hacer. Y eso que ni siquiera tenía un tablero delante”. Ese mismo año aniquiló al excelente Donald Byrne en la que los libros llaman “la partida del siglo”. Compleja, limpia, brillante: después de compararla con una gran victoria de Morphy (también a los trece, en 1850) y otra de Capablanca (a los doce, a principios de siglo), hasta los ortodoxos convinieron en que Fischer superaba a ambos prodigios no sólo en la profundidad de su concepción sino también en originalidad. La “partida del siglo” apareció publicada en el Shakhmatny Byulletin de Moscú y la Federación norteamericana recibió una carta oficial del gobierno soviético invitando a Fischer a Rusia. Aunque nunca consiguió fondos para el pasaje (la Pepsi, naciente empresa que elegía para su logo los colores de la bandera norteamericana, se negó a pagar el vuelo a Moscú pero ofreció organizarle la primera exhibición auspiciada por una marca ajena al mundo del ajedrez), esa señal del otro lado del Atlántico convenció definitivamente al entonces adolescente de que podía ser campeón del mundo.

“Yo le doy al ajedrez el 98 por ciento de mi energía mental. Otros le dan
sólo el 2.”

Entre los trece y los diecinueve, los soviéticos lo someten a una guerra de nervios sistemática, que termina por cincelar al Fischer del que hablamos hoy. El mismo año en que deja la escuela definitivamente y destrona a Reshevsky (cuatro veces campeón nacional) permaneciendo invicto durante las trece partidas, parte con su madre a Portoroz (Yugoslavia) a participar en las eliminatorias para el Campeonato Mundial. Un millonario aficionado al juego intenta financiarle el viaje a Portoroz a cambio de un favor: “Lo único que le pido es que, cuando gane, diga Nunca hubiese podido ganar este torneo sin la ayuda de Sam Blanker”. Fischer lo mira sin mover un músculo y contesta: “Si gano un torneo, lo gano yo solo. Yo soy el que juega. Nadie me ayuda. Gano yo con mi talento”. Finalmente, el pasaje lo paga un programa de televisión a cambio de una entrevista, y Fischer aprovecha para triangular con Moscú en el viaje de ida. De ese viaje se lleva dos recuerdos imborrables: las postergaciones indefinidas de sus partidas con los grandes maestros soviéticos y el desfile interminable de campeones olímpicos al que fue sometido: levantadores de pesas, gimnastas, nadadores, cada uno con su medalla olímpica de oro. Para los pocos europeos que siguen el juego, ese chico de quince años es la gran esperanza occidental. Pero Fischer entra quinto, detrás de los soviéticos que se negaron a jugar con él en Moscú. Como consuelo le queda convertirse en el Gran Maestro más joven de la historia. Y queda esperar cuatro años hasta las eliminatorias siguientes, que se realizarán en Curaçao.
Esas eliminatorias serán, para muchos, incluso para el mismo Fischer, el punto de inflexión de su carrera. En el ínterin, estudia como un endemoniado, como si desconfiara del pacto fáustico que le proporcionó ese talento natural asombroso, esa capacidad para desarrollar las ideas más complejas con una claridad cristalina. Se presenta en una seguidilla de torneos, que interrumpe para volver a estudiar. Permanece invicto en sus enfrentamientos con los tableros soviéticos que lo vencieron en Portoroz. Exige que se respete la tradición judía que le prohíbe jugar los sábados. Paga el precio de crecer en público: cuando viaja al Torneo de Mar del Plata en 1960, por ejemplo, su performance en el tablero es uno de los peores papelones de su carrera mientras, por las noches, debuta en la suite de su hotel, se compra su primer traje, se atraca con carne y aprende a usar los cubiertos.
Las eliminatorias en Curaçao tienen lugar poco después de su cumpleaños número diecinueve. Los organizadores ya están al tanto de su carácter y sus demandas y corren con los gastos. Todos, incluido Fischer, pensaban que había llegado su hora. Pero desde “la partida del siglo”, seis años antes, los rusos venían estudiando los progresos inauditos de Fischer sobre el tablero y pensando estrategias para frenarlo. En Yugoslavia lo habían dominado con experiencia. Aquellos viejos de 22 o 23 años conocían más trucos que un Fischer de 15. En Curaçao, en cambio, los soviéticos sabían que, por primera vez en casi dos décadas, podía darse la intolerable contingencia de que no fuera uno de los suyos, sino un adolescente norteamericano, el que enfrentara al campeón el año siguiente. Eso, que hoy suena un poco tremendista, en plena Guerra Fría, con el Kremlin tratando de mantener la distancia que les había dado el Sputnik en órbita, desembolsando millones de rublos en sus ajedrecistas, haciéndose cargo de sus dachas, sus Mercedes y exceptuándolos de pagar impuestos de por vida, era para los soviéticos como ver a Estados Unidos poner un hombre en la Luna.
Por eso, cuando el Gran Maestro Gligoric vaticinó, con un poco de sorna, antes de las eliminatorias: “No creo que cinco Grandes Maestros sean más débiles que un Fischer”, lo que estaba diciendo, en realidad, era: Señores, Fischer no es lo mismo que un Gran Maestro y ojo, porque los soviéticos lo saben y precisamente por eso harán lo imposible por ganarle. Y le ganan. Fischer entra cuarto, detrás de tres soviéticos. Pero un mes después, le da flor de sacudida a la historia del ajedrez, cuando publica en el número de agosto de Sports Illustrated su propio j’accuse: “Los rusos tienen arreglado el ajedrez mundial”. Con la complicidad de la FIDE, argumenta, los maestros soviéticos conforman una falange ajedrecística, pactan tablas (empates) entre ellos para repartirse los puntos y obturar así el ascenso de cualquier no soviético en la tabla de posiciones. A él, pone como ejemplo, es algo que le vienen haciendo desde Portoroz. La única solución es no computar las tablas: que cada uno juegue a ganar. Como en los viejos tiempos, dice, cuando alcanzaba con provocar al campeón, u ofrecerle lo suficiente, para tentarlo a arriesgar su cetro. “Ningún occidental puede ganar el título en las condiciones actuales”, sentencia. Ni siquiera una llamada de la Casa Blanca lo disuade. A los diecinueve años, jura públicamente no presentarse más a una eliminatoria hasta que cambien las reglas.

“Uno está solo con su oponente y el
tablero. Y uno está tratando de
demostrar algo.”

Durante la década que sigue, la que lo separa de su único match por el título del mundo en 1972, el planeta entero asiste a la transformación de Fischer en una figura de dimensiones titánicas. Él, por supuesto, lo sabe: él es la libido del juego. Cada uno de sus pasos, en cualquier lugar del mundo, merece la atención de las embajadas soviéticas y norteamericanas. Sus matches con los rusos, a los que se presenta con la verborragia de un Alí o un McEnroe, calientan tanto la Guerra Fría. Más de un diario manda a cubrir las partidas por sus corresponsales políticos. Sin embargo, Fischer sigue preparándose solo. Es famosa la anécdota durante uno de sus enfrentamientos con Petrosian, cuando en la mitad de la noche Fischer pidió que lo cambiaran de habitación, porque en el cuarto de al lado su contrincante no paraba de hablar con el séquito de Grandes Maestros con los que analizaba posiciones, amén del sonido de los dos teléfonos directamente conectados a Moscú, desde donde otros tantos Maestros aportaban lo suyo. Fischer, en cambio, entrena y analiza solo. Su compadre y sparring desde los días del Club de Manhattan, el reverendo William Lombardy, lo explicó así: “Es cierto que entrena solo, pero está aprendiendo permanentemente de las partidas de otros jugadores. Afirmar que Fischer desarrolla su talento solo es como decir que Beethoven o Mozart o Shakespeare o Tolstoi se desarrollaron sin la música o la literatura anterior a ellos”.
Mientras el título sigue pasando de un soviético a otro, Fischer sigue acusándolos de tramposos, sabotea torneos que no pagan lo suficiente, exige que se reemplacen las sillas duras y la iluminación de tubos fluorescentes, zafa de ir a Vietnam por no pasar la revisación médica, y hasta ofrece (primero al campeón, Botvinnik, y después a cualquier soviético) jugar dando dos puntos de ventaja, pero la respuesta de Moscú es un invariable nyet. Cuando los premios no alcanzan, subsiste dando conferencias o clases. Sus exigencias desembocan en pedidos expresos de los oganizadores de torneos a la Federación Norteamericana: “Que el señor Fischer por favor no asista a nuestro certamen”.
Cuando pasa casi tres años enteros sin jugar a nivel internacional, el ajedrez norteamericano desaparece de los diarios. Fischer se está carcomiendo por dentro, dicen. Estoy estudiando, contesta él. En 1965, cuando parece ir para el cuarto año de reclusión, Cuba lo invita a jugar el Torneo Capablanca. Aunque Fischer acepta, Washington le prohíbe viajar a La Habana. La idea con la que Fischer sale del paso anticipa en cuarenta años el e-mail: decide jugar las veintiún partidas desde Nueva York vía télex, pero le exige a Fidel Castro, que ya había empezado a festejar, que no considere esto una victoria cubana: “Yo no represento a nadie. Yo juego solo”, le manda decir. Después de jugar durante un mes a solas, encerrado en un cuarto, queda segundo en el torneo. Es probable que, de haber jugado cara a cara, hubiese ganado cómodo, pero la muestra de su juego excepcional es que los operarios del télex pedían ratificar sus jugadas por considerarlas demenciales.
Ya nadie discutía, ni siquiera los soviéticos, que su juego, su capacidad para erosionar la posición del otro, era producto de una imaginación prodigiosa. En 1966, por ejemplo, con sólo veintitrés años, gana por octava el vez campeonato norteamericano. En cuanto torneo se presenta, la suma de su bagaje teórico y las variaciones que introduce dejan a sus adversarios ante situaciones completamente novedosas que no saben cómo solucionar. Sus exigencias, sin embargo, corren paralelas a la evolución de su juego. La decisión de vencer a la FIDE desprestigiándola, negándose a jugar las partidas que los ajedrecistas del mundo esperaban ver, amenazaba convertirlo en el perpetuo campeón sin corona. Después de los abandonos, uno detrás de otro, de las eliminatorias de 1967 y las Olimpíadas de Lugano en 1968 (por ser obligado a jugar seis veces seguidas, sin descanso, y bajo la luz de tubos fluorescentes) muchos consideraban imposible la idea de que Fischer llegara a jugar alguna vez por el campeonato del mundo.

“Genio. Es una palabra. ¿Qué significa
realmente? Si gano, soy un genio.
Si pierdo, no lo soy.”

Nadie se imagina a un piloto automovilístico eligiendo una carrera en la que perdió como una de sus performances más notables, o a un químico señalando un experimento fallido como su cima científica. Pero, cuando a fines de 1969 publica Mis mejores 60 partidas, Fischer decide incluir nueve empates y tres derrotas. Ese gesto de humildad dejó pasmados a los que esperaban otra muestra más de pedantería de su parte. “El combustible en el arte de Fischer, y la manifestación de ese arte, es el intento”, escribió por aquel entonces Frank Brady. Al escribir intento, Brady no se refería al consuelo de haber dado batalla sino al afán con que Fischer buscaba desconcertar, en un juego de inteligencia, introduciendo el elemento más perturbador: lo impredecible, esa clase de combinaciones que parecían simplemente no estar ahí, en la cabeza de nadie. Prueba de esa innovación sistemática con la que redefinía incluso las situaciones más agotadas sobre el tablero son las incontables ramificaciones que proponen los análisis teóricos de su libro. Un libro que, en su momento, alarmó al Kremlin tanto como la llegada del hombre en la Luna.
Casi en simultáneo con la salida de Mis mejores 60 partidas, Timothy Leary anuncia que está usando el ajedrez para que sus alumnos de Harvard reciban mejor el impacto del LSD, lo que convierte al libro de Fischer en un inesperado best-seller y le da a su autor el respiro financiero que necesitaba para enfrentar el tour de force que desembocaría en el match por el título del mundo. En 1970 se presenta a jugar para el Resto del Mundo contra la URSS. Acepta ser el segundo tablero en lugar del primero, pero no se presta a salir en la foto con el resto del equipo. Miguel Najdorf, polaco nacionalizado argentino y patriarca de la vieja guardia, lo acepta con gracia: “Se ve que ahora sí está decidido a entrar solo a la historia del ajedrez”. En el hotel, deja pasmados a los soviéticos al encontrarse con el ruso Vasiukov y repetirle de memoria una partida que habían jugado hacía quince años. “Ideas. Nunca memorizo jugadas”, explica cuando le preguntan por el secreto de su enciclopedismo. En un gesto de camaradería, Pal Benko le cede su lugar en las eliminatorias: “Claro que me gustaría jugar”, dice, “pero Fischer es el único occidental que tiene chances de ganarles a los rusos”. Eso le permite estar en las semifinales a las que había renunciado tres años antes, cuando quisieron obligarlo a jugar seis veces seguidas.
Los logros de Fischer son difíciles de entender sin conocer la dinámica del ajedrez, pero lo que hizo en esas eliminatorias fue prácticamente como ganar tres torneos de Grand Slam seguidos sin perder ni un set. Destroza a Taimanov y a Larsen, mandándolos de vuelta a casa con un 6-0 histórico contra cada uno. Aplasta a Petrosian en Buenos Aires. Najdorf, que no era de elogiar, dijo: “Los Grandes Maestros parecen hipnotizados cuando juegan contra él. Va a tener que dar dos puntos de ventaja a cada jugador, si quiere jugar torneos interesantes en el futuro”. Durante diez años, Fischer había proclamado que era el mejor. Ahora había roto las defensas de la falange soviética: sólo le quedaba viajar a Reyjkavik, donde lo esperaba el campeón, Boris Spassky.

“El ajedrez es como una guerra
sobre un tablero.”

Reykjavik fue el epítome de los escándalos que podían desatar Fischer cuando quería: desplantes, exigencias casi insaciables, repercusiones en Washington y Moscú, una habilidad endemoniada para invertir la carga de nerviosismo hasta retrasmitirla a su adversario. ¿Por qué tensó la guerra psicológica hasta el límite, reclamando mejoras en condiciones económicas previamente aceptadas, discutiendo derechos de televisación firmados por él mismo, estando todavía en Nueva York el día de la primera partida, cancelando reservas hasta en cuatro vuelos diarios, aceptando viajar recién cuando recibió una llamada de Henry Kissinger y un millonario se ofreció a salvar las diferencias financieras con tal de verlo jugar contra Spassky? ¿Y por qué, ya en la capital de Islandia, en medio de un escándalo que desplazaba de la primera plana de los diarios neoyorquinos a las elecciones presidenciales, mientras la mitad del público había abandonado Reykjavik creyendo que Fischer nunca se presentaría, ofendió a los lugareños por no tener un solo bowling en toda la ciudad? ¿Y por qué, después de la derrota en la primera partida, decidió no presentarse a la siguiente hasta que no retiraran las cámaras de televisión ocultas, cuyo rumor lo desconcentraba? Larry Evans, que estaba con él, dijo: “Estaba en otro mundo. Pocos días antes me había dicho: Larry, tengo que ventilar la presión de alguna manera. Qué culpa tengo de que cada paso que dé sea observado por el mundo”. Fischer, por su parte, desmiente toda interpretación no ajedrecística: “No creo en la psicología, sólo creo en las buenas jugadas”. Como sea, de no haber sido por la caballerosidad de Spassky, que, aunque cansado de postergar las partidas durante casi dos semanas, aceptó una disculpa escrita de Fischer y desoyó las órdenes del Kremlin (ampararse en las reglas y volver a la URSS con el título bajo el brazo), Fischer no hubiese podido dar la clase magistral que dio durante julio de 1972 en Reyjkavik. “El ajedrez es una de las pocas artes en que la composición y la ejecución se dan en simultáneo”, dijo Najdorf entonces. “Algunas de esas partidas fueron como oír a Mozart componer y ejecutar una de sus sonatas.”

“¿Qué se necesita? Supongo que lo mismo que para todo: práctica, estudio y talento.”

Nada parecía impedirle, ahora que había destronado a los soviéticos después de un cuarto de siglo de supremacía y con un último embate histórico (sólo cinco derrotas en 65 partidas), imponer algunas modificaciones reglamentarias para la defensa de su título contra la nueva promesa rusa Anatoli Karpov, en Manila a mediados de 1975. Nadie podría ver en sus propuestas la intención de tomar revancha y beneficiarse. Si los empates dejaban de contar en el tanteador, cada uno jugaría a ganar. Eso agilizaría el juego y le daría un atractivo comparable al de los deportes más populares. Pero en el plenario de la FIDE, el bloque soviético le votó en contra: los empates seguirían dando puntos. El único país no satelital que también vetó la propuesta fue Argentina, gesto imperdonable considerando que tres años antes Fischer había propuesto Buenos Aires como sede para jugar su match contra Spassky. Las innovaciones fueron rechazadas por un solo voto (32 a 31) y, cuando Fischer no se presentó a la primera partida, Karpov fue declarado campeón del mundo. El título volvía a la madre URSS. Desde entonces, hace exactamente veinticinco años, Fischer no volvió a jugar en público.

“Hagan lo que quieran. Pero no pueden decir que no demostré que los rusos son unos tramposos. Por lo tanto, eso que
juegan ya no es ajedrez.”

Enseguida se le perdió el rastro. Proliferaron al principio los rumores de un regreso fulminante. Se sabía que había dicho: “Karpov es un mentiroso y sobre todo un mediocre”. Pero eso fue todo. Al parecer, por esos años rompe lanzas con la secta cristiana a la que se había incorporado en secreto y en cuyas cuentas bancarias venía vaciando buena parte de sus ganancias desde 1962. Se recluye en una casa prestada en Pasadena, Los Angeles, a la que le llegan propuestas para jugar, algunas francamente irrisorias, otras casi insolentes, como la que le hizo un empresario neoyorquino: crear acciones Bobby Fischer para cotizar en Wall Street. “No pueden entender que un hombre quiera vivir de lo que hace”, fue todo lo que declaró. Los diarios vuelven a mencionarlo en 1981, cuando da a conocer una carta abierta, Yo fui torturado en la comisaría de Pasadena, en la que denunciaba haber sufrido tormentos físicos y psicológicos durante tres días luego de ser detenido sin ningún motivo a cinco cuadras de su casa. Ligar esto a su deserción de la secta y, a su vez, adjudicar sus excentricidades a la pertenencia a esa secta fue, para muchos, la manera más fácil de desentenderse del tema. La Casa Blanca, por poner un ejemplo, que le había pedido que no fuera a Cuba por la patria y que en cambio sí fuera a Reykjavik también por la patria, un día le canceló indefinidamente una visita para hacerle lugar en la agenda a la entonces nueva refugiada rumana Nadia Comaneci.
Con Karpov como campeón, el ajedrez queda empatando durante trece años en la lógica sin sorpresa, hasta que en 1985 irrumpe en los tableros un tal Gari Kasparov, prodigio de padre armenio y madre judía –linaje desafortunado en tiempos del politburó–, protegido de la perestroika y dueño de un juego fabuloso –en sus dos acepciones: extraordinario e imaginativo–, que llega sin obstáculos a la final y destrona sin transpirar al pollo de Breznev. Algunos ven en Kasparov a un digno sucesor de Fischer. Los yanquis quieren que el sucesor no sea soviético sino estadounidense. Pero el panorama no es demasiado prometedor: en la Washington Square de Nueva York, donde Fischer jugaba de chico, grandes maestros norteamericanos duermen en los bancos y juegan por un dólar la partida. Cada nuevo talento de seis o siete años es estigmatizado como “el nuevo Bobby Fischer”. En un excelente libro llamado En busca de Bobby Fischer, el periodista Fred Waitzin relata lo que fue la odisea de preparar a su hijo Joshua para competir en primer nivel. Pero sigue sin aparecer un prodigio siquiera comparable. Hasta las plazas de Nueva York llegan rumores de que el verdadero Fischer duerme en la playa en Pasadena y juega, como sus camaradas neoyorquinos, partidas rápidas por cinco o diez dólares, contra cualquiera. Otros dicen que sigue estudiando. Según quienes lo conocen, como Miguel Quinteros, Gran Maestro argentino y amigo suyo desde hace treinta años, Fischer vivió esa década de los modestos derechos de autor que cobraba por Mis mejores 60 partidas, mientras repartía su tiempo entre el ajedrez y el estudio voraz de las religiones. En las dos entrevistas que dio a una ignota radio filipina, se lo escuchó desplegar un furioso antisemitismo contra “los judíos que manejan los negocios desde Nueva York”, aunque no por eso deja de corregir a quienes escriben mal su apellido: “Fischer, con s-c-h. El apellido es judío, de Alemania”.

“El ajedrez es la vida. En ambos casos,
las cosas dependen de uno.”

El único motivo por el que el mundo tuvo la deferencia de recordar a Bobby Fischer en 1992 fue por los veinte años de su match con Spassky. Con esa excusa, un millonario yugoslavo les ofreció cinco millones parasentarse a jugar “El Match por el Campeonato del Mundo”, como si Kasparov no existiera. Un mes antes del comienzo de las partidas, Fischer recibió una carta judicial informándole de que en junio de ese año el presidente Bush había firmado, amparado en sus poderes excepcionales, sanciones contra Yugoslavia, prohibiendo todo intercambio comercial entre ese país y cualquier ciudadano norteamericano. Fischer, por supuesto, ignoró la advertencia. En el preciso momento en que se sentaba a jugar el match que terminaría con un previsible triunfo de su parte, el gobierno norteamericano libró un pedido de captura internacional contra su único campeón de ajedrez en todo el siglo.

“Construyan la mejor computadora.
Conéctenla a cientos de computadoras iguales. Incluso juntas carecerán de lo que uno solo de nosotros necesita para
ganarles: imaginación.”

La secuencia aparentemente interminable de reclamos con que Fischer crispaba a los organizadores son hoy consideradas condiciones básicas en cualquier torneo modesto y hasta los jugadores rusos pueden vivir cómodos del ajedrez, sin subvención estatal, gracias a su cruzada. El problema, ahora, es otro: para algunos el juego llegó a un punto muerto, un estancamiento en el que las únicas ventajas posibles dependen más de la infalibilidad del cálculo de las computadoras que de la imaginación de los jugadores. Con las modificaciones rechazadas en el ‘75, Fischer intentaba dar un poco de aire al ajedrez. Según Frank Brady: “Recién ahora se puede ver su locura. Su empeño en sacarle el polvo a un juego cada vez más apático, plagado de empates, y volverlo una lucha excitante, donde se jugara a ganar o perder. Gracias a él, no sólo las reglas sino las estrategias y los sistemas sufrieron el primer cambio importante en quinientos años”.
En 1996, Fischer volvió a salir a la superficie, en Budapest, para intentar el segundo cambio en quinientos años de ajedrez. Hasta entonces el único hombre que había logrado modificar la disposición de las piezas sobre el tablero había sido Alejandro Magno: cuando en el siglo VI, los generales persas ven la novedosa disposición de sus tropas deciden copiarla, estableciendo el planteo inicial sobre el tablero que se mantiene hasta estos días. Con la llegada de las supercomputadoras, decía Fischer, sólo quedaba igualar a Alejandro Magno. Si las máquinas combinan demasiado rápido porque pueden apelar a todas las partidas jugadas en la historia, dice él, el enciclopedista más completo del juego, alcanza con sortear, antes de cada partida, la disposición de la segunda fila de piezas (torres, alfiles, caballos, rey, dama) para crear un juego absolutamente nuevo, sin pasado, sin registros de partidas que funcione como bolsa de trucos. Se sigue jugando con el mismo tablero y las mismas piezas, pero en un juego así, dice Fischer, todo vuelve a depender del talento. Ése es el principio detrás del FischerRandom, la variación al ajedrez tradicional que presentó, sin pena ni gloria, en 1996, en Buenos Aires. Si sorprende que la primera aparición pública de Fischer, luego del pedido de captura internacional, tuviera tan escasa relevancia en tiempos de avidez mediática, sorprende menos todavía que casi nadie se tomara el trabajo de probar siquiera su nueva versión del juego. No hubo demasiados argumentos: simplemente la ignoraron. Quizá porque el negocio en torno de las computadoras –que, bajo el FischerRandom, perderían estrepitosamente con cualquier principiante– es infinitamente más redituable que el propósito de un solo hombre por devolverle imaginación al ajedrez.
Entre 1997 y 1998, Fischer perdió a su madre y a su hermana, pero el pedido de captura lo obligó a organizar ambos entierros Atlántico de por medio. Por una demora de dos meses en el pago del alquiler, ese mismo año una orden judicial inaudita permitió el remate de los dos galpones en Pasadena donde acumulaba sus trofeos, sus infinitos apuntes sobre religión, las cartas de Nixon, Castro, Guevara y cientos de admiradores más, las máquinas de escribir que le daban como premio en los campeonatos juveniles, los originales de sus manuscritos y la que se supone una de las colecciones más nutridas de literatura ajedrecística del mundo. Su indignación apenas tuvo cabida en aquella ignota radio filipina. Hoy, se sabe que sigue viviendo en Budapest, donde cada tanto lo visitan algunos amigos, a los que pasea por los mejores restaurantes de la ciudad, y, con un ojo en el ajedrez mundial aunque sin demasiado respeto siquiera por Kasparov, juega horas y horas al FischerRandom, el juego con el que propone mezclar las piezas y empezar todo de nuevo.

 

arriba